Las casas brotaban de las rocas, se montaban una sobre la otra enlazadas por estrechas callejuelas con escalinatas que te invitaban a subir y bajar. Con sus fachadas encaladas en blanco, persianas verdes, o azules como el mar, o amarillas como el sol en retirada, se asomaban a las olas que mecían la cala sobre la que habían crecido.
Cuenta la leyenda que el pueblo se estableció en la playa donde una tardé Astarté se bañó. Quedó tan prendida de la belleza del lugar que antes de marcharse miró al cielo por un rato, besó la tierra y luego desapareció. Del beso creció una criatura, que abrió su corazón a los habitantes de la zona como si de un fruto dulce se tratase. Todos se alimentaron de él, lo succionaron y exprimieron hasta que al final solo les quedó un vacío empachado y unas manos pegajosas. Arrepentidos por su conducta decidieron compensar a su diosa levantando un precioso pueblo que resaltase la belleza de la costa. Era en aquel mismo pueblo donde decían haber visto a un hombre ardiendo deambulando por el empedrado para luego desaparecer.
Fue recorriendo sus estrechas calles donde descubrí la tristeza que se había instalado en tus ojos, en la ausencia de reflejos en tu mirada. Tu sonrisa ya me estaba vetada, lo percibí entonces en los remiendos de tus expresiones a medida que remontábamos las escaleras cada vez más estrechas. Las sombras que nos precedían se crecieron hasta teñir la calle de negro, las paredes se expandían acorralando la travesía, y la oscuridad reinante me desconcertó, sin apenas darme tiempo a ver como desaparecías entre las paredes arrastrada por los rostros asustados que poblaban en ellas. Me detuve en una repisa mientras desaparecías, el silencio se hinchó con una campana que marcaba los cuartos y el fútil aleteo de un gorrión. En el vacío los gritos de dolor no suenan, por eso no me pudiste oír. Giré sobre mi mismo y empecé a bajar uno a uno los escalones. Tuve la impresión que mi pecho ardía, que me asfixiaba por las cenizas de mis propios sentimientos hasta que al llegar a la playa me quebré.
5 degustaciones:
Oh! Qué hermoso texto Aka! Y qué dulzura triste en ese final! Me he sentido transportada a esas calles, en las que uno llegaría a confundir esa blancura, y esa luz, con el mismo germen de la felicidad. Pero el único germen de la felicidad está en nosotros, en el ser que somos, y en las circunstancias que llevamos a cuestas, por eso en ocasiones se producen finales dramáticos en lugares que parecen haber sido construídos para la felicidad y el arrobo.
Un beso
Una historía bonita con un final triste, siempre consigues el punto a lo nostálgico.
Cierto Vera la felicidad es intrínsica, y no importa el paisaje o las circunstancias que nos envuelven cuando la perdemos. Es tan grande el vacío que se genera que hasta el ambiente es succionado por la misma sensación. Pero, un buen paisaje siempre ayuda a dejarnos apreciar su belleza y recuperar la felicidad.
besos
Aina, ultimamente me queda todo nostálgico, creo que es culpa del verano, de trabajar cuando todo el mundo está de vacaciones, y de seguir en el "exilio" sin poder disfrutar otro verano del Mediterráneo... al cual realmente añoro. Un abrazo.
Todos los lugares son capaces de contar historias y provocar emociones. Va a depender de como lo lea cada cual, de cómo lo respire, de cómo lo sude.
Hasta sin leyenda podríamos construir la propia.
Bello relato.
Gracias Kika, es cierto que cualquier sitio nos puede hablar, que lo escuchemos o como lo interpretemos ya dependerá, en parte, de como estemos de receptivos. Las historias están allí, y hay que salir a buscarlas, para vivirlas, imaginarlas y escribirlas. Así aparecen las leyendas.
un abrazo
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