Girasoles heridos de luz




Mira la flor

Es toda seda a la mirada
Su levedad,
un gusto a los dedos
Sensación
Sapidez
La tersura de los pétalos,
una exquisitez inacabable
La lindeza de sus pistilos
maná para la boca,
Labios
Lengua
Cavidad 
Humedad sin fin 
El goce cabalgado
Coces de delirio
Fogosidad abriendo el pecho
El fuego del enfermo
La fiebre del hambriento
La flor,
¡Mírala!
Enfermedad y cura
Ardo por su belleza
Me ha prendido
Me he encendido
su hermosura
su exquisita finura.
¿La ves?
¿Está allí?
Sus formas
Sus colores
Su aroma
Su estar
Diseñada para seducir
Encandila todo en ella
Hipnotiza
Ofusca
Absorbe
Incendia
Conquista

¿Qué hiciste?

La pisé
Una vez
Y otra
Y otra
Y otra vez
Reiteradamente
Salté sobre ella
Con toda la brutalidad de mi peso
La reventé
Humillé su belleza
La deformé
La hundí en la tierra
Estrujándola
Moliéndola con mi suela
Quedó una arruga sedosa en el suelo
Un algo avergonzado
Anonadado
Arrasado
Derrotado

Bajó mi fiebre
pero la lumbre quemaba
Quebré otras
Las que me asaltaban con su belleza
Las que se me insinuaban
Las que andaban provocando
Las rompí una a una
Las hice estallar
Las hice abrirse
Para rajarlas desde dentro
Estropeándolas 
A base de fracturas
Que toda su estructura quebrase
Romperlas
Deshacerlas
Destruirlas
Aniquilarlas
No hay más
Sólo eso
Vencer mi impotencia
con su derrota.

Son buenos hijos, nos dicen
Algunos trabajan,
están muy unidos a sus familias y amigos, insisten
Pero violan
Los quieren disfrazar de patanes
De simples
De imbéciles
De primarios en sus pensamientos
Pero violan
Pero la culpa es de la flor, dicen
La sociedad no acepta su belleza
Su luz y entereza
La sociedad no quiere flores hermosas
Erectas y orgullosas
Libres y apasionadas
Voluptuosas y hedonistas
La sociedad las acusa 
de su perversidad
de su atractivo
porque las quiere castas
Ascéticas
Grises
Sumisas
Quiere girasoles heridos de sol
Que las que brillen se quemen
Las quiere marchitas
Por eso libera manadas
Engendra bestias que las contenga
Que someta su revuelta
La rotación que la sociedad merece
La sedición debe castigarse
Su conducta cuestionarse 
¿Por qué sonríe?
¿Por qué baila?
¿Y esos vestidos?
¿Y ese perfume?
¿Por qué le hablas?
¿Aceptas una copa?
¿Aceptas su compañía?
A quién se le ocurre
A quién se le ocurre ser flor

A quién se le ocurre ser mujer





Rabdomantes (diez)



Cuando llegó abajo se encontró a Aske, agazapada, aguardándola doblada sobre sus cuatro patas. Corrió hacia ella y antes de poder abrazarla, la perra se puso en pie de un salto y se abrazaron la una a la otra. Lengüeteó la cara de Evren. Un rostro salado, asaltado por un repentino sollozo de debilidad e impotencia. Manoseó la cabeza y musculoso cuello de Aske, sintiendo como sus dedos se hundían en el denso mar de pelaje recio y negro. En aquella soledad tan vasta palpar aquel cuerpo era salvamento, amparo, protección; lo era todo. No existía nada más allá de aquel abrazo. El vacío exterior dejó de existir por un momento.   

Una vez apaciguada, pensó en lo que había pasado. En los sensores perdidos y si sería posible recuperarlos. Para ello se dirigió guiada por Aske más allá de la cañada del río seco, al cuadrante asignado a monitorear y donde se había perdido la señal de “las pulgas”. Cerca de donde seguían aguardando las otras. Encontrar las que seguían funcionando fue fácil, seguían siendo funcionales, emitiendo señal. Una sola orden y el enjambre mecánico conformó una nube para refugiarse en el cuerpo de Aske. Las otras, las desaparecidas, no podían estar muy lejos, nunca se alejaban mucho las unas de las otras en sus movimientos aleatorios, así que buscaron en la dirección en la que todas ellas habían dejado de emitir señales. Algo debía haber allí, todas habían cesado de transmitir señal cuando se movían azarosamente en la misma dirección. Busca. Busca, busca, repetía constantemente Evren confiando en que el olfato de Aske le resolviera la situación. Sus ojos no eran muy útiles, los robots eran demasiado minúsculos para que pudiese encontrarlos en aquella marea de hierbas resecas. Ella no los encontraría nunca, pero el olfato de Aske podía ir más allá, se movía bajo otros parámetros, en un mundo muy diferente al de su mirada. Estaba entregada a ese otro universo, el de los olores, encomendándose a la nariz de Aske para encontrar algo, algún indicio que le indicase que era lo qué había ocurrido allí. 

El aire era tan seco y caliente que abrasaba, un azote para los pulmones que se esforzaban por funcionar en aquellas condiciones. Aske buscaba intensamente, dando giros bruscos de un lado para otro, siguiendo un rastro invisible para Evren. Se detuvo con las manos sosteniéndose sobre las rodillas. Resultaba difícil respirar bajo aquel sol, la nariz la tenía tan seca que le parecía obturada y la garganta le ardía al tomar aire. Se maldijo por haber dejado la cantimplora en el vehículo, se planteó la posibilidad de irla a buscar, de hacer una pausa para descansar, pero luego, el calor aún sería peor. La temperatura no podía más que ascender. También podía irse. Dar los sensores por perdidos, pero, ¿qué podría entonces decir a la Oficina? ¿Qué desaparecieron, así, sin más? No le parecía opción satisfactoria. Sin la prueba, nunca llegarían, ni ella ni los de la Oficina a llegar a conocer las razones de aquella anomalía. El agua era una de las prioridades del Gobierno, para ello habían creado una Oficina dedicada únicamente a su búsqueda, extracción y gestión, cualquier error o problemas con las herramientas o procedimientos de búsqueda podía por tanto ser un trascendental para el gobierno, más allá de la Oficina. Los métodos eran estrictos, habían sido desarrollados y evaluados por el propio centro de investigación de la Oficina, invirtiendo para ello en una plantilla permanente de científicos evaluando e investigando como perfeccionar las herramientas de búsqueda. 

La simple idea de contribuir con la detección de un error o fallo del sistema la llenaba de satisfacción, no podía rendirse al sol. Aske encontraría algo, confiaba en ella. Tenía que hacerlo, porque sus pulmones andaban exhaustos. Calcinados por las bocanadas de aire caliente que se infiltraban en su cuerpo. ¡Cómo podía haber sido tan inconsciente de dejar el agua y el equipo de supervivencia en el vehículo! El protocolo especifica llevar siempre la mochila de supervivencia al alejarse del vehículo, y ahí estaba ella, fatigada en un inmenso campo seco y allí, a una distancia considerable el vehículo, con el agua y los productos anti-insolación. Olvídate del agua, se decía, entregándose ciegamente a la fe en el olfato de Aske, encontrará “las pulgas”, y con ello soñaba que su informe dejaría de ser uno más aquel día, para ser algo excepcional. Y resoplaba aferrándose a sus rodillas imaginando la reacción del investigador alertado por el defecto de los sensores. La alerta iría asociada a su nombre, su número de rabdomante y el cuadrante en el cual había tenido lugar el fallo. Quizás aquello haría que se revisasen todos los protocolos, una verificación del buen funcionamiento de “las pulgas” y de los análisis de sus sensores. Quizás su nombre apareciese en las noticias. Un destello fugaz para volver a dejarse llevar luego por la vida, pero un destello al fin y al cabo. 
   
Tras minutos de intensa búsqueda, de giros bruscos de un lado para otro, al final la perra se detuvo en un punto y ladró. ¡Lo sabía, lo sabía! Se incorporó y caminó lo más rápido que pudo hacia Aske. Las piernas temblequeaban, como si los huesos se estuviesen fundiendo, todo el cuerpo parecía haber ganado en densidad menos las extremidades, estas parecían blandas, deshuesadas. Cada paso era un gran esfuerzo. Al llegar donde Aske aguardaba, se dejó caer agotada de rodillas. Tenía la nuca empapada y el sudor resbalaba a lo largo de su rostro. Aske la miraba jadeando, con su enorme lengua colgando entre sus colmillos. Ladró, un sólo sonido seco para despertar a Evren de su enflaquecimiento.
–Ya voy, ya voy, Aske. Un momento, dame un momento para recuperarme.
Finalmente prestó atención a la perra.
–A ver, dime, ¿dónde está?
Aske agachó la cabeza, poniendo una vez más su nariz a trabajar y se detuvo en un punto concreto. Volvió a ladrar.
–Buena chica, guapa. A ver, déjame mirar.  
Evren apartó cuidadosamente los tallos secos y quebrados de hierbas doblegadas unas sobre las otras de la zona. Primero unas y luego otras, hasta que apareció el sustrato, con su suelo terroso y sus secretos: conchas vacías de caracoles pequeños y restos refulgentes de queratina, el exoesqueleto de algún insecto, y en medio de todo aquello un minúsculo cuerpo metálico. Una pulga. Allí estaba. Había conseguido recuperar uno de los robots extraviados. Al menos podría hacerlo analizar y saber lo que había pasado con él. Gracias a aquel esfuerzo, sabría por qué había dejado de funcionar súbitamente. Podría dar una explicación a la Oficina. O al menos, dotarles con una prueba, una muestra sobre la que trabajar. La guardó cuidadosamente en uno de sus bolsillos y tras acariciar enérgicamente a Aske hizo un esfuerzo por ponerse en pie. Oteó en dirección a la cañada, tras sus muertos tallos despuntaba el minarete ruinoso. Ahí estaba el vehículo. Ahí estaba la salida de ese espacio.
–Vamos, Aske, es hora de volver a casa.

***********

Cuando el vehículo alcanzó la carretera principal, volvió a conectar con el resto del mundo y le aparecieron una serie de mensajes enviados desde casa. Llamadas que no habían dejado mensaje alguno. Se sorprendió por su silencio, su madre, cuando no conseguía localizarla siempre dejaba algún mensaje, así que escamada por el silencio, llamó al comunicador de casa.

–Residencia 87-3478 –respondió una voz masculina.

Se quedó muda, confundida por un momento, sorprendida por aquella voz masculina y por la respuesta obtenida: “residencia 87-3478”. Su memoria buscó inmediatamente sonidos de referencia, voces masculinas que conociese que pudiesen estar en su casa. Algún familiar lejano de su madre o de su padre, de esos que no había vuelto a ver en años, de los que guardaba algún vago recuerdo de su niñez. No le encajaba ninguna de esas voces. Tampoco la de ningún vecino, alguno de esos que raramente se detenían a hablar con ella o con su madre. Con ella, eran pocos, apenas mantenía contacto con la gente de la urbanización, el único hombre con el que hablaba asiduamente, cuando coincidían en la playa o en el mercado, era el Elend, el hombre que salía en barca y le había hablado de las islas de algas que había encontrado mar adentro, pero no tenía constancia de que hubiese estado nunca en casa, ni que tuviese una especial relación con su madre. Aunque, a decir verdad, no sabía nada de lo que hacía su madre durante el día. Ni si recibía visitas o con quien se relacionaba si salía fuera. Pero aquella voz no le sonaba a la de Elend. Igualmente, aunque hubiese sido la suya, le sorprendería que estuviese en casa, y más que fuese él quien respondiese al teléfono. ¿Papá? ¿Podría ser su padre? Rechazó inmediatamente la idea, no por poco verosímil, pero por no querer ni dar cabida a esa posibilidad. ¿Podría haber vuelto su padre sin previo aviso? Llevaba tiempo sin escuchar su voz, muchísimo tiempo, pero no la recordaba como aquella que había contestado al otro lado del comunicador. Estaba desconcertada, de repente la rutina de los días se había visto rota por aquella voz desconocida que vaticinaba una alteración de su realidad para la que no parecía estar preparada. 

–¿Con quién hablo? –dijo finalmente– ¿Puedo hablar con Yady?
–¿Es usted Evren Dedeyan? ¿La hija de Yady Dedeyan?
–Sí, la misma.
–Señora Evren, le habla el detective Iskander Binici. He intentado contactar con usted varias veces, pero estaba fuera de cobertura. He de pedirle que venga a su casa inmediatamente. Ha ocurrido un accidente.
–¿Dónde está Yady? ¿Puedo hablar con mi madre?
–Mejor venga a casa en cuanto pueda señora Evren.
Se zanjó la conversación.


Venga a casa en cuanto pueda. En cuanto pueda. Venga a casa. Esa frase no dejaba la conciencia de Evren, rondaba de un lado para otro, como si fuese un pez demasiado grande atrapado en un acuario demasiado pequeño. Apenas giraba, no había espacio, todo estaba contenido en aquellas palabras: ha ocurrido un accidente. Venga a casa en cuanto pueda. Y golpeaban una y otra vez en cada uno de sus arrebatos, y el acuario que era su cabeza quería romperse para liberar aquel animal demasiado grande, aquel ictioforme nervioso y alterado que no cejaba de atizar sus pensamientos, y quería ahogarlo, fracturar el contenedor si era necesario para extirpar aquella cosa y dejar de padecer sus sacudidas, pero no sabía cómo. ¡Cómo! La incertidumbre, la sospecha de aquellas palabras habían criado una angustia dolorosa. El dolor era físico. Y al final buscó el cordón neuronal entre sus cabellos y lo conectó para desvanecerse. Para liberarse de aquellas palabras. Se desrealizó para dejar de ser ella misma.





Rabdomantes (nueve)



Allí descubrieron lo que fue un antiguo río, uno de los que alimentaba la depresión y evitaba su desecación, hasta que llegó la gran sequía. Entonces incluso el río se secó. Su lecho estaba igualmente agrietado. Uno de los márgenes lo constituía una densa mata de cañas agostadas, entre ellas, reposaban un sinfín de esqueletos, cabezas y espinas de carpas resecas, enquistadas en lo que un día fueron lodos. Aske olfateó los cadáveres con sumo interés colándose entre las cañas. Evren prefirió volverse al pueblo, adentrarse en las casas que quedaban en pie.

Eran construcciones viejas, tradicionales, levantadas con piedras y adobe. Apartó la puerta, medio caída y accedió al interior de una de ellas. Una que conservaba su techo cónico de ladrillos de barro. Desde fuera parecía un termitero, dentro una agradable temperatura sorprendió a Evren. Pasó la mano sobre las paredes alzadas con aquella mezcla de arcilla, arena y paja. Estaban frescas. Acercó todo su cuerpo hacia ellas. Reposó sus mejillas para que se refrescaran. El encarnizado calor de los llanos quedaba fuera de la construcción. Al otro lado de la puerta. Se perdía en la altura de la cúpula cónica del edificio, hasta escapar por su orificio central. Era un espacio sencillo. Apenas quedaba nada. Marcas fantasmagóricas en las paredes donde se podía adivinar que había existido una estantería, o sobre las que se apoyaba una cama. Manchas claras que revelaban que algo las había cubierto antes. Pero nada más. El mismo vacío que se respiraba en todos los pueblos abandonados de la zona.

Entró en otra tan hueca como la anterior. En un rincón descubrió un elemento brillante. Una cucharita metálica cubierta de polvo. Bufó y descubrió un mango grabado. Frotó con los dedos. Escupió en ella y volvió a frotar hasta que apareció el total del dibujo decorativo. Formas florales se enlazaban a lo largo del mango, en el extremo oval cóncavo la figura de un animal conformada por lo que parecía ser caligrafía árabe. Contempló un rato el objeto, por arriba y abajo, haciéndolo girar ante sus ojos, hasta guardarlo en un pequeño bolso que colgaba de su cinto. A mamá le gustará, pensó. Ya no existían objetos como aquellos. O bien se heredaban o se debía acudir a los mercados de anticuarios de las grandes ciudades. En ellos todavía era posible adquirir objetos artesanales del pasado. Pensó en su madre. En lo poco que sabía de ella. ¿Dónde había nacido? No podía responderse, porque no lo sabía. Apenas sabía nada de su infancia. Ni de su juventud, ni de nada que no hubiese sido una historia compartida. No hablaban de eso. El pasado de su madre era un gran vacío. Sabía que sus abuelos habitaron una de las numerosas villas que se fueron abandonando a medida que la aridez se extendía por la región, pero no en cual de ellas. Se podían contar a miles. Casi nadie hablaba de ese tema: del éxodo. De cómo tuvo lugar. De la huida masiva de la gente hacia las ciudades. Ya nadie habitaban las tierras del interior, eran un erial en todo su sentido. La vida las había abandonado. Todo el mundo buscó refugio en las grandes ciudades o en la costa. Sólo sabía que su madre, con apenas trece años, siguió a sus padres en su migración del páramo hasta la costa. Allí, junto al mar encontraron refugio. No muy lejos de donde ella vivía ahora, dejando estos paisajes y unas formas de vivir atrás. Llevándoselo todo con en su marcha. Dejando una casa vacía. Como aquellas. Poco más que cuatro paredes y un techo. Paredes con memorias capturadas en ellas. Memorias inasequibles pero que podían percibirse. Estaban allí. Por todas partes. Las sombras, las luces, los tonos en las paredes, todos eran testimonios de algo que había existido.    

Tuvo que cerrar los ojos al salir, cegada por la intensidad de la luz. Otra vez el calor. La incandescencia del sol proyectándose con virulencia sobre la tierra. Trepó sobre los escombros que bloqueaban la entrada a la mezquita, esperando encontrar en ella sombra, el frescor experimentado en las casas, pero parte de la bóveda había cedido. En su caída, el techo había arrastrado a gran parte de la estructura central, el edificio era un gran agujero con una serie de arcadas que no sostenían nada. El cielo. Y con él el sol. El calor.

El alminar seguía en pie entre los escombros. Una torre circular coronada por una caperuza cónica y un pequeño mirador exterior abalconado en la altura. Había una puerta pequeña para acceder a la torre, dentro una escalera de caracol para acceder al balcón. Evren se lo pensó un momento, dudó sobre el estado de los escalones, pero al final la curiosidad la empujó a ascender por ellos. Unos giros sobre el mismo eje y apareció en el balcón. El suelo estaba deteriorado, pisó con cuidado, asegurando cada paso. Había allí dos grandes altavoces que en otros tiempos se habían usado para difundir la llamada a la oración. Una llamada cantada que Evren desconocía completamente. Un sonido reliquia, como las palabras reliquias para describir campos fértiles que sólo los ancianos guardaban en su vocabulario, un mero registro auditivo que había escuchado en algún que otro documental. 

Su llamada pasó a formar parte de los paisajes sonoros desaparecidos, cuando se aprobó la Ley de Actos de Culto Públicos que prohibió la celebración y exhibición de todo tipo de culto religioso más allá de los templos con el fin de preservar la tranquilidad, la seguridad y la privacidad de todos los ciudadanos. Se le exigía neutralidad a todo. Nada ni nadie podía ser o sentirse agredido u ofendido. Cualquier diferencia debía quedar enclaustrada en el ámbito doméstico e individual, sin exhibirse. La tolerancia consistía en eso, en hacer a los diferentes en invisibles. En desconocerlo todo. En generar distancias entre los individuos. Lo que no se conoce no se puede odiar, alegaban los juristas que elaboraron la ley. La única manera de convivir es desconocernos, ignorar nuestras diferencias, argumentaron los que la apoyaron, los que consiguieron que se aceptase la naturalidad del “encerramiento”. Así fue como se denominó a ese experimento social que obligaba la neutralidad externa en el ámbito público. Con el tiempo lo externo conquistó lo interno. Lo que no se pudo mostrar acabó cayendo también en el olvido interno. Existían grabaciones previas al “encerramiento” en las cuales entre el sonido propio de las ciudades de antaño, con el ruido de los motores, los paso de los peatones, voces sueltas de palabras aireadas en tránsito, sonidos de cafés, de sillas, las ruedecitas de unas maletas arrastrándose, de vendedores anunciando sus ofertas, un perro ladrando en la distancia, el pitido rítmico de un semáforo o la llamada de algún teléfono móvil, entre todo eso, se oía la voz amplificada de algún imán llamando a la oración desde un minarete. En otras se oía en tañer de unas campanas. A estas grabaciones acudían principalmente historiadores y antropólogos. Las había a miles, se guardaban en ficheros digitales, en colecciones de museos y centros académicos, todos ellos bajo la categoría técnica de “Resonancias del pasado: paisajes sonoros”. Evren nunca había sentido curiosidad por esas cosas del pasado. Nacida tras el “encerramiento”  era, como la mayoría de la gente de su generación, una despegada a la historia, la familiar y la social. Un ser tibio e indiferente a lo externo, pues todo parecía redundante. Una repetición constante. Una secuencia infinita de sucesos similares, cuya máxima distracción eran las sesiones de desrealización que le permitían adentrarse en la mente de desconocidos y experimentar así las diferencias que el “encerramiento” habían limado externamente. La historia hacía años que carecía de todo prestigio social, era vista como una ciencia que tendía al conservadurismo, a adormecer la vitalidad de las sociedades, un conocimiento negativo que tendía a generar resentimiento y mala conciencia. Un refugio para los débiles. Es el arte de petrificar la vitalidad de las almas, llegó a clamar un ministro del parlamento de la Oficina. “La historia”, dijo en el mismo discurso, “es una ciencia cuya única función es pasiva, sólo se contenta con conservar el pasado, vivir de ello, sin producir nada nuevo. No queremos, ni vamos a promover algo así desde nuestro gobierno, no nos interesa como sociedad. No queremos vivir anquilosados en el pasado sino proyectarnos hacia el futuro. No vamos a subvencionar su estudio para que el pasado de los objetos nos robe el alma. La necesitamos para seguir adelante, para seguir progresando como llevamos años haciendo, desde los tiempos incluso anteriores a los del Éxodo. Siempre adelante nunca atrás”.    

Desde el balcón la vista era impresionante. El plano, el embudo del lago, los barcos oxidados, las casas derruidas: la nada. Las tierras yermas parecían más grandes, habían ganado en dimensión. El horizonte quedaba más lejos, pero invariable. El mismo color. Las mismas texturas. Todo lo otro se veía reducido. Pequeños detalles depositados aquí y allí para romper la monotonía del paisaje. Allí, acariciada por la brisa, se vio por un momento junto al mar. Respira. Respira. Llenó los pulmones cerrando los ojos, y allí en la altura del minarete, experimentó como si una gran túnica la envolviese. Como si un tejido suave y liviano cubriese su cuerpo, y su campo de visión se viese reducido, enmarcado por el paño que arropaba su cabeza y rostro. Así es como debe ver el mundo, se dijo entrecerrando los párpados. Sujetó con la mano derecha una túnica inexistente a la altura de los labios, cerrando el velo. Quizás así resulte más fácil, sin una visión ancha. Quizás el camino sea más obvio. Más marcado. Sin distracciones alrededor, sólo mirando adelante. No hay más que agachar la cabeza y seguir los pies: primero uno y luego el otro. Imaginó sus botas andando por las calles de su urbanización, descendiendo los peldaños que llevaban a la cala y hundirse ligeramente en la arena. Se sintió abrigada, vestida, enfundada en aquella gran tela blanca de la figura que tanto la inquietaba cuando se cruzaba con ella. Y creyó oír un canto, una oración casi imperceptible, en una lengua incomprensible. Canturreó en un idioma que no existía, en lo que en su imaginario sonaba a árabe y de repente distinguió a un grupo de mujeres, de figuras enfundadas en blanco caminando por el pueblo. Hablaban entre ellas, cargaban bolsas de plástico en sus manos, venían por la calle que llevaba al mercado. Un niño las seguía un par de pasos por detrás, primero saltando sobre un pie y luego cambiando al otro pie. Poco a poco fueron apareciendo más personas, hombres, vestidos de una manera indefinida, borrosa, como sus rostros, en su invención de aquel mundo, la imaginación no sabía que rasgos asignarles. Eran abstractos. Humanos abstractos de movimientos inciertos, tan siquiera sabía en aquella ficción que tareas atribuirles. ¿Qué hacía la gente entonces? ¿Qué consumían? Simplemente se movían, eran figurantes pequeños que observaba desde lo alto del minarete que iban de un lado a otro, como un reducido grupo de hormigas exploradoras. Y poco más allá, el azul del lago y los barcos pesqueros llegando arrastrando con ellos un reguero de aves que aprovechaba sus descartes. Cuando volvió a contemplar lo que pasaba abajo, al poblado, se sorprendió con una niña que la miraba fijamente. ¿Qué hace? ¿Qué mira? Entre el grupo desdibujado y ambiguo de su ficción, aquellos ojos estaban perfectamente definidos. Eran grandes y oscuros, rozando el negro. Le sostenían la mirada. ¿Qué quiere? Inspeccionándola. Examinándola. Interpelándola. ¿Qué quieres? ¿Qué miras? No me mires. Deja de mirarme. Vamos, vete. Déjalo ya. ¡Quieres dejarlo! ¡Qué lo dejes! ¡Déjalo ya! ¡Vete! Venga. Que te vayas. ¡Vete, vete, vete! 

¡Vete,vete,vete! se escuchó en el páramo. El grito se extravió enseguida en aquel vasto espacio tan vació, sólo Aske se volvió sorprendida al escuchar la voz de Evren y corrió hacia ella de vuelta al poblado ladrando. Fue entonces cuando la ficción se disipó, incluidos aquellos ojos. La mirada tan real hasta entonces se había esfumado. No quedaba nada a sus pies, el conjunto de casas derruidas y Aske ladrando. ¿Qué ha sido eso? se preguntó mientras se fregaba los ojos. Y entonces, un sobresalto inesperado: sonó la alarma del seguidor de “las pulgas”. La pantalla parpadeaba informando de un error: una pulga había dejado de emitir señal. Volvió a pitar el aparato. Otra señal se había apagado. Se extinguió una tercera y una cuarta. Oteó en dirección a la localización de las pulgas. Nada. Lo mismo de siempre, campos secos, pero de repente un minúsculo fulgor y una pulga menos en el monitor. Aske seguía ladrando al aire, instando a Evren a bajar del minarete. Dos nuevos chispazos, casi simultáneos y dos señales menos. Los sensores iban expirando, desapareciendo del monitor. ¡Mierda! La voz inquieta de Aske golpeaba los oídos. Eran ladridos intranquilos, nervudos y fibrosos. ¡Calla! gritó Evren sin dejar de observar el monitor. Un nuevo pitido entre los sonidos tendinosos de la perra. ¡Joder, joder! Instintivamente presionó la orden que detenía el rastreo, forzando a los pequeños sensores a detenerse allí donde estuviesen. Aske seguía histérica.

–¡Cállate! –Evren sonó crispada.  




Hasta aquí, la noche


Hasta aquí, la noche,
con sus amapolas y fiebres cantadas,
con sus pieles conmovidas, 
entretejiéndose,
ribeteando el tapiz urbano.

Hasta aquí, la noche,
con sus veredas de anhelos pisadas,
con sus tumefactas miradas, 
encuadernándose, 
mecanografiando el deseo urbano. 

Hasta aquí, la noche,
con sus espinas de pescado pintadas,
con sus hambrunas expuestas,
atiborrándose,
lamiendo el infortunio urbano.

Hasta aquí, la noche,
con sus camadas mal amamantadas,
con sus ubres agostadas,
acartonándose,
deleitando el calvario urbano.

Hasta aqui, la noche,
de cuerpo delgado y débil,
corre hacia alguna parte,
a lomos de un burro,
en busca de algo,
–un currusco de pan–
en graneros vacíos
demasiada lluvia
devastadora sequía
estropeada la simiente
espigas podridas
el hambre siempre vaga en desiertos
sean montañas, llanuras o ciudades,
sea un camino o sea otro,
sea en mares o en ríos,
la necesidad viaja dentro,
sorda a profetas, predicadores o poetas,
su madre no halló consuelo,
vistió el velo negro del luto,
encendió la tea de la protesta,
despertó la lava del Etna,
vagó en busca de su hija,
amante de los trigales,
impidió que las semillas medraran,
que brotaran las espigas,
que el trigo germinara.
Nació el pan de la esclavitud
¡La mies, la siega y los graneros!
Vosotros que soñáis, ¡no los olvidéis!
El pobre sueña un pan de ricos,
más sólo tiene bueyes flacos y famélicos,
que guardan el sembrado en sus voraces vientres.
Envueltos en paños azul o rojo,
segadores y sembradores miran al cielo estrellado,
sueñan:
pan blanco de flor de harina
pan de harina fina
pan de harina sin tamizar
pan con sésamo
panes de lemna
panes de amapola
panes de bellotas
panes de habas
panes de algarrobas
panes de garbanzos
de higos secos
de dátiles molidos
de comino
de cilantro y anís,
panes de mendigos
de vagabundos
de pesadez y delirio
de arena, tierra y serrín
pan de fiebres y pesadillas
de mareos e insomnios
de alucinaciones
de toses secas,
diarreas y bubas rojas
escrófulas y epilepsias
de moscas y piojos
chinches y ratas
panes de ofuscación
de caminos perdidos
del andar parasítico de un lugar a otro
panes de miseria.

Hasta aquí, la noche,
de cuerpo delgado y débil,
del sueño del pobre

que no amanece.




Rabdomantes (ocho)



Despertó Evren al día siguiente con la misma sensación de vacío de los últimos meses, que ya sumaban años. Como si acabase de llegar al mundo. Pero lejos de ser un mundo excitante que requiriese ser explorado y experimentado, como el de la infancia, ese nuevo mundo, el nuevo mundo del adulto, era un mundo yermo. Carecía de estímulos. Lejos de ser un vacío liviano, su deshabitado cuerpo parecía constituido de una densidad tan alta, que hasta en la desnudez resultaba cargante y fatigoso.  

Se vistió con las ropas cómodas de trabajo. Se miró en el espejo, para confirmar que la camiseta rojo oscuro del departamento de los rabdomantes no le sentaba bien. Su ánimo no casaba con la vitalidad y ambición que ostentaba esa prenda. La actitud optimista que aspiraba transmitir a aquellos que debían adentrarse en tierras desérticas en busca de agua, no funcionaba con ella. Lejos de no ejercer el efecto deseado, añadía peso, al su ya de por sí insoportable cuerpo. Generalmente se levantaba con la cara hinchada y los ojos congestionados, pero esa mañana su rostro parecía más descansado. 

En el patio, alumbrado por el cálido sol de la mañana, encontró a su madre sentada en la mesita. Desayunaba, acompañando la comida con un pequeño vaso de cristal. Un pequeño recipiente de vidrio en forma de tulipán lleno de un líquido rojizo. Un té de aroma y sabor intenso. La esencia de las mañanas. A pocos metros, en un fogón construido en el patio, una doble tetera seguía calentándose. Había cosas que parecían estar por encima del tiempo y el progreso. 

–Buenos días, mama.
Besó, asomándose desde su espalda, la frente de la anciana.
–Buenos días, hija. ¿Has dormido bien?
–Sí –respondió tomando asiento al otro lado de la mesa–, bastante bien. Estaba agotada anoche. ¿Cómo ha sido tu sueño?
–Mi sueño es frágil, como mi cuerpo.
–¿No te ayudan las pastillas?
La mujer se llevó una cucharada de yogur a la boca.
–Mama, ¿no te tomaste las pastillas?
La mujer siguió callada.
–Ya veo, ¿cuánto hace que no te las tomas?
–Ay hija, déjalo. 
–¿Déjalo? Pero, te aconsejaron su consumo para poder conciliar mejor el sueño. Es por tu bien, mama. Para que no andes tan cansada durante el día.
–No es el sueño interrumpido lo que me cansa.
–¿A no, qué es entonces?
La madre volvió a callar. Cogió yogur de nuevo con la cuchara.
–Dime, mama, ¿qué es lo que te agota?
La mano con la cuchara se había detenido a medio camino, entre la boca y el bol. Suspendida en el aire.
–Dime, mama.
El silencio de nuevo. Un instante de espera hasta que emerge la respuesta:
–La espera, hija.
–¿La espera? 
–Sí, la espera.
–¿Qué espera?
–¿Tu qué crees? Espera, sólo hay una.
–No entiendo nada. 
–Pues está bien claro.
–Si tú lo dices, pero yo, últimamente no te entiendo. No dices más que vaguedades.
–No entiendes, porque no quieres entender, hija.
–No, no entiendo, porque no te quieres hacer entender mama. Y porque no tengo, ni tiempo, ni ganas para adivinanzas.
Evren se levantó de la mesa.
–¡Aske! –gritó buscándola en el patio. 
–Está fuera, en la playa con Köle. Lo he mandado allí para ver si conseguía algunas coquinas antes de que suba la marea.
–Vale. Me voy, mama.
–¿No comes nada?
–No, tengo que trabajar.
–¿Tan siquiera un poco de té?
–No, no me apetece. Nos vemos luego. Cuídate.
Un nuevo beso en la arrugada frente y abandonó el patio.

******   

Un nuevo día. 
Un nuevo cuadrante. 
Un nuevo paisaje. 
Misma aridez. 
Un campo de girasoles heridos por exceso de sol junto a la carretera. Evren apenas miraba. Dormitaba en su asiento, le gustaba la sensación fronteriza de la ensoñación, en la que la conciencia tenía constancia de los suspiros de su subconsciente. De niña, y más tarde de adolescente también, programaba el despertador para que sonase temprano, mucho antes de la hora a la que se la requería despierta, para poder así disfrutar de un tiempo de reposo en la cama. Un tiempo soñoliento para disfrutarlo a conciencia. No durmiendo sino estando allí, tumbada, entre las sábanas, con los ojos pesados, necesitados de más horas de sueño, debatiéndose entre el sueño y el desvelo. Miraba entonces de recuperar imágenes y escenas recreadas por su cerebro a lo largo de la noche, traerlas a la conciencia para poder recrearse en ellas como si conformasen parte de la realidad. No quería relegarlas al mundo orínico sino transferirlas al mundo real. Creía entonces que lo que consiguiese retener en su memoria algún día constituiría la realidad. Su realidad. ¿Acaso existía alguna otra?

Tras un par de horas por una de las carreteras que se dirigía al Este, hacia el gran barranco, el vehículo se desvió por un sendero terroso que se adentraba zigzagueando en el un paisaje sembrado con piedras. Circular por aquella pista no era un deslizamiento suave, todo vibraba. La cabina sufría las sacudidas de las ruedas al rodar sobre una roca o caer en un pequeño hoyo. Aske, hasta entonces tumbada en la parte posterior se sentó sobre sus posaderas, y en más de una ocasión una pequeña nube de pulgas se desprendió temporalmente de su lomo para inmediatamente volver a desaparecer en su denso pelaje negro. Evren se ajustó el cinturón de seguridad para evitar golpearse inmersa en ese zarandeo continuo.

Al fondo, en el horizonte, se iba dibujando el destino. Sobresalían en el paisaje plano un conjunto de pequeñas edificaciones, un minarete erguido como una aguja y un conglomerado de troncos secos y retorcidos, todos ellos reverenciando a un cielo diáfano. Un azul que se intensificaba a medida que subía por la cúpula, con un sol banco amarillento enceguecedor cerca de su punto más álgido. Parecía una bola de fuego capaz de hacer arder como la yesca las construcciones a las que se dirigía Evren. 

Se detuvo el coche a la sombra de una de las edificaciones. Eran ruinas, lo que quedaba de un antiguo poblado levantado a orillas de un gran lago. Del lago quedaba su hondonada, una enorme depresión que se hundía suavemente hasta donde alcanzaba la vista. Un embudo monumental de piel cuarteada. El terreno parecía un mosaico monocromo, un puzzle de arcilla con enormes quebrados. Aquí y allá se veían barcazas y algún que otro barco de pesca volcados. Ladeados sobre sus carcasas oxidadas como peces muertos, con redes y otros utensilios esparcidos a sus alrededor, como si de sus tripas se tratase. Algunas embarcaciones reposaban próximas a lo que en otros tiempos constituyó la orilla. Otras se perdían en el horizonte. Un par de pasarelas de madera se adentraban en unas aguas ilusorias, constituyendo un embarcadero irreal del cual pendían ahorcadas dos barcas.


Evren contempló el lugar. No había estado nunca antes en aquella zona. No era el primer lago expirado que veía, pero sí de unas dimensiones tan grandes como aquellas. Era un pequeño mar interior. Apenas podía percibir la otra orilla, ni adivinar donde quedaba el núcleo del lago. El lugar donde se hundía hasta alcanzar su mayor profundidad: poco más de treinta metros según los datos de los que disponía. En algunos lugares quedaban manchas harinosas, brillos albinos de sales incrustadas en las arcillas. 

Buscó en la Red de Nubes información sobre el lugar, pero no consiguió conexión. Su señal no cubría aquella parte del mundo, sólo le llegaba información a través de los sistemas de posicionamiento de la Oficina. Para todo lo otro, aquella zona no estaba conectada. No existía. Lo mejor sería acabar el trabajo cuanto antes y abandonar ese no-lugar. Transmitió las coordenadas del cuadrante a cubrir a las pulgas. Estas abandonaron inmediatamente el cuerpo de Aske en un revuelo y se dirigieron al este del poblado. La perra las siguió tras lanzar una mirada a Evren. Ves, le animó ésta con un gesto de brazo.





Rabdomantes (siete)




Fuera Evren vio un sol que andaba bajo, volando caliente y frío, apunto de evaporarse en el mar. Las gaviotas andaban en retirada. Unas pocas siluetas surcaban los peñascos en busca de sus nidos. El viento avanzaba lentamente desde el horizonte, como si empujase piedras frente a sí, como si hubiese tirado las grandes rocas que se asomaban sobre la superficie del mar. Entre ellas descubrió a Köle, con el agua por encima de las rodillas y a Aske ladrando un poco más allá, cerca de la orilla, donde morían agotadas las olas.

El robot se giró hacia la perra y con un golpe de mano le arrojó un mechón de agua que ella intentó capturar con la boca. Luego volvió a ladrar a Köle, quien siguió adentrándose un poco en el agua. Se dobló introduciendo sus brazos bajo la lámina azul para robarle de su intimidad un fajo de algas.

Cerca de la costa no eran tan abundantes, debía caminarse la bahía entera para reunir un buen puñado de las mismas, pero un poco más adentro, traspasada la barrera de las rocas, tras las cuales el suelo marino caía unos cuantos metros, se alzaban verdaderas columnas de algas, más altas que cualquier árbol de los que Evren había visto nunca, con hojas verdes y moradas que ondeaban, mecidas por las corrientes, como si fueran cintas de colores. Conformaban un bosque de algas subacuático. Un bosque en el cual le gustaba a Evren sumergirse. Dejarse tocar. Sentir las largas hojas de las algas golpear suavemente su piel y enredarse en su cuerpo desnudo. Desconocía lo que había más allá de aquel bosque. Este se extendía hasta allí donde alcanzaba su vista. Los rayos de luz penetraban individualizados entre las columnas que servían de refugio y alimento a un gran número de peces.

En ocasiones Evren había visto focas jugando con las cintas, envolviéndose con las algas tal y como hacía ella. Un hombre del pueblo, al que gustaba adentrarse en el mar en un pequeño bote, le explicó que la extensión del bosque era enorme. Que nunca había llegado a sus límites, que la altura de las algas podía alcanzar los doscientos metros, y que más adentro se acumulaban y enroscaban entre ellas hasta formar enormes islas flotantes de algas. Evren soñaba con ver esas islas, pero nunca se había atrevido a embarcarse tan adentro. Prefería la firmeza del desierto bajo sus pies. Adentrarse en ese vacío seco no le asustaba tanto.

Köle siguió un rato rastreando el fondo entre las rocas, colgaba en su espalda el cubo rojo donde iba depositando las cintas de algas que iba recolectando. Evren contemplaba desde los escalones que bajaban a la playa la escena, dejando que la cálida y lenta brisa acabasen de secar su pelo. Había pensado en gritarlos para que volviesen a casa, pero aquella presencia la inhibió.

En el otro extremo de la bahía estaba sentada la figura blanca. Había abandonado su sombra en el callejón para pasear por la arena de la playa. Había allí, sobre la cabeza de la sombra blanca, unas antiguas estructuras talladas en la roca del acantilado. Unas formas milenarias que parecían casas, fachadas cinceladas que recreaban columnas, techos, puertas y ventanas. Eran el domicilio de los muertos. Los antiguos habían recreado sus casas para acoger a los muertos. Para dotarles de un hogar donde reposar. Casas esculpidas unas encima de las otras, cubriendo gran parte de la pared rocosa. Se desconocía como aquellos antiguos, los llamados lícios, los habitantes de “la tierra de las luces”, habían podido tallar las tumbas a tanta altura en aquella época. Las tumbas iban desde bajo el mar, pues algunas habían quedado sumergidas con el tiempo, hasta lo más alto del risco. Como fuese, aquella ciudad esculpida habitada por muertos, había formado desde tiempos inmemorables parte del paisaje de la zona. Otras ciudades como aquella se apreciaban a lo largo de la costa.

Para Evren, la mujer envuelta en blanco formaba tanta parte del paisaje como aquellas reliquias arqueológicas. Una antigualla de otros tiempos. Creía incluso que de alguna manera existía conexión alguna entre ella y aquel antiguo y extraño culto. Atribuía la serenidad de su mirada y sus movimientos al misterio de esa pared de roca. Cuando se lo había sugerido a su madre, esta siempre se lo había desmentido. Le había intentado explicar que el culto de aquella mujer nada tenía que ver con el de los antiguos talladores de rocas, que el de ella no se perdía tan atrás en el tiempo. 

“Mi abuela”, le había dicho, “vestía igual que esta mujer. No sólo ella, sino muchas de las de su edad que vivían en la villa lo hacían. A medida que fueron muriendo, sus creencias y con ellas sus vestimentas fueron desapareciendo. No creo que queden muchas personas que hoy en día crean en esas cosas”.

Aún así, viéndola sentada junto a las tumbas antiguas no podía dejar de establecer un vínculo entre ambas. Las dos eran parte de un pretérito misterioso y desconocido para Evren. Unos mundos tan extintos, como las praderas verdes de los llanos de las que hablaba su madre. Un ayer desvanecido, del cual aquella mujer resurgía como una singularidad. Una presencia fuera de lugar. Algo que la intimidaba.

Se limitó a llamar a Köle a través de su dispositivo y volvió a casa.

**** **** ****              

–¿Has hablado con tu padre últimamente?
–No. ¿Tu?
–Tampoco, ¿por qué debería hacerlo?
Yady tan siquiera levantó la vista del plato. Siguió comiendo.
–No sé, ¿por qué debería hacerlo yo entonces?
–Porque eres su hija. Pensé que quizás te habría llamado. Debería mostrar más interés por ti.
–Pues ya ves que no.
El silencio se extendió entre las dos mujeres. La mesa que las separaba, más que un espacio común parecía una zanja. Tan profunda como el gran barranco que había engullido las aguas de los páramos llevándolas hasta niveles freáticos inalcanzables.
–De todas maneras, no importa mucho –añadió Evren.
–No deberías decir eso.
–Pero es cierto, mama. 
Una nueva pausa.
–¿Sabes?, de vez en cuando me pregunto para qué sirve un padre.
–Evren… algún día deberías llamarlo.
–¿Para qué? 
–Para hablar. Sólo para eso.
–No necesito hablar, mama.
–Todos necesitamos hablar.
–No. No todos.
Evren se levantó de la mesa y dejó el plato en el fregadero.
–Gracias por la cena, mama. Estaba muy rica. Me voy a dormir –depositó un ingrávido beso sobre la frente de la anciana que seguía sentada–. No limpies los platos. Lo hará Köle.

Evren entró en el dormitorio y se encontró con Aske durmiendo al pie de la cama. Decidió no echarla. Miró el monitor de su ordenador en negro. Bajó con la yema de los dedos por el cordón neuronal amagado entre su cabello. Lo tuvo un rato entre sus dedos. Entre la oscuridad de la habitación y el negro mudo de la pantalla. Al final se sumergió en las sábanas, en posición fetal para no darle con los pies a Aske y se durmió casi en el acto.

Yady fregó los platos. Los secó uno a uno con un trapo y los devolvió a la estantería. Siguió luego frotando la olla que dejó bocabajo sobre el fregadero. Pausadamente caminó hacia el dormitorio. Las luces se fueron extinguiendo a su paso, introduciendo la noche en la casa.

En el patio Köle observaba el firmamento. El cielo, un desierto de día, tan despoblado, revelaba en la noche el universo y su vastedad. La oscuridad era el vestido del mundo. La bóveda celeste había sido empapelada con postales de otros tiempos. El androide identificó un nuevo punto de luz, un destello que tuvo lugar hace miles, quizás millones de años y que llegaba hasta él haciendo presente el pasado. Nada de esto debería existir, reflexionó en silencio, no era una deducción suya, lo argumentaban los científicos, lo había leído en alguna parte, la Física no había encontrado la asimetría que debía existir entre materia y antimateria para evitar que ambas se destruyesen. Son imagen y reflejo, opuestos idénticos. ¿Qué asimetría salvó en el principio de los tiempos al Universo a no ser engullido por sí mismo? ¿Cómo pudo la materia imponerse sobre a antimateria? ¿Como pudo dar forma a todo lo que lo rodeaba, incluso a sí mismo? Köle se hacía muchas preguntas, aunque desconocía la razón de las mismas. Desconocía la fuente de su curiosidad. Era un impulso. 




Rabdomantes (seis)



A Aske le encantaba ser cepillada. Tumbada en el patio, junto al pequeño huerto con los dos árboles, en una mancha luminosa producida por el sol del atardecer, exponía su lomo arqueado, levantando el trasero, para que Evren centrase en esa zona el paso de las púas. Cuando había quedado satisfecha con el raspado en esa zona se giraba sobre su espalda, rindiéndose con las cuatro patas en alto, ofreciendo su fornido pecho al cepillo. El millar de micro-robots yacían en la parcela de luz, atrapando energía solar en una de sus alas que llevaban instaladas a modo de paneles solares. 

Evren se aplicaba en la limpieza de Aske. Deshacía los nudos de su pelaje y retiraba los restos de espigas. Examinaba minuciosamente entre los dedos que no tuviese ninguna herida, que se le hubiese clavado alguna estructura vegetal que pudiese causar una nueva infección. La perra se dejaba hacer pacientemente. No había palabras entre ellas. Evren no las necesitaba. El contacto, la presencia de una y otra lo abarcaba todo. Era el mejor y el único de los posibles lenguajes entre ellas. El rascado en la parte posterior de las orejas era la señal de que la sesión se daba por finalizada. Entonces Aske se levantó, se sacudió, emitió un estornudo de lo más humano y salió corriendo en busca de Yady, la madre de Evren, de quien esperaba que le hiciese entrega de una buena porción de comida. Evren se dirigió a su habitación a finalizar su informe del día para la Oficina.

–Espera Aske, ahora no puedo –Yady andaba ocupada removiendo las cebollas y las guindillas que se freían en la olla–. ¡Köle! –aguardó un momento– ¡Köle! ¿Puedes venir un momento?

Al poco apareció Köle. Era un androide asistente, un modelo sencillo, lejos de la sofisticación y apariencia humana que se le había concedido a los primeros autómatas. La creación de robots con aspecto de hombre o mujer, había sido debatida por teólogos y sociólogos durante años con opiniones contradictorias, unos a favor, otros en contra. Los diseñadores, al margen de los conflictos éticos y morales, optaron por la similitud, por el afán de copiar, bien por falta de poder imaginar nuevas formas o por el antropocentrismo reinante que consideraba a los humanos la forma triunfante de la naturaleza. La que la selección natural había llevado hasta su perfección. Sin embargo pronto descubrieron que el aspecto físico limitaba las posibilidades de los propios autómatas. Que un robot humaniforme sólo podía hacer las mismas cosas que un humano. Mejor, más deprisa, con menos fallos, pero lo mismo en el fondo. Aún así, como sucede siempre, no fueron ni los teólogos, ni los sociólogos, ni los psicólogos, ni los diseñadores, quienes marcaron las pautas, sino esa entidad imprecisa que desde hace años se denominaba, “el mercado”. La demanda. El dinero. Las ventas. Los beneficios acabaron moldeando el aspecto de los robots que convivían con las personas. Los más antropomorfos habían generado cierta repudia entre la población, una reacción negativa que había forzado a los fabricantes a prescindir en la mayoría de los casos de los rasgos humanoides.  

A Köle lo componía un esqueleto y músculos artificiales azulados, sin artificios ni pieles sintéticas que escondiesen su naturaleza mecánica. Su anatomía se había inspirado en la de los grandes primates, con capacidad para desplazarse tanto sobre sus cuatro extremidades, gozando así de una mayor estabilidad, como para erguirse sobre dos patas cuando las tareas lo requerían, liberando así sus manos para desarrollar todo tipo de tareas domésticas. Su cabeza era cónica, un enorme ojo-cámara central azulado, que monopolizaba todo su rostro. Carecía de expresión alguna y de lenguaje corporal. Su voz, era de un timbre metálico cálido. Inalterable, siempre apacible.

En cuanto Aske lo vio entrar por la puerta se lanzó a dar vueltas a su alrededor, a cuatro patas era casi tan alto como ella. Köle miró, analizó la escena y, sin esperar orden alguna, se dirigió a la alacena donde guardaban el pienso de Aske, llenando con ello su plato. La perra olisqueó el cuenco. Miró al androide y meneó, casi imperceptiblemente, la cola. Finalmente se abalanzó sobre la comida. Köle, viendo que el cuenco del agua andaba casi vacío lo rellenó bajo el grifo y lo dispuso junto al de la comida. Aske levantó el morro de la comida y miro brevemente a Köle. Los ojos claros de la perra se cruzaron con el azul fulgente de la lente del androide. Fue un momento, un acto fugaz de comunicación entre ambos. Luego, pasó la lengua sobre sus bigotes y volvió al pienso. 

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó dirigiéndose hacia Yady, quien seguía pendiente del sofrito.

Primero, la anciana despachó al robot con un gesto pausado de mano, un par de golpecitos al aire como quien espanta a una mosca, pero cuando éste se disponía a retirarse, lo detuvo.

–¡Espera! Podrías acercarte un momento a la playa y, si encuentras, traer algunas algas.
–¿Cuántas necesita?
–¿Cuántas? No sé cuántas. Las que puedas. Trae un buen puñado. Al freírse quedan en nada. 
–Entendido.

Köle salió al patio. En el rincón donde la madre de Evren guardaba los utensilios para cuidar el huerto encontró un cubo de plástico rojo. Se lo enganchó en la espalda y caminando a cuatro patas salió a la calle. Aske lo vio pasar, dejó de prestar atención a la comida y miró con sus ojos bien abiertos a Yady. La mujer seguía de espaldas, removiendo las cebollas para evitar que estas se quemasen, las cocía poco a poco para que caramelizasen. Aske lanzó un ladrido. Cuando consiguió que la mirase, movió el rabo enérgicamente y dio un giro sobre sí misma. “Ves si quieres”. Antes de acabar la frase Aske corría tras Köle.

**********

Evren escribió la conclusión del informe: “No hay agua en el cuadrante 37.206101:32.573999”. La sentencia iba precedida de otra donde se especificaba en función de los datos recopilados por las pulgas, la probabilidad de encontrar agua. La conclusión debía ser binaria: “Si hay” o “No hay”, siendo la misma la mayor responsabilidad del agente rabdomante enviado a la sección, al cual sin embargo se le exigía adjuntar todos los datos en bruto para ser incluidos en la base de datos. Releyó la decisión tomada y presionó la tecla de “expedir”. Tanto el informe como los parámetros recogidos en el campo fueron remitidos a la Oficina. Se echó atrás, acomodándose sobre el respaldo de la silla. 
“Recibido” decía el monitor.
Le llegó el aroma dulzón de la cebolla caramelizada desde la cocina y cayó en la cuenta que apenas había comido en todo el día. La tripa se hizo saber. Más allá de su conciencia, el sistema digestivo se había activado, transmitiendo señales, puras sensaciones. Recorrió el pasillo guiada por el olor. Se detuvo junto al marco de la puerta.

Su anciana madre seguía de espaldas concentrada en el sofrito. Al verla, le vino a la cabeza la imagen de un cardo seco. Un cuerpo áspero y agreste, al mismo tiempo que delicadamente quebradizo. Espinoso y delicado, capaz de ser doblegado por un golpe de viento. Permaneció allí un rato, mirándola cocinar. De pequeña había pasado horas sentada en un taburete apreciando la espalda de su madre, mientras aguardaba la cena entretenida con su consola. La estampa difería poco de la de su memoria. La luz, los olores, esas cosas no habían cambiado, pero las sensaciones no eran las mismas. El tiempo confería a un escenario idéntico una perspectiva diferente.
Miró el cuenco de Aske. Quedaba comida. Dirigió una mirada a lo largo del pasillo que llevaba al patio. No vio nada, ningún movimiento. Se aclaró la garganta y entró en la cocina.

–¿Y Aske?
–Ah, ¿ya estás aquí? –preguntó Yady volviéndose momentáneamente–. Ha bajado a la playa con Köle hace un rato. Lo he mandado a buscar unas algas para la cena. Será muy inteligente, pero eficiente, recolectando algas, no mucho…
–Le falta práctica mama, eso es todo. Lleva su tiempo aprender donde crecen. En cuanto tenga más datos y experiencia ya verás como gana en eficacia.
–Si tu lo dices. ¿Me acercas un bote de tomate?
–¿Dónde los guardas, aquí?
La madre miró el armario que Evren estaba apunto de abrir.
–No, en el otro.
La estantería superior estaba atestada de tarros de cristal, muchos de ellos con tomate, triturado y preservado en aceite aromatizado con diferentes hierbas. Otros contenían pimientos rojos laminados, otros berenjenas, otros corazones de alcachofas y otros tipos de cardos, todos ellos debidamente etiquetados con su contenido y fecha de elaboración. Las mismas etiquetas y la misma letra meticulosa que su madre empleaba en esos casos desde que tenía memoria. La grafía algo trémula, pero la misma. Los mismos detalles al cerrar las letras, en sus uniones y en los números arábigos que los databan. Cogió uno y lo dejó sobre la cocina. Al alcance de su madre.
–¿Me lo abres?
Lo abrió y lo dejó en el mismo sitio. La anciana vertió su contenido en la olla. Su contenido se revolvió ante la intromisión de aquel nuevo elemento. Fue un quejido instantáneo. Algo breve. Un burbujeo que liberó un nuevo aroma, uno ligeramente ácido combinado con la intensidad del laurel. La esencia de un hogar. La madre siguió dando vueltas al contenido con el cucharón.

–¿Puedes salir fuera y decirle a Köle que traiga lo que tenga?