Memorias que no historia



"Una de las primeras obligaciones que cualquier ciudadano tenía que cumplir, era la de tapar cuidadosamente todas las ventanas de las fachadas. De esta manera, ningún destello de luz podía orientar a los aviones enemigos. Las ciudades quedaban completamente a oscuras, con los vigilantes nocturnos de la defensa antiaérea encargándose de que se cumplieran las normas. Cada casa tenía que preparar un refugio antiaéreo en el sótano, con catres para descansar, cajas y sacos de arena, extintores y algo de comer. Los ingleses bombardeaban las ciudades alemanas de día, mientras los americanos lo hacían de noche. Nos movíamos como autómatas, nos acostábamos con la mayor cantidad de ropa posible: camisas, pantalones, botas forradas, chaquetas, pañuelos y gorras. En el bolso guardábamos todos nuestros documentos y las pocas joyas que teníamos. La rutina se repetía día tras día. La alarma sonaba hasta dos veces por noche. Vivíamos como topos". Alicia era una adolescente, todavía no tenía catorce años, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, al acabar, era madre de una niña y aguardaba a su marido que había caído prisionero en el frente. De aquel período de su vida dice que apenas habla, como si aquel pasado hubiese quedado sepultado en la profundidad del refugio, atrapado en las ventanas tapiadas que evitaban que escapase la luz. Es común entre aquellos que han experimentado los miedos y terrores de la guerra que los recuerdos de esos tiempos se muevan como topos por la memoria, asomándose pocas veces al exterior, y cuando lo hacen, suele ser a través del mismo resquicio, repitiendo una y otra vez el mismo recuerdo.     

            En el colegio se nos explica, en una serie de lecciones escolares, las distintas guerras: sus causas políticas, las económicas, los agentes implicados y las batallas y hechos que decidieron la contienda, pero el pasado es mucho más vasto que la visión histórica de los libros de texto. Es un conjunto inmenso de hechos que pueden ser conservados sólo si desde el presente estamos dispuestos a adoptarlos, a insertarlos en nuestra propia memoria. Para que el pasado perdure, hay que hacerse cargo desde el presente de que esos vestigios no van a desaparecer, de que esa lección sí que la vamos a aprender; no sólo las explicaciones ad hoc de las causas de la guerra, sino los sentimientos, penurias y traumas que estas despiertan en el grueso de la población: los civiles. Pero pocas veces se escuchan las voces del pasado porque impera el olvido. Nadie quiere heredar el dolor, ni las incertidumbres, ni mucho menos las manos manchadas de sangre. Así la vida presente resulta más sencilla.
También para los que vivieron el pasado, pues los caminos de la memoria nunca son fáciles. No son pocos los psicólogos, psiquiatras y sociólogos modernos que usan la metáfora de “fantasmas” para referirse a los recuerdos traumáticos que quedan atrapados, tanto a nivel individual como a nivel social, por un pasado violento sin resolver. De lo que no se habla perdura como un espectro que no sólo afecta la psicosis individual sino que puede convertirse en un fenómeno social generalizado, creando confusión, tensión e incertidumbre en las comunidades. Escuchar, recordar es el primer paso, pero no suficiente. Los relatos individuales del pasado, al igual que las fotografías de guerra, son muestras crudas de los hechos que por si mismo no representan argumentos, hay que escuchar atentamente y pensar largamente sobre ello, en un acto ético, que permita exorcitar los fantasmas del pasado evitando que vuelvan a manifestarse.

            Antonia, como Alicia, era una niña de doce años cuando empezó la Guerra Civil española, sus voz pierde firmeza cuando habla de ello, como si el miedo intenso que experimentó entonces siguiese vigente. "Una de las hermanas de madre era monja, me explica, mi padre fue a buscarla al monasterio de Granollers y la trajo a casa. Cada vez que oíamos alboroto alrededor de casa sufríamos, enseguida pensábamos: a ver si la han cogido… En el pueblo mataron a dos curas, los del POUM (Partido Obrero de Unificación Marxista). Al padre Eduardo y al otro…, ahora no me acuerdo como se llamaba, los tuvimos para doctrina, para poder hacer la comunión, era una persona de allí mismo, conocido por todos…" En este punto de la narración guarda silencio. Uno largo, la memoria va cerrando puertas para evitar que el dolor se exprese. El relato finaliza súbitamente: "Se hizo mucho daño. Se mató a mucha gente y a otros se les hizo sufrir sin necesidad alguna… ¡bah! una merda". Como en el caso de Alicia, la luz del rostro de Antonia mengua al hablar de esa época. Las palabras caen de los labios como hojas secas, recuerdos marchitos que se alejan de la boca con un rumbo resentido.
     
            Conversando con gente que ha sufrido estas experiencias, a veces se tiene la impresión que las palabras más que tender puentes, construyen profundidad. Este fue mi impresión cuando conocí a Elisa. La primera impresión es la de una mujer de mediana edad alegre y optimista, de sonrisa fácil, que gusta disfrutar de los pequeños placeres de la vida y reírse de las cosas, pero todo eso cambia cuando su memoria viaja a 1992. Entonces tenía dieciséis años y su pueblo, Rizvanovici, en Bosnia, fue bombardeado por la artillería de los chetniks (tropas paramilitares serbias). "Cuando las granadas dejaron de caer salí del refugio en el cual mi hermana había dado a luz. La mezquita estaba en ruinas, y a pocos pasos de nuestra casa vi unos niños, de tres y ocho años muertos. El pánico y la muerte estaba por todas partes. Los soldados llegaron y ocuparon el pueblo. Hablaban un serbio lleno de coloquialismos, casi incomprensible, y en sus uniformes llevaban como insignias unas águilas blancas (Las Águilas Blancas eran una de las tropas paramilitares ultranacionalistas que se autodenominaban chetniks, caracterizadas por el odio a la población bosnia, a los que denominaban turcos. Su principal reclamo era llevar a cabo una limpieza étnica en Bosnia para reconstruir una Gran Serbia pura). Nos prohibieron salir de casa. Los no serbios no podíamos andar por la calle. Tampoco comprar nada en las tiendas, teníamos que sobrevivir de las reservas que teníamos en casa. Los que se aventuraron a salir no volvieron nunca. Un día los soldados capturaron a todos los hombres del pueblo. Se los llevaron. A mi abuelo de setenta y ocho años le acusaron de matar a un serbio. Lo ejecutaron con un tiro en la cabeza enfrente de mis primos".

            A día de hoy sigue sin poder visualizar escenas de violencia por inverosímiles y ficticias que éstas sean explica. Es algo que no puedo controlar, especifica. La conversación liguera y distendida hasta el momento quedó reducida a un nervudo pintarrajo de carboncillo que se extendió entre nosotros hasta agotar el espacio. La eternidad ha seguido su camino, pero de alguna manera, ella seguía allí, en un pueblo violado. Hay cosas que no pueden olvidarse. La humanidad tampoco debería olvidar. Su amiga Mirsada, a la que conoció un año más tarde en un campo de refugiados en Suecia, confirma el pánico heredado: "Es como si el pasado, el presente y el futuro sangrasen juntos. Rescatar esos recuerdos es vivir por momentos en un estado de inexistencia, es como estar en ningún sitio y en todos los sitios al mismo tiempo. Las imágenes de esos días son las grandes penas y dolores que nos acompañarán siempre. Soy consciente de ello".

            Para muchas de estas mujeres, que entonces fueron niñas, el pasado muchas veces se les presenta escurridizo. Como si no tuvieran pasado, ni control por tanto sobre sus vidas. Los recuerdos son imágenes rápidas y huidizas. Los relatos que conforman su memoria no radican en la Historia, se pierden en otros mares de mareas y oleajes inciertos. Tienen su pasado, pero éste se revuelve silencioso en su interior. Nezira a los nueve años tuvo que abandonar Tuzla en compañía de sus padres, y tras una larga travesía por el corazón de Europa encontraron asilo en Suecia. "Los serbios quemaron nuestra casa", me explica. "Entonces no entendí porque lo hicieron ni lo que estaba sucediendo, sólo recuerdo la sensación de pérdida. De irme, dejando atrás todos mis juguetes y libros. No pude salvar nada. Más tarde supe que tampoco se salvó la abuela. Estaba dentro de la casa cuando la prendieron. En aquel momento pensé que ella estaría fuera, como nosotros, en otro lugar… con el tiempo comprendí que nunca salió de casa. A menudo sueño con ella. Con su idea, porque apenas recuerdo su aspecto, pero si recuerdo bien las llamas". 



Rabdomantes (cinco)




La casa le abrió la puerta al verla llegar. Dentro el aire era fresco, un espacio umbroso de luces tenues, con numerosas estructuras arquitectónicas que esparcían la luminosidad impidiendo la entrada directa del sol. Evren se desprendió del calzado, dejándolo donde cayó de sus pies. Allí había otros zapatos y sandalias de diferentes tamaños pisándose entre ellos. Aske había desaparecido por una de las dos oberturas que ofrecía el recibidor, la que llevaba al patio interior. 

–¿Hola? –preguntó siguiendo a Aske.

Llegó través de un pasillo blanco hasta otra puerta que al abrirse dio paso a una intensa luminosidad. En medio de aquel baño de luz vio la silueta negra de la perra moviéndose frenéticamente entre el algarrobo y el limonero, alrededor de una mujer mayor. Aske se detenía un instante ante la mujer hasta que esta daba una palmada, entonces la perra ladraba con su grave y fornida voz para volver a lanzarse a otra de sus exaltadas carreras. 
–¡Mama! ¿Qué haces aquí fuera con este calor? –preguntó sin dejar el umbral.
–Pimientos –se limitó a decir la mujer levantando una mano llena de guindillas verde amarillentas con un ligero brillo.
Con unos pasos cansados, Yady, se alejó del diminuto huerto hacia su hija. Aske la siguió trotando.
–Iba a preparar la cena –dijo antes de darle dos besos de bienvenida.
–No entiendo porqué sigues haciendo esto.
–¿El qué?
–Cocinar. No lo entiendo. Deberías dejar que Köle se encargase de estas cosas.
–Köle ya se encarga de muchas cosas.
Las dos mujeres entraron de nuevo en casa. Se dirigieron hacia el espacio que acogía la cocina.
–Köle puede ayudarte. Puedes dejar que cocine, sólo dile lo que quieres.
–¿Y a mi?
–¿A ti qué, mama?
–¿A mi, qué me queda a mi?

La mujer había dejado las guindillas sobre la mesa, mientras abría un cajón tras otro buscando algo. Sacó una pequeña olla y siguió indagando en otros compartimentos del mobiliario de la cocina. Abriendo y cerrando portezuelas.

–¿Mama, qué buscas?
–La tapa, hija, la tapa de la olla. A saber dónde la guardó Köle la última vez.
–Pregúntaselo. Por cierto, ¿dónde está? No lo he visto.
–Le he pedido que fuese a buscar unas verduras al Almudí. ¿Dónde la habrá dejado? –la mujer seguía explorando las alacenas.
–Quieres parar. Llámalo. Llámalo y pregúntale dónde está la tapa.
La mujer se detuvo, manteniendo una mano sujeta a una puerta abierta y dirigió su mirada a Evren.
–Quieres parar.
–¿Parar, el qué?
–Pues eso, de hacer lo que haces.
–Pero, ¿qué hago?
–Decirme todo el rato lo que tengo que hacer –volvió a rebuscar entre los objetos de la alacena.
–Es que no entiendo porqué te complicas la vida. Podrías llamar a Köle y …
–Köle, Köle, Köle. ¿No sabes decir otra cosa? Deja de mencionarlo todo el rato.
–Como quieras…, pero no te entiendo. Köle está para eso, para ayudar.
La madre volvió a suspender su búsqueda. Sus ojos empequeñecidos, hundidos en un mar de arrugas, contemplaron a Evren plantada en medio de la habitación.
–Hija, ¿por qué vas cada día a los páramos?
–¿A qué viene esta pregunta ahora?
–Dime, ¿por qué?
–Ya sabes porqué. Hay que buscar agua. Alguien tiene que hacerlo.
–Ya.
–¿Ya? ¿Qué insinuas con “ya”?
–Nada. No insinúo nada.
La mirada menguada de la madre retornó a los objetos almacenados en las estanterías. Evren negó con la cabeza.
–Ven Aske, vamos a ducharnos.

En el vapor de la ducha Evren creyó atisbar la silueta difusa de una ballena elevándose para inmediatamente colapsar. Entre el ruido constante del chorro de agua que masajeaba su espalda empezaron a colarse unos sonidos secos. Empezaron unos pocos, como oquedades que se filtraban en el oído, pero su frecuencia fue en aumento, hasta confundirse con el del agua. Cerró los ojos, pero el golpeteo no cesó. De nada sirvió que presionase sus oídos. No era externo. Los golpes venían de dentro. Y una vez más estaba allí el cuerpo inmenso del cetáceo suspendido entre vaho. El sol se colaba por la claraboya del techo y su luz se difuminaba entre la humedad en suspensión, el contorno del animal iba perdiendo nitidez e intensidad. El ruido cesó en cuanto apagó el grifo. Se sobresaltó cuando una gota condensada cayó a sus espaldas. Un sonido sordo como el que la había atosigado. Una segunda gota se desprendió de la alcachofa de la ducha. Cogió el mango de la misma y lo bajó, depositándolo en el suelo para evitar que otras gotas se precipitasen.

El lavabo seguía sumergido en una espesa nube de vapor, abrió la puerta para que se ventilase la habitación. Pasó el dorso del puño sobre el espejo y despejó un óvalo en el vapor condensado. El agua, el calor, habían alterado el color de sus mejillas. “Los gigantes no existen”, le dijo a su reflejo a medida que éste se enturbiaba de nuevo. “No existen”, insistió volviendo a esclarecer el espejo empañado. Volvió con nitidez su rostro con el pelo pegado a la cabeza. Lo contempló. En el labio inferior destacaba una mancha rojiza tirando a púrpura. Dobló con sus dedos delicadamente el labio para explorar su cara interna y descubrió una pequeña herida sangrante. Todo el interior estaba lleno de diminutas cicatrices. El reverso mostraba un mosaico de enrojecimientos sanguinolentos y porciones de piel despigmentadas por el reiterativo mordisqueo de la zona. El vaho volvió a borrar su imagen del espejo. 

–No existen.


Caminó desnuda hasta al dormitorio y se sentó en el borde de la cama. Aske, tumbada en el suelo, ni se inmutó. El hambre y la obligación de acabar el informe se debatían en su interior. Optó por dejarse caer de espaldas sobre la sábana inmaculada. Estaba perfumada. Permanecería así sólo el tiempo necesario hasta que estuviese seca, pensó cerrando los ojos. No vio nada. Los gigantes habían desaparecido. Abandonó la comodidad de la cama para tumbarse junto a Aske con la mano sobre su barriga, percibiendo el aletargado sube y baja de su respiración. No deseaba otra cosa que cerrar los ojos y no ver nada. Hallarse en un refugio vacío todavía no colonizado por sus sueños o los de otros. Con una conciencia yerma. Con una memoria que no hubiese sido nunca sembrada. 






El sueño de un zapatero




Aquella mañana tu abuelo despertó quejándose de la mala noche pasada. Tu madre, sentada en la cocina, relata la visión de las aves negras que tuvo tu abuelo aquella noche acunado por el peso de los párpados. Tres cuervos, recuerda bien el número que mencionó a tu abuela, le habían atosigado. Caminaba cuesta abajo por la calle adoquinada de su casa en Croacia, dirección al mar, con el trio de córvidos a sus espaldas. Sombras indefinidas que revoloteaban arriba y abajo, sin alejarse, cerca de sus hombros, al ritmo de sus lentos y cautelosos pasos por la pendiente. El mar estaba allí, ante sus ojos, aguardándole, azul, intenso, bajo la luz del sol mediterráneo, con la brisa salitre acariciándole las mejillas, pero no lo alcanzaba. La calle se dilataba estirándose bajo sus pies exhaustos. Los pájaros, sus sombras, le gritaban a la altura de la oreja. Primero a un lado, luego al otro. Cuando abrió los párpados estaba agotado y los oídos le pitaban, albergaba un enjambre de insectos en sus cavidades más internas.

Ella no prestó mucha atención a sus quejas, no era la primera, ni la segunda, eran muchos años de quejas, muchas las veces en las que los sueños perturbaban su descanso, pero aquella sería la última vez que lo escucharía. Aquella tarde, tras el almuerzo se tumbaría a descansar y no volvería a levantarse. Cuando la abuela lo descubrió, no supo que hacer. Fuera, en la calle, nadie se fiaba de nadie. Los croatas católicos buscaban a los serbios ortodoxos para, en el mejor de los casos, expulsarlos de la ciudad. Los bosnios allí eran una entidad difusa, ni amigos ni enemigos de nadie, una minoría despreciada e ignorada. Ella estaba sola, con el abuelo en la habitación, y allí lo dejó todo el día, hasta que llegó la noche y se deslizo en la cama junto a él. Allí todos vivían alucinados, descarnados, como embadurnados en cal, hablando y pensando sin carácter alguno, actuando como un sólo ente, un sólo hombre, con una voz inmunda. La voz de una muerte viva que caminaba por los Balcanes de la costa a las montañas.


A la mañana siguiente la abuela descubrió que el cuerpo de él seguía allí. Que no era una ilusión. Que era una realidad. Que de noche los cuervos se habían llevado lo que lo constituía, dejando allí sólo la vasija del cuerpo. Unas manos pesadas llenas de callos de zurcir zapatos viejos junto al paseo de la playa.   





Rabdomantes (cuatro)





Al aproximarse a la zona urbana lo primero que se divisaba eran los altos brazos  mecánicos de las perforadoras. Como alfileres metálicos se hendían en la superficie hasta hacer brotar el agua. Sobre ellas volaban congregaciones caóticas y ruidosas de pájaros, bandadas de diferentes especies que se graznaban y picoteaban las unas a las otras, mientras aguardaban la emergencia del fluido. Evren mandó bajar la ventanilla del vehículo, le gustaba escuchar el bullicio de las aves concentradas a las afueras de la urbe. Junto a las enormes máquinas, a una distancia prudencial de las brocas, corrían jaurías de perros y otros animales salvajes llegados desde los llanos. Se movían en círculos, se asociaban algunos de ellos para protegerse de otros, todos atraídos por la ansiada humedad. Algunas especies habían aprendido a sobrevivir en el páramo siguiendo a las perforadoras. Allí donde se desplazaba uno de los aparatos automatizados, le iba detrás una horda de animales. Viendo aquel tumulto de animales, Evren, pensaba que sus prospecciones eran en parte aprovechadas por las bestias esquivas de la zona.

Poco antes de alcanzar la vía principal que fluía hacia el interior de la ciudad, el vehículo se desvió por una pequeña carretera, que lejos de la linealidad que atravesaba la yerma planicie, bajaba sinuosa hacia la costa. A los pocos minutos el mundo ocre se precipitaba sobre una lámina de azul intenso, y allí donde ambos confluían se levantaba un pequeño conjunto de construcciones blancas. Aske, hasta entonces adormecida, se enderezó. La brisa que entraba a través de la ventanilla le traía el aroma del mar, el del hogar. Apoyó su hocico sobre el hombro de Evren para saborear mejor el viento. Colgaba su rosada lengua a pocos centímetros de la cara de ella, arrojándole su cálido aliento. Evren rascó su coronilla, le despojó de una espiga que encontró enredada entre su pelaje y luego frotó sus dedos delicadamente bajo una de sus orejas caídas. Aske respondió a eso acercando su rostro aún más, buscando restregarse en el de Evren, hasta que esta lo apartó y dio por acabadas las caricias.

Allí no habían perforadoras a la vista, ni grandes construcciones, el poblado consistía en un conglomerado reducido de edificaciones. Casas geométricas blancas, de una o dos plantas, que parecían encajar unas en las otras como piezas de un gran juego sobre la pendiente que acababa tragada por el mar, un lienzo de azul intenso que se fusionaba con el de la bóveda celeste. El mar echaba espuma al colisionar al pie de las casas y centelleaba. Agachándose sobre el asiento y girando la cabeza Evren imaginó que el mar era el cielo y que el cielo brillante era el mar. No entendía como habiendo crecido allí, con unos ojos alimentados por el mar y la sal permanentemente sobre los labios, siempre había sentido el impulso de adentrarse en los llanos, renunciando al azul. El agua había colmado su visión desde que tenía memoria y sin embargo iba cada día allí donde esta parecía una entelequia. Su vida la conformaban dos vastos desiertos: uno azul y otro marrón. No había nada entre ambos. 

Al pasar junto a un pequeño acantilado se levantaron de golpe miles de gaviotas con gritos penetrantes. Aske ladró a la pequeña nube gris-plateada que subía, bajaba, se desplazaba y se formaba sobre sus cabezas con estrépito. Con la cabeza totalmente fuera del vehículo respondió la perra a la ruidosa nube demencial e indignada. El nuevo y ruidoso cielo de aleteos y plumones las siguió un rato por la carretera hasta que estuvieron suficientemente lejos de los nidos. El cielo volvió a ser azul y el grito de las aves fue callándose poco a poco. Ya casi habían llegado a casa.

Aske corría por delante de Evren entre los estrechos espacios que existían entre unos edificios y otros. Sobre las callejas se extendía un mar de telas extendidas de banda a banda, protegiendo del sol un suelo cubierto de cañas, sujetas entre ellas por cuerdas. A pesar de los ángulos rectos de las construcciones, las calles se retorcían como entrañas sobre si mismas, las casas estaban ensamblandas entre ellas para optimizar la relación sol y sombra, con espacios y estrecheces. Existían numerosas pendientes, algunas salvadas con escalones. Era un mundo pequeño, un núcleo de poco más de una cincuentena de casas, con sus callejones de luz y sombra, por los que bajaba Aske siempre acelerada. Pendiente abajo, hacia el mar, allí, donde rompían las olas, en primera línea, estaba su hogar. Se dejaba llevar, con su carrera ladeada y un enérgico movimiento de cola. Había días en los que le gustaba ir más allá de su casa, seguir hasta donde una rampa descendía hasta la pequeña cala y chapotear en la orilla. Se dejaba zarandear por alguna ola para finalmente tenderse junto a la puerta, en una porción de sol, a secarse. Aquel día no llegó a la playa, Evren vio desde atrás como Aske reducía su desenfrenada carrera. Dejó de batir la cola y agachó la cabeza. Evren sabía lo que aquello significaba. La perra pasó de puntillas, encogida, acongojada, ante una forma blanca que permanecía inmóvil en la penumbra. 


Unos ojos negros bordeados de hollín observaron acercarse a Evren. La brisa marina arrojaba algunos mechones de pelo contra su cara. Deshaciéndose de ellos con la mano pasó ante la figura silente sin decir nada. Acelerando el paso. Tomó conciencia de la actividad del corazón bajo su pecho. Golpeaba con más fuerza. Iba en incremento. ¿Por qué está siempre ahí? Nadie sabía mucho de aquella persona que pasaba largas horas sentada frente a su casa. Las mañanas las pasaba en un callejón y las tardes en otro, allí donde el desplazamiento del disco solar proyectaba sombras. Desde ese punto apenas podía ver nada, las fachadas blancas que constituían el callejón y al final del mismo una porción de mar con sus crestas blancas al romperse con lo que debía ser una roca sumergida. A veces se le podía ver, una vez caída la tarde, acercarse hasta la cala y pasear por la arena envuelta en el manto blanco de la cabeza a los pies. Era una prenda sencilla, carente de cosidos, una sola pieza que cerraba delante de la cara por medio de dos broches plateados, entre cuyos pliegues sólo se dejaban ver los dos ojos. Una sombra blanca que tras dejar sus huellas en la playa desaparecía hasta volver al día siguiente a ocupar su lugar en el callejón. Había algo en ella que inquietaba a Evren. Tenía que ser la mirada, sólo podía ser eso, el resto del cuerpo, invisible, se escondía en la mirada. Pero sus ojos tenían una luz, un mirar especial que no había visto en ninguna otra persona. Una luz oscura pero transparente. Parecían condensar toda la luz del mar, el cielo y el desierto juntos. Unos ojos de una belleza y una intensidad que se atrevían a repeler el sol y sus reflejos. Era una mirada que no soñaba con llegar a ser, porque ya era. Era serena. Plácida.






Rabdomantes (tres)



Llamó a Aske para que volviese. La subió a la parte de atrás del coche y volvieron a la carretera. Tenían camino por delante hasta llegar al punto de prospección designado aquel día. Evren observaba como el globo del sol ganaba altura, sabía que no era así, que el astro en realidad no se alzaba sobre el horizonte, sino que era más bien ella, el horizonte, la tierra entera, que girando en la vacuidad del espacio, se inclinaba lentamente como un navío zozobrante. Aún así, los ojos, la experiencia, la invitaba a describir la realidad con ese lenguaje aunque el conocimiento le advirtiese de que su percepción no era correcta. No podía dejar de verbalizar en sus pensamientos que era el sol el que ascendía y que con ello también lo hacía la temperatura. Evren quería evitar estar allí en el punto álgido. Esperaba acabar el trabajo de campo antes de que eso sucediese y volver a casa a completar el informe. La vegetación reseca era una constante, había momentos en los que uno podría pensar que estaba detenido. Que no avanzaba. Evren desconectaba, miraba sin ver por la ventanilla mientras sus pensamientos volvían esporádicamente a la escena experimentada en su última desrealización. No recordaba haber escuchado ninguna voz interna, como si la conciencia que compartía aquella visión careciese de lenguaje o de pensamiento basado en el lenguaje. Tampoco había pensamientos musicales. No había oído nada más allá de los sonidos externos, el temblor del suelo y la caída de los cuerpos. El interior había sido un silencio absoluto, cuando por regla general las mentes conectadas solían estar llenas de ruido. Ella misma se sabía llena de ruido. Incapaz de silenciarla, su cabeza era un avispero. Debía ser un sueño, pensó, me habré colado en el sueño de alguien. 

Vio de repente una hembra de gamo, con grandes e inocentes ojos, que estaba parada junto a una vieja señal de tráfico oxidada donde se se mostraba un gamo macho saltando. El animal permaneció inmóvil observando el vehículo deslizarse por la carretera. Al instante Evren mandó al coche que frenase. Pocos metros separaban el vehículo de la hembra que seguía inmóvil, con la cabeza vuelta hacia aquel objeto que acababa de atravesar su campo de visión y ahora se había detenido. Evren miró a través del retrovisor si el animal seguía allí. Cuidadosamente se giró, poniéndose de rodillas sobre el asiento. Quería contemplar con calma a esa criatura. Casi nunca se dejaban ver tan dentro de los llanos. La hembra estaba delgada, su pelaje pardo-rojizo tirando a ocre con numerosas motas blancas en el torso, parecía un traje holgado mal dispuesto sobre su esqueleto, con pliegues del manto de pelo colgando por todas partes.

Aske, se había incorporado y miraba en la misma dirección que su compañera de trabajo. En medio de la nada se observaban los tres sujetos, todos ellos sorprendidos por la presencia del otro. Se interrogan entre ellos trasasándose con las miradas. En las enormes pupilas del gamo Evren descubría la naturaleza arisca de esas tierras. Eran unos ojos cándidos, cordiales, enmarcados por unas largas pestañas. Su color era el del suelo. Los expertos seguían sin explicarse como habían conseguido sobrevivir a las severas condiciones de la zona. En otros tiempos abundantes, sus manadas habían desaparecido, sólo se veían individuos sueltos de vez en cuando deambulando por el polvorosos paisaje. Se tenían observaciones de animales mordisqueando el tallo de las graminias de las cuales parecían extraer algún nutriente, pero nadie sabía de donde obtenían el agua suficiente para vivir.

Pasados unos segundos el animal huyó, acelerando el paso entre la vegetación moribunda hasta hacerse pequeño. Con la distancia sus colores fueron fundiéndose con los de la tierra hasta volverse invisible. La naturaleza siempre evadía al humano. Rehuía y evitaba su contacto. ¿Qué explicarán mis ojos? se preguntó Evren cuando dejó de ver al gamo. Volvió a sentarse correctamente y ordenó seguir. Aske permaneció sentada de espaldas viendo como la antigua señal del gamo saltando se precipitaba hacia el punto de fuga. La tierra seguía hundiéndose en su giro y el sol, a cada minuto que pasaba, quedaba más por encima de sus cabezas.

“Las pulgas” llevaban un rato explorando el terreno. De vez en cuando Evren veía un pequeño destello metálico elevarse sobre las matas secas para volver a caer un poco más allá. Tomaban parámetros del suelo y cuando no encontraban lo que buscaban saltaban de aquí para allá, dibujando sobre el monitor de Evren que seguía sus movimientos una línea recta que sube, un giro repentino a la derecha corto, vuelta a la izquierda, un poco más a la izquierda, un ángulo recto que se aleja en dirección opuesta, moviéndose arriba y abajo sobre el dibujo bidimensional que Evren tenía de sus desplazamientos. Danzaban las pulgas unas alrededor de la otra, en comunicación constante entre ellas, tejiendo entre todas una interminable figura sobre las arenas que parecían carecer de sentido alguno. Se alejaban por momentos para luego frenarse y volver sobre sus pasos. Sus trayectorias se entrecruzaban continuamente, sin embargo lo que empezaba pareciendo un movimiento al azar acababa descubriendo como una distribución estable que cubría eficazmente el terreno asignado. Habían sido programados para simular la estrategia pseudoaleatoria que practicaban los animales cuando buscaban alimento, esa mezcla de movimiento browniano con patrones propios de los vuelos de Lévy. Esas caminatas aleatorias aparecían por todas partes, desde la difusión a un nivel microscópico cuando se observaba cómo una proteína encontraba un sitio funcional dentro de la célula, hasta el uso del espacio por los animales, e incluso en la patente incertidumbre de la evolución de los precios en los mercados bursátiles o las opiniones de la gente en una conversación. Evren viendo aquel ajetreo errático no podía dejar de pensar en sus propia actividad. No le costaba imaginarse como un depredador hambriento y agotado, como la hembra de gamo que poco antes se había cruzado con ella, deambulando por la vida, conectando con la mente de otros de manera azarosa esperando encontrar algo. No sabía muy bien el qué. Quizás en realidad tan siquiera quisiera descubrir ese algo que desconocía. Pero veía en la danza dibujada de sus pulgas un reflejo de su vida. Una caminata sin rumbo que daba vueltas sobre si misma.

Era el mismo movimiento que Aske efectuaba cuando buscaba un rastro. Iba de un lado para otro, pero a diferencia de ella, la perra, una vez localizaba un indicio de algo, tiraba del mismo. Seguía su olfato persiguiendo una esencia hasta donde esta la llevase. Evren nunca había actuado así. Nunca había dado el paso de profundizar en nada. No se había aventurado por nuevos senderos. Vibraba siempre alrededor del mismo, lo dejaba brevemente para volver al mismo, desbordarlo por otro lado y acabar de nuevo en su senda. Ese era su territorio. No osaba alejarse del mismo. 

Miró a Aske tumbada bajo el vehículo. El paisaje carecía de sombras, Evren buscó la suya, pero la verticalidad del sol había casi borrado temporalmente su silueta del suelo. Soledad absoluta. No podía disfrutar ni de la compañía de su propia sombra. ¿Dónde se habría refugiado el gamo para evitar el embate del sol a esas horas? Se sentó junto al coche, a la poca umbría que este ofrecía mientras las pulgas seguían haciendo su trabajo. Saboreó con la yema de los dedos el polvo del suelo. Era de textura fina, una tierra limosa constituida de partículas compuestas de fragmentos diminutos de roca y minerales de arcilla. Era el mismo suelo en casi todas partes de ese vasto páramo. Le hubiese sorprendido percibir algo diferente entre sus dedos.  



Rabdomantes (dos)



La tierra despedía vapor. Los campos habían quedado borrados. Velados tras nubes de vaho ancladas a la superficie. Serpenteaban, tiradas por gigantes perezosos e invisibles. Se intuía su presencia. Estaban allí. Tenían que estar allí. Las fuerzas eran patentes. En ocasiones la imagen temblaba. Todo se estremecía. Le seguía unos segundos de vibración, como si el paisaje entero tiritase, hasta que la oscilación se apagaba lentamente. Algo acunaba el horizonte. Lo devolvía al punto de equilibrio restituyendo las fuerzas que habían actuado sobre el mismo. Todo era almagre. El firmamento oxidado sudaba pardo. El cielo se había vuelto arcilloso, de un barro seco con fisuras que parecía poder desconcharse en cualquier momento. 
Ahí, ahí estaban. Esta vez, Evren vio a uno de ellos. Un gigantesco cuerpo cilíndrico, hinchado y aceitoso surgió arqueado de entre la bruma. Era un enorme ballenato alzándose entre los campos, para desaparecer en una estruendosa caída sobre el océano de cardos. Todo volvió a estremecerse. El paisaje parpadeó. Una. Dos. Tres. Cuatro. Hasta cinco veces la imagen desapareció a sus ojos a pesar de que sus pupilas estaban abiertas. En ningún momento la membrana cayó sobre la media luna de sus ojos, fue el mismo paisaje el que se borró para volver inmediatamente a constituirse.
Aquella aparición fue tan inesperada que apenas tuvo tiempo de sorprenderse. Su conciencia seguía sin reaccionar. Le empezaba a llegar todo tipo de información confusa. Los espacios sinápticos eran torrentes turbulentos de neurotransimisores, cargas eléctricas que activaban y desactivaban una compleja red ramificada de neuronas, llevando consigo imágenes, palabras y sonidos. Un mar denso y electrificado que desbordaba la corteza visual. Los ojos de Evren se habían invertido, se habían volcado hacía dentro, mirando lo que se proyectaba sobre la corteza visual. Habían dejado de ver el mundo exterior, nada entraba en su cerebro. A sus ojos, sólo les interesaba la reconstrucción que hacía su interior. 
Fuera no había nada. 
Dentro lo estaba todo.
La bóveda celeste oxidada se abría, se rajaba como un terreno yermo y de entre sus fisuras desbordaban pequeñas criaturas que se precipitaban al vacío. Se desprendían del hueco y caían. Caían por la vertical al encuentro del horizonte. Los cuerpos aceleraban su trayectoria a medida que se desplomaban. Eran humanos, ahora los veía mejor. Cientos. Miles. Cientos de miles, todos ellos viniéndose abajo. Despeñándose desde los barrancos del cielo, cayendo a plomo hasta romperse contra el suelo. Los impactos eran sordos. Sonidos opacos, como gotas de fango. Los oídos de Evren se llenaron del ruido que escapaba de bajo sus botas cuando estas quebraban las conchas secas de caracoles en el campo. Los cuerpos se destrozaban al ver frenada su caída. Cada vez eran más los que se precipitaban desde un firmamento más fracturado. Golpeaban unos cuerpos con otros. Se apilaban los cuerpos blandos unos sobre los otros. Desencajados. Desarticulados. Elementos rotos. Amontonados, levantando una pira inmensa ante los ardientes ojos de Evren. La pupila febril titiritaba, la cornea rebullía inquieta. El ardor se volvió doloroso, extendiéndose desde la parte posterior del cráneo hasta el rostro. La incandescencia de las cuencas oculares parecían emitir luz propia. Tanta que al final lo cegaron todo.

El silencio llegó de la mano de la monotonía. Los grillos seguían frotando los bordes de las alas anteriores entre sí, su sonido era un colchón de calma. Un espacio de serenidad. Allá, en el horizonte podía ver la cola de su perra atizando las espigas secas. El sol había ascendido algo más, brillaba solitario en un cielo despoblado de un azul sedoso monocromo. El panel le informaba de que las baterías estaban recargadas. Desenganchó el cordón neuronal del mismo. Andaba confusa, aturdida como siempre tras una sesión de desrealización. Se sentía mareada, con una profunda sensación de desprotección, ya que por un momento era incapaz de pensar en nada más que lo que había experimentando. La realidad, el sol, el llano, el canto de los ortópteros, todo parecía ser experimentado desde fuera, como si no fuese con ella. La visión seguía titiritando, como si el mundo estuviese constituido de fotogramas, le parecía oír más de la cuenta, con mayor agudeza, el raspado de los grillos no era una masa homogénea, como de costumbre, sino que cada uno tenía su timbre y tono, constituyendo una orquesta compleja. Hasta el cuerpo parecía débil. Mareado. La brecha abierta entre su mundo interior y el exterior requería unos minutos hasta quedar sólidamente sellada. Una vez cerrada, el proceso disociativo acababa y pocas veces Evren daba mucha importancia a lo acontecido durante la conexión.

En casi todas las ocasiones, las conexiones le habían llevado a experimentar circunstancias rutinarias. La mayoría de los usuarios ejercían como “donantes” mientras desarrollaban su vida normal, bien en el trabajo o en el hogar. Ella misma, Evren, se había conectado como donante, alguna que otra vez, mientras llevaba acabo sus prospecciones por los llanos. Tenía dos seguidores que aseguraban que les relajaba pasear, como “receptores” de esa donación, por esos espacios vacíos, pudiendo así evadir la abrumadora densidad de la ciudad que habitaban. 

Así pues, mientras aguarda a que el automóvil cargaba su batería, Evre había desayunado junto al marido de otra mujer en un bloque de la ciudad. En lugar de dar vueltas al cubo fotovoltaico, daba vueltas a una cucharilla en un tazón de leche caliente mientras el hombre hacía lo mismo, intercambiaban alguna mirada o comentaban los titulares del día que llegaban a sus dispositivos. Hablaba y escuchaba en una lengua que no entendía. Sus pensamientos vagueaban en unos fonemas que nunca antes había escuchado y que nunca podría pronunciar, los sonidos se disolvían en imágenes que nunca acababan de conformarse. Media palabra, media imagen eran suficiente a la propietaria de esos pensamientos para traer a su conciencia lo que buscaba. Las reflexiones, la memoria se mostraba como un complejo y multifacético caleidoscopio en continua rotación, mientras observaba al marido dando largos sorbos a su taza.  

Un mañana llevó de las manos a los hijos de una madre hasta la escuela. Sintió el tirar de unas manos pequeñas sobre las suyas y como sus músculos se agarrotaban para evitar que uno de ellos se escurriese al ver la puerta del colegio. La piel de los niños era suave, extremadamente suave y perfumada. El mayor de ellos no paraba de cruzarse con sus piernas, en más de una ocasión la hizo tropezar y tuvo que reconducirlo a su posición. Desde la altura, desde el plano picado de la visión de la madre, el pequeño aún lo parecía más. Más indefenso. Más reducible. Resultaba fácil ejercer la autoridad desde aquella perspectiva. 

A veces se había visto de pie, manteniendo el equilibrio en un vagón repleto de gente, todos ellos de camino al trabajo. Unos sentados, otros de pie, apoyados contra las puertas o sujetos a las barandillas, todos conectados a sus respectivos dispositivos. Incluso ella, o él, el cuerpo a través del cual Evren experimentaba aquel rutinario viaje matutino. Sacudido su cuerpo por el ligero traqueteo del transporte público, sus ojos se concentraban en la lectura de la crónica del último evento deportivo de la noche anterior, mientras el leve roce con una mujer, que se sostenía a su lado, se traducía en una transmisión dulce y placentera bajo su dermis a lo largo de su cuerpo.

Un día pasó un buen rato con el cerebro impregnado por un mar de efluvios y esencias desconocidas. Los sonidos que embutían aquella mente no los había escuchado nunca, no conocía otros idiomas más allá del turco, el kurdo y el inglés, pero aquellos ruidos diferían mucho de cualquier otro idioma que hubiese escuchado antes. Las imágenes también eran diferentes. Vaporosas, parecían perfumadas, de colores virados que se transformaban continuamente, quedaban suspendidas unas sobre las otras, superponiéndose, sumando un color, una imagen, un olor, sobre otro, para reconstruir un todo poliédrico confuso. No fue hasta acabada la sesión, que Evren descifró que había estado encerrada en la mente de un perro. Que lo que había sentido le llegaban a través del olfato de un perro paseando por la calle, al que su dueño le había instalado un cordón neuronal. Evren pensó que tendría que hacer lo mismo con Aske, su perra. No para exponerla en la red como donante a los miles de usuarios desconocidos, sino para conectarse a ella. Para entenderla mejor, para sentir directamente a través de ella esas búsquedas aparentemente tan apasionadas que llevaba a cabo por el páramo, porque ella, mediante sus ojos no conseguía discernir que había de interesante en aquellas áridas tierras.

Evren siempre había buscado experiencias sencillas, nada extraordinarias, pequeños momentos de evasión para sentir como llevaban otros la carga de la vida. Y como Evren, millones de usuarios en el mundo hacían lo mismo. A ratos ejercían como “donantes” cediendo su experiencia cognitiva al mundo, a ratos como “receptores” apropiándose de lo vivido por los donantes. La intimidad había muerto. Incluso la de los espacios más recónditos, los pensamientos conscientes e inconscientes, los sentimientos de todo tipo corrían por lo que la gente creía que era ese mundo intangible de pura liviandad e infinito que denominaban la Red. Solo que sus pensamientos, sus experiencias, sus acciones, sus comentarios, sus sentimientos, no flotaban, en realidad eran inmensos textos de código binario, secuencias interminables de unos y ceros grabados en unidades de almacenamiento gestionadas por un sistema y alojadas en ordenadores que llevaban a cabo 18,743 transacciones por segundo, intercambiando miles de millones de gigabytes, consumiendo más del 6% de la energía mundial y emitiendo grandes cantidades de gases nocivos a la atmósfera. La Red no era una blanca y sedosa nube sino un sucio país pequeño. Un país caldera que devoraba recursos. Sus vidas, sus conciencias era el último de los recursos en sumarse a todo lo que esa maquinaria gestionaba. Todo lo donado, todos los datos personales e íntimos estaban alojados en las máquinas de unas empresas desconocidas gestionadas por extraños en un país donde no había ley alguna. 

Evren desconocía esa realidad. Tampoco le importaba. Casi nadie pensaba en ello. Se ignoraba. El pudor, la idea de individuo como ser libre y autónomo, responsable de su destino, estaba desapareciendo. La privacidad e intimidad habían caído de la escala de valores. La gente no tenía suficiente con pensarse a sí mismo, sino que necesitaban que otros los pensasen, que otros los sintiesen y al mismo tiempo ellos pensar y sentir en y a través de otros. Las emociones, las necesidades, los sentimientos requerían de algo más que los propios recuerdos, experiencias, deseos y sueños. ¿Por qué limitarse a la vida de uno mismo cuando se podía acceder a la vida de todo el mundo? Allí fuera existía un universo mucho más amplio y rico que el diminuto mundo individual. Eran muchos los que querían gozar de esa experiencia, enriquecer su dimensión humana más allá de la suya. Más allá de su materialidad corporal e imaginativa. Renunciaban a su singularidad voluntariamente buscando una unidad imposible. La gente se había vuelto transparente pero en el anonimato. Eran anónimos translúcidos, que sus conocidos no veían, pero que los desconocidos podían penetrar y atravesar sin problemas. Evren era una de ellas. Un pozo de incertidumbres, incluso para sí misma, exhibida a un mundo externo de desconocidos.

Evren se deslizó fuera del vehículo. Se apoyó al mismo. Estaba mareada, una ligera sensación de vértigo seguía instalada en su cuerpo. Los efectos de la desrealización persistían en su cuerpo. Buscó a Aske en el horizonte. El movimiento de la vegetación delató su posición, allí estaba su rabo. Enseguida emergió su cabeza, buscándola a ella con sus ojos brillantes. Su pelaje estaba lleno de espigas y espinas de cadillo. Evren pensó que aquella tarde tendría que lavarla y revisar que ninguna de las espigas se hubiesen clavado entre las almohadillas de sus pies. Hace un par de años una espiga se introdujo dentro de la piel y le causó una dolorosa tumefacción roja que no supo ver. Para cuando la detectó, la infección se había extendido, una serie de enormes granulomas evolucionaron a lo largo de su pata para intentar aislar aquella sustancia extraña afectando al funcionamiento de la misma. No pudo volver a apoyar bien el pie sobre el suelo. A pesar de su cojera crónica seguía disfrutando de la libertad que los yermos campos le brindaban cada día. Evren estaba convencida de la felicidad de Aske constituyendo parte de la brigada de rabdomantes.





Rabdomantes (uno)



Evren se dejaba llevar. El vehículo se desplazaba tan silencioso sobre el terreno, que más que rodar, le daba la sensación de deslizarse sobre el mismo. La suavidad del movimiento invitaba al sueño, la cabeza reclinada sobre la cabecera resbalaba levemente hacia la izquierda, quedando allí colgada, en el hueco que se abría entre los dos asientos. Se permitía extraviar la mirada en el más allá, en el horizonte a la fuga, mientras el sistema automático mantenía el coche en la carretera.   

Fuera se sucedía un paisaje intensamente ondulado, que le recordaba que para las fuerzas intrínsecas de la naturaleza, aquella fina piel de la Tierra que habitaban, era poco más que una hoja de papel que podían arrugar y modelar a su antojo. El terreno era monótono, un sube y baja yermo cubierto por pequeñas espigas de gramineas y cardos secos de flores amenazantes. Todo ello llevado hasta el límite, hasta donde se precipita el horizonte en el vacío. Ella no guardaba en su memoria ninguna visión distinta de ese espacio, siempre había sido así, un erial, pero de su madre había escuchado que aquellas tierras no habían sido siempre así. Le costaba dar crédito a las imágenes que le había enseñado de pocas décadas atrás, cuando las colinas constituían un páramo fértil donde se dejaba pastar al ganado. 
No concebía que aquello hubiese sido un todo verde. Verde era el único vocablo que le quedaba para definir algo frondoso o fresco, a veces no entendía a su madre cuando le hablaba, porque usaba unos términos para describir el paisaje de su infancia, de los que ella carecía. No tenía referencias. Ni percepción alguna de lo que representaban una fronda o un herbazal. Ya nadie usaba esas palabras. Habían desaparecido como lo habían hecho las imágenes asociadas a ellas, de visualizar algo similar en el paisaje poco hubiese podido decir de ello, más allá de definirlo como un campo verde. El lenguaje impone una imagen. Cuando la imagen dejo de existir, la palabra falleció con ella. Muchas palabras sobrevivían resguardadas en los mayores, en aquellos que, como su madre, aún tenían en su poder memoria de lo extinto. Muchas palabras, para esa generación que le antecedía, constituían un engranaje afectivo, un resguardo privilegiado de lo que fue y al que sólo podían seguir apegados mediante el sonido de unas palabras que evocaban unas imágenes inexistentes.

Y si lo verde no podía expresarlo más que como verde, Evren disponía de una extensa terminología para describir el extenso paisaje agostado que se desplegaba a lado y lado de la carretera. Requería de ese lenguaje para redactar sus informes, en las que las propiedades del terreno debían quedar bien definidas, siguiendo las directrices de la Oficina. El verde se manifestaba con poca frecuencia en ese suelo mustio y ajado, en pocas ocasiones había tenido que hacer uso del término. Sólo tenía constancia de un fenómeno. El de una floración explosiva que siguió a unos días de tormenta. Una rareza que la sorprendió con una intensidad de colores nunca antes vistos en ese paraje reseco. No supo reflejar el suceso en el informe, se limitó a escribir: verde. 

Hay días en los que pensaba que fue un espejismo. Una alucinación. Un juego de la percepción e incluso algún tipo de interferencia en el sistema nervioso en el que se entremezclaron la realidad con las imágenes que su madre le había enseñado. Otros días confíaba en sus sentidos, los registros de los sensores de ese día confirmaban niveles de humedad nunca antes observados, y la lectura colorimétrica había sido inaudita, muy alejada de la gama ocre que solía definir sus dossiers.

Un pitido agudo interrumpió el duermevela de Evren y el de su perra que hasta entonces había permanecido tumbada en la parte trasera del vehículo. El dispositivo le avisaba de que estaban llegando al puesto donde debía recargar las baterías del coche. Unos metros por delante vio como un pequeño punto negro junto a la carretera iba ganando volumen hasta definirse como una pequeña construcción.

Era un edificio sencillo. Un bloque, casi un cubo perfecto, de paredes oscuras. Toda la edificación estaba barnizada con una tinta fotovoltaica basada en la pervoskita. En algún lugar se observaban grietas, en las esquinas la pintura empezaba a descascarillarse. Una vez el vehículo se detuvo y se conectó para llenar sus baterías casi vacías, Evren descendió del mismo. Abrió la portezuela trasera para dejar que el perro saliese para poder estirar las piernas. En cuanto saltó del mismo, un enjambre de diminutos seres mecánicos se desprendió de su pelaje, la nube describió un pequeño círculo y enseguida desapareció de nuevo sobre el lomo del canino.

Evren inspeccionó el lugar, con el tedio de quien sabe que no va a encontrar nada. Realizaba aquella ruta cada dos meses. El piloto automático siempre paraba en aquel lugar, era el único puesto de repuesto. No tenía constancia de donde estaba el siguiente, nunca se había aventurado tan lejos. La ruta asignada finalizaba no muy lejos de allí, donde el suelo se rompe para conformar el barranco que, dicen los geólogos, succionó el agua de la región. Más allá del mismo no tenía autorización para hacer prospecciones, quedaba fuera de la jurisdicción de la Oficina. Su labor consistía en rastrear a un lado del barranco cualquier posibilidad de encontrar agua, así como reportar las propiedades del suelo bajo las que se escondía el preciado fluido. Toda esa información era centralizada por la Oficina e incorporada a una extensa base de datos de la que se alimentaban los algoritmos que estimaban la viabilidad económica del proyecto.

El chucho, cojo de una pierna, renqueó unos cuantos metros para hacer sus necesidades. Una vez más, la horda de minirobots que reposaban sobre su espinazo alzó el vuelo como si fuesen una misma entidad y se posaron sobre el terroso suelo. Ellos eran el instrumento básico de Evren, sin ellos su trabajo sería imposible. Era una caterva de diminutos autómatas, “las pulgas” los llamaba Evren, dotados con diferentes sensores que se dispersaban por el terreno y registraban datos de humedad y composición del suelo, pero la más importante de sus funciones, era la de medir la conductividad y resistividad del terreno enviándose señales los unos a los otros, conformando una compleja red viviente que intercambiaban información. Cuando los sondeos daban un valor de probabilidad alto, identificaban el lugar exacto, y emitían una señal sonora inaudible, un tono que sólo la perra que siempre había acompañado a Evren en sus prospecciones podía escuchar. La perra se dirigía al foco del sonido y le marcaba el punto. Aquel quedaba registrado como uno susceptible de ser examinado y abrir, en un futuro, un pozo del cual extraer agua, si los algoritmos lo consideraban oportuno. La Oficina hacía esfuerzos enormes por encontrar aguas freáticas dentro de sus fronteras.

El sol, todavía ascendiente, empezaba a caldear el aire. El silencio se manifestaba a través del chirrido monótono de un ejército de grillos. Eran los únicos habitantes de aquellos llanos en aquella incierta localización. Sólo ellos hablaban. Era un sonido tan continuo que al final se volvía imperceptible. Evren sólo tomaba conciencia de ellos cuando por alguna razón dejaban de hacerlo. Sólo entonces, en el silencio, tomaba forma el ruido. El que Evren llevaba consigo. El que la habitaba pero sólo allí advertía. 

Cerró su órbita alrededor del cubo y comprobó a través de la ventanilla como progresaba la recarga de la batería. Aún quedaba un buen rato. Observó a su perra ladeando entre un mar de espigas dobladas, llevaba el morro a pocos centímetros del suelo, olfateando algo, siguiendo un rastro. Cada cierto tiempo levantaba la cabeza entre las panojas resecas, dedicaba una mirada a Evren y volvía a desaparecer inmediatamente, escudriñando lo que Evren consideraba un imposible. Allí no había nada. Sólo un manto de cardos y gramíneas marchitas junto a miles, cientos de miles, de grillos. Aún así el chucho seguía adentrándose en ese manto amarillo y consumido.

Evren le dejó hacer. Ante la expectativa de la espera entró en el vehículo. Se acomodó en el asiento. Rebuscó el cordón neuronal entre su melena ondulada y lo conectó al panel del coche. Deseaba ser usurpada. Entregarse a la red para que alguien raptase su mente. La violase y pudiese experimentar lo que cualquier otro estuviese haciendo en cualquier otro lugar. Lo esencial era donarse. Desvanecerse. Dejar de ser ella misma. Unirse a la comunidad, cada vez más grande, de ciudadanos que concedían sus sueños y vidas a otros.
¿Está segura de querer proceder con la aplicación?, preguntó la computadora. 
"Sí".




Santa Senyora del Bosc



Se llega hasta ella a través de un estrecho sendero que se va adentrando en el fondo de la riera, el bosque seco al principio va volviéndose tupido y la vegetación superponiéndose una sobre la otra. Los pinos quedan atrás y dominan las encinas y algún que otro roble grande en algún recodo oscuro y húmedo. De sus ramas, cubiertas de líquenes en su cara norte, cuelgan largas lianas y enredaderas que descienden desde las copas hasta los pies del camino arcilloso que me llevan al lugar. Hay algún tronco caído, sus vísceras, en descomposición, son ahora el hogar de cientos de insectos que lo devoran por dentro hasta reducirlo a serrín, polvillo amarillento que desprende un intenso aroma de humedad. En algún que otro recodo el aire está inundado por la esencia del otoño que viene, la de las setas que empiezan a emerger entre la hojarasca. La senda se bifurca y una de sus ramas me lleva pendiente abajo, por un paso más estrecho aún, una bajada corta y empinada que sigue el rastro del agua cuando llueve, una zanja abierta por los pequeños torrentes va ribeteando el camino terroso hasta alcanzar un pequeño claro en el bosque. Una explanada diminuta que acoge tres grandes robles que se abren de brazos a un cielo que es un zumbido, el ronroneo incesante de cientos de abejas que vuelan entre las flores de un durillo de porte arbóreo recostado sobre uno de los robles.

La rambla que surca el sombrío valle tiene allí una fuente, una antigua losa que sigue en pie desde el siglo X con una boca de hierro que escupe un pequeño hilo de agua, un filamento que apenas es hilo, sino un goteo constante, que escasamente alcanza para encharcar su base, tan sólo embarra un suelo sediento. Más allá del manantial resulta imposible seguir bajando, arbustos, zarzas y enredaderas sellan el camino del cauce enjugado que se extravía en la penumbra vegetal. Si subo una ligera pendiente por un camino que lleva tiempo sin ser transitado llego a lo que queda de la ermita de Sant Vicenç del Bosc. Su base y muros son de poco más de un metro desde fuera, casi tan anchos como altos; desde su interior, tras descender tres escalones, las paredes de piedras sueltas parecen algo más altas. Musgos, líquenes y helechos habitan los pedruscos que las conforman. Parte de uno de ellos convive con dos encinas que encontraron entre sus minerales donde plantar su simiente y ahora se elevan sobre la ermita configurando una nueva bóveda verde por donde pasea alguna que otra pequeña ave.

Queda en el centro un pilar de piedra, una losa recostada a sus pies con una cruz rascada, y un ramillete pequeño y delicado de flores secas que alguien dejó allí hace mucho tiempo. En el lado izquierdo del pilar aparecen cincelados unos cuantos símbolos, la mayoría de ellos demasiado desgastados para leerse, pero uno si es reconocible. Uno de ellos es un mapa. Un mapa de T en O: Orbis Terrae. Un círculo, una letra circular que representa el océano que circunvalaba el mundo y en su interior una letra casi transformada en cruz cuyo brazo largo representa el mediterráneo y los cortos, el Nilo y el mar Negro y el río Don. Arriba Asia, abajo a la izquierda Europa y a la derecha África. Una visión cristiana del mundo, lejos de la realidad terrenal, apartado de la cartografía de los navegantes, un mapa espiritual en cuyo centro yace Jerusalén. El círculo es el “Océano de las tinieblas” o “Mar tenebroso”, como era conocido por los cartógrafos musulmanes del medievo el océano Atlántico, el cual asumían se extendía desde las costas más occidentales de Europa y África hasta las costas de Asia dentro de una esfera que contenía sus aguas y tierras. Descubrir el continente americano debió ser un enorme impacto, una ruptura radical con la visión simbolista del mundo, el mundo divino, el creado por Dios, escondía una nueva tierra que no entraba en la concepción perfecta que representaba el círculo. ¿Había escondido allí Dios el Jardín del  Edén? ¿O deambulaban por allí demonios y otras bestias ajenas al mundo de Dios?

Dicen que sobre el pilar hubo en su tiempo una pequeña figura de madera, de poco más de treinta centímetros, que representaba a la virgen María. Se la conocía como Nuestra Señora del Bosque (Santa Senyora del Bosc), que un día se apareció a un joven pastor que sacaba a pasear a sus ovejas por los alrededores. Acostado a la sombra de un algarrobo escuchó el mugido de los bueyes que araban los campos de los alrededores. Todos ellos, sin excepción, caminaban lentos, pero decididos, en procesión hacia el bosque. Los bóvidos se hundían en la vegetación, llevándose por delante lianas y enredaderas, las zarzaparrillas coronaron sus cornamentas con las que apartaban ramas, abriendo sendero con sus pesadas pezuñas. Las ovejas se sumaron a la procesión, así como los canes que debían contenerlas en los campos, gallos y gallinas que corrían por allí sueltos también se sumaron a la comitiva. El muchacho siguió a sus ovejas, no podía perderlas. Siguió el desfile de bestias por el bosque hasta llegar a aquel pequeño claro, donde la vio. Estaba allí, cerca de la fuente, la pequeña talla de la virgen a la que todos los animales rendían pleitesía, todos ellos emitían sonidos, desde los mugidos de los bueyes, al balar de las ovejas, el cacareo y cloqueo de gallos y gallinas, el piar de las aves desde de las ramas, el zumbido de los insectos y el croar de los sapos que habían seguido el torrente. Era un estruendo gigantesco para recibir la aparición de la Señora del Bosque. La ermita se levantó para dar cobijo a quien tenía a la naturaleza por hogar. El artificio invadió lo natural con su materialidad, su espiritualidad no era suficiente, había que dejar constancia de la misma. Darle forma. Hoy su materialidad casi ha desaparecido. Poco queda de ella y sin embargo al haber sido conquistada de nuevo por la nada, por el entorno, la obra se vuelve aún más material que antes. Su magia es más perceptible que antes, como lo es el papel en un libro de páginas en blanco, o la tela de un lienzo vacío. El vacío, el silencio, la nada, tienen su propio mensaje.

Si uno arrima el oído al muro encarado el este puede oírse una serie de sonidos extraños enjaulados dentro de la piedra. Son pasos. Pies acolchados de jaurías de lobos que trotan en círculos. Se escuchan metálicas las uñas desgastándose en su camino. A pesar de los helechos y los musgos, allí no huele a humedad, el aire es cálido y uno parece estar rodeado por un grupo de canes echándole el aliento, todos ellos con la lengua colgando entre sus colmillos. La ansiedad se huele en ese rincón. La Señora del Bosque encerró a los lobos dentro sus rocas para proteger el ganado de las bestias que habitaban la foresta. Cedió a las demandas de los humanos. Cuando cayó el techo y con ello parte del muro, muchos de ellos quedaron liberados. Saltaron, atravesando la pared, al mundo del cual habían sido excluidos. Reivindicando su naturaleza depredadora. 

Hambrientos, bajaron hasta la aldea. Se les vio rondando junto a los jardines del monasterio. Eran grandes, negros, sombras invisibles al amparo de la noche, con dos puntos de luz. Dos ojos extremadamente blancos, cuencos de leche carentes de iris y pupila. En la noche inacabable de las piedras que los habían retenido, la visión se había sacrificado. La superioridad moral de los animales está fuera de duda. Sólo el hombre piensa conscientemente en el mal mientras sonríe al vecino. El animal no piensa, ni habla, ni siquiera sonríe. Ni vive para matar, ni mata para imperar. Ataca solamente cuando le va la vida en ello. El animal es pacífico e incluso temeroso. La guerra contra las bestias es un conflicto humano, ajeno a los animales. No ha habido nunca disputa entre el hombre y los animales, siempre ha sido una agresión desde lo humano sobre lo animal. Los lobos que deambulaban por las calles no eran la causa sino la consecuencia de la opresión que el hombre había ejercido sobre ellos. Cuentan que aquella noche algunos vecinos desaparecieron, que nunca más se supo de ellos. Sus cuerpos se esfumaron. No había más rastro de la violencia desencadenada por las bestias liberadas que la desaparición de algunas personas. Ni sangre, ni huesos, ni gritos. Una ausencia silenciosa. 
Tampoco los lobos volvieron a ser vistos.
Ni la efigie de la Señora de Bosque se encontró entre los escombros del techo desplomado.
Poco a poco volvió a oírse el color de la naturaleza.
Quien canta siempre una melodía del otro mundo.

Nos alejamos de ella, la destruimos, porque cuando oímos nuestra propia melodía, la que habita nuestra alma, pero no cantada por ella misma, sino emitida por algo o alguien que está fuera físicamente de a quien pertenece esa melodía, sentimos miedo. Nadie puede escapar al dictado imperiosos de esa voz. Cuando alguien se encuentra frente a aquel llamamiento de su propia alma exteriorizada, la atracción es fatal. Por eso se evita. Siempre se ha evitado escuchar a la naturaleza. Para evitar que nos penetre de nuevo.