Los orígenes de Gaël


Conxita: Música de gossos

Fragmento de un cuento escrito para el pequeñito de unos amigos uppsaliensis 
ahora viviendo más allá de los fiordos en tierras noruegas. 


La historia de tus padres se remonta a una pequeña ciudad del centro de Suecia: Uppsala. Una ciudad chiquita chiquita y tranquila, tranquila hasta el punto que las estaciones se dormían en ella, y el invierno instalado en ella solía dormitar y gandulear por meses en sus calles y jardines abrigado bajo una manta de blanca nieve. El invierno era frío como unos pies descalzos sobre unas baldosas, y oscuro como debe ser habitar la barriga de una ballena. Claro que de ballenas en Uppsala no había y por tanto hablo por hablar. En esos meses los gatos visten bufandas, largas bufandas de lana que ondulan al viento, al compás de su elegante y felino andar. Juegan los unos con los otros, deshilachándose para volverse a hilvanar más tarde, reinventándose así mismo cada vez. Son más de siete las vidas de los gatos, al menos en esta ciudad. Nadie se atrevería a afirmar con certeza cual en el número de vidas del que pueden gozar estos seres. Quizás los cuervos, plumas negras sobre blanca nieve, dispongan de esta información. Las alturas les confieren un buen punto de observación, y suelen gozar de una buena reputación como estadistas y analistas. ¿He mencionado que son negros? Negros como el día, que aquí es noche. Cuando las velas, sacrificadas y disciplinadas, desfilan de las cocinas hasta las calles, alumbrando con sus llamas los pasos de los viandantes de vuelta a sus hogares. Hileras de puntos de fuego, estrellas caídas y tintineantes recostadas sobre la nieve. En esta ciudad curiosa donde día y noche se acuestan juntos tuvo lugar el encuentro de tus padres.

Él, otra de las curiosidades de un sitio como éste, que en pocos lugares se encuentran, jugaba con matrices de gallinas. Gallinas encorchadas, grandes y pequeñas, entre paréntesis. Conjuntos de gallinas de colores y tamaños, para descifrar los secretos de esa hélice que todos llevamos dentro. Sí, una doble hélice en espiral que nos aviva a todos, nos impulsa. Se pliega y se repliega como un muelle y nos permite alcanzar a saltos sueños para hacerlos realidades, y alterar realidades para hacer de ellas un sueño. Dos estados de lo mismo. Ese era aquí su trabajo, entender la hélice de las gallinas, de sus crestas de colores. Números coloridos y llenos de plumas revoloteaban por la pantalla de su computadora, calculando, cacareando sin cesar, mientras él practicaba melodías con su flauta y enseñaba a bailar y corear a su verde loro Morrisette. 

Ella, se perdía por la ciudad (lo cierto es que se pierde en cualquier lado, es una de sus propiedades más maravillosas), siempre con los ojos bien abiertos por si algún cándido animalito quedaba a su alcance. Y cuando no se perdía, o acababa en una de las cafeterías con un tazón de chocolate y un trozo de tarta de ruibarbo, trabajaba de alquimista en un laboratorio. Destilando el secreto de la vida entre vasos de decantación, pipetas y tarros llenos de líquidos colorados. Colores que viraban al mezclarse, que cambian de estado y que desplegaban las espirales de vida para exhibir su arquitectura. Lo suyo eran también las gallinas, salvajes pero gallinas. Gallinas gordas y negras, de culo blanco y roja cresta. Ella te dirá que no, pero entre nosotros te confesaré que de pájaros existen básicamente dos tipos: los pollos pequeñitos y los pollos grandes, plumíferos todos ellos. Volar está sobrevalorado, quién quiere surcar el cielo como un pajarito existiendo tantos misterios entre la hojarasca, bajo las piedras o en el fondo de una charca. Micromundos en los que perderse, más allá de los aburridos azules vacíos del cielo y sus acolchadas nubes. Más tarde se percató de las virtudes de los anfibios, de su vivir sin saber dónde, y quizás le recordó a ella misma y su naturaleza gallega. Seres que dudan entre quedarse  en tierra o bañarse en la charca. Aprendió a apreciar su cantar la noche entera celebrando el deshielo, aunque nieve, y la delicadeza de sus ojitos iridiscentes. Esa minúscula belleza entre su tosco lenguaje de croares. Siempre perdida, siempre dispuesta a maravillarse con lo que descubría en sus despistes.

Así eran tus padres cuando los conocí, y se conocieron. Sin embargo todo esto me lo invento, aunque no miento.




Maúllan las cortinas


Puerto Muerto: Beautiful women with shining black hair


Agua de plata tras el vidrio. Es sin ser. Cristal bufado, cristal bañado, cristal quebrado. Cristal. Lijado por mi lengua. Pulido.  Los espejos están llenos de gente. Contenido. Recipiente. Cuenco. Cazo. Bulle el agua. Chof chof. Maúlla la soledad cosida en las cortinas. ¿Diestro o zurdo? ¿Reflejo o reflejado? Bueyes. Me he acostado con mi propia alma. Me he violado, ultrajado y exhibido. Bueyes embisten desde mi tripas. Regurgitarme. Pupilas de cordero en azabache fosilizado. Filo. Corte. Siega. Chof chof. Bulle el agua en el cazo.
    
           [Estaba muerto cuando lo encontré
           [La lengua pendía pintoresca]   

Caliza y arcilla, grava y arena. Sostengo las paredes de vacíos. Enladrillo memorias. El espejo poblado de gente. Vaho sobre la retina. Degluto sentimientos no sazonados. Áspero. Cruel. Crudo. Sin digestión, hierve el estómago. Chof chof. En un rincón del sofá permanecen zurzidas unas risas ajenas. Ajenas y propias. Están sin estar. Pulo el vidrio sobre el mar de plata. Raspo y raspo hasta que, crac, ceden las uñas. Queratina. Células muertas en crecimiento. Degollo al cordero que me habita para salvarme. Plasma. Flujo. Humor.    

           [Estaba muerto cuando lo encontré
           [La lengua pendía pintoresca

Maúllan las ausencias cosidas en las cortinas.



Las dos primeras imágenes son autoria de la fotógrafa Francesca Woodman, de la tercera se desconoce su autor. 


Parpadea la mirada


Petit de Ca l'Eril: M'he comprat un elefant


Amanece el día anodino, sombrío y espeso, capturado en un mar de mercurio gris. Condensado está el cielo. Gotea. Se escurre y destila los aromas de los jardines. Las heridas de cedros y abetos, el humus tibio de sus pies. Su fragancia aletea entre las calles silenciadas por la lluvia. No hay silencio más profundo y placentero que el arrastrado por la lluvia.

          Circunferencias.

Círculos concéntricos en expansión de intersecciones infinitas se dibujan y desdibujan sobre el río. Una tonada jaranera vuela entre el sosiego del goteo. Nace de un parque. De las manos entrelazadas en un corro que abre estrías en mi tiempo. Charcos, pocillos, botas de agua y rodillas peladas. Adornadas con mercromina. Gira el corro a la inercia de las risas. 

En una circunferencia, todo gira y todo permanece. Me aparto, me separo del radio para apreciar el giro y desordenar así las cosas. Me reconforto en el desorden, me siento cómodo cuando tiendo a la entropía, al dejarme llevar sin forzar la naturaleza de las cosas. 

Vuelvo a tu puerta, donde me aguarda tras el cristal aquella gata delicada y refinada. Blanca como de humo. El canto del corro, su giro, todo sigue dando vueltas dibujando mi sonrisa. Aguardo en la puerta, con el regalo de la sonrisa, que abras para encontrarme con tus ojos. Con el abrazo de tu piel cenicienta y esa mirada que me hace el vacío. Destilar de nuestros cuerpos los perfumes de lluvia. Caer acurrucados, rodeándonos en un margen, lejos, distantes, observando girar la circunferencia. 

Parpadea la mirada, siempre feliz cuando se abre tu puerta.



Kriva Drina


Soap&Skin: Fleischwolf


El hombre sin rostro se tatúa una expresión, sube al púlpito y predica sus gritos silenciados. Siembra dentelladas al aire que propagan violencia edulcorada en palabras que caen como espigas de agosto. Carmesí fluye el río.
Meandro grana desde el cielo. 

Plumas tintadas de bermellón aglutinadas en el suelo. Picos desgastados en sus orillas, saciados de carcazas. El Drina, río curvado,  serpentea en sus noches. Teñido. Rostros purpúreos en las orillas.
Corinto el pelaje del perro. Manchado.
Encarnadas las amapolas. 

Gemidos que respiran mudos en sueños compuestos por la cruel materia delicada de las flores. Con el alba llora pétalos, pétalos blancos como de humo al recordar sus orillas. El llanto inútil, invisible, bajo sus aguas. Pétalos blancos de los que se alimenta. Blanco sobre rojo. Labios heridos. Rojo sobre blanco.
Presente y pasado discurren paralelos. 
Indisociables. 
Dos paralelas que se cruzan.



Vértigos (VI)


Marvin Pontiac: She ain't going home


El joven se descuelga de sus reflexiones y me permite franquear el marco de la ventana que me recluía. Se hincha mi pelaje ante el gélido aire. La hojarasca escarchada crepita a mi paso. Vigilo al perro, pero éste sigue saltando en círculos junto a los infantes. No ha percibido mi presencia, y puedo cruzar tranquilamente el jardín para alcanzar la calle que me ha de llevar junto al río. Adoro la caricia que el filo del frío dibuja mi rostro. La tensión de la dermis y los ojos que se tornan acuosos. Lloro. El frío me hace llorar, y me gusta. Llorar sin causa alguna. Algo así como una purga que sosiega mi alma al compás de mis pasos. Encarar el viento y sentir su silbante lengua, rechiflando con insistencia, excitando mis vibrisas. La de los patos que se dejan arrastrar por la corriente del río. Cada día llegan nuevos individuos, nuevas especies. El encuentro previo, el punto de concentración para partir hacia tierras más cálidas. Dirección sur. Migrar ante el empuje del invierno inminente.

Al otro lado, en la pasarela de madera que discurre paralela al río, descansa recostada una muchacha disfrutando del sol. Su mano derecha abierta acoge su mano izquierda cerrada como una caracola, y sobre ésta su mejilla, como si escuchara algo en sueños. Un sueño que mana suavemente aguas abajo. Una imagen sin tiempo, pues si el tiempo es la sucesión de espacios o variaciones de espacios, esta chica ha conseguido capturarlo, romper la espiral concéntrica de Cronos. Las ánades, silenciosas, guardianas de su sueño yacen adormecidas en la orilla. Acurrucadas a sus pies, unas junto a otras, con sus rostros abrigadas en sus alas emplumadas.   

–Te gustaría poder volar junto a nosotros –afirma un ganso de voz nasal a mis espaldas.
–¿Volar? ¿Yo? No, creo que no. ¿Qué te hace pensar eso?
–Vamos, ¿negarás que no te gustaría pasar el invierno en un lugar más cálido?
–No lo niego. Sencillamente no lo sé. Nunca he tenido oportunidad de evitarlo. ¿Tan terrorífico te parece?
–¿El invierno? Pues imagino que sí. Eso dicen. Por eso migramos.
–¿Eso dicen? ¿Me parece? ¿Quiere eso decir que nunca lo has experimentado?
–¡Claro que no! ¿Por qué iba a hacerlo? Hago lo que todos cuando llega esta época del año.
–¿Todos? ¿Ninguno de vosotros se ha quedado nunca aquí?
–No que yo sepa. ¿Por qué iba alguien a querer quedarse? Siempre ha sido así, en cuanto las horas de luz declinan: concentración y migración a finales de otoño. Yo lo aprendí de mis padres, y mis padres a la vez de sus padres. Es una conducta adquirida, aprendida y preservada a lo largo de generaciones. 
–Quizás el invierno no sea tan severo como creéis, y podríais superarlo aquí sin necesidad de arriesgaos a realizar tan largo viaje. 
–Quizás…
–¿No has sentido nunca curiosidad? ¿No te has preguntado nunca por la necesidad de migrar?
–Mmmm…, no. No me había cuestionado nunca estas cosas.
–¿No te da pánico obstaculizar tu propio descubrimiento de la vida por adquirir las creencias de otro?
–No lo había pensado. Pero no, imagino que no. ¿Qué gano quedándome y experimentando un invierno horroroso? Puede ser bueno, pero puede ser malo…, migrando sé a lo que me enfrento. Quedarme sería una incógnita. Es más, podría ser un tremendo error.
–Es la duda, y solo la duda la que nos permite avanzar continuamente. La que nos empuja a arriesgarnos, a cometer errores. Debe conocerse el error para comprenderse la vida, hay que partir del error para acercarse a la verdad, sino: ¿cómo la reconoceríamos? Así pues, ¿migrar es un paradigma? ¿Forma parte de vuestra cosmovisión? ¿De cómo percibís e interpretáis el mundo sin plantearte siquiera si realmente es necesaria tan larga travesía? ¿Si el arquetipo de las ánades migrando al sur en invierno tiene fundamento alguno?
–¿Por qué iba a ponerlo en duda? Siempre ha sido así.
–¿Pero podría ser diferente?
–¿Podría? ¡Pues claro que podría! ¡Pero no lo es!
–¿Cómo va a serlo si nunca nadie se aventura a probar algo diferente?
–¿Todos no pueden estar equivocados?
–Claro que pueden. Si todos hacen lo mismo, todos pueden cometer el mismo error.
–Si se hace así, es porque en algún momento se decidió que era la mejor de las opciones.
–Quizás. No lo niego, pero ahora desconocéis esas razones, las condiciones que se dieron para desarrollar tal conducta, y ahora simplemente actuáis por inercia. Por tradición. Los tiempos cambian. Las condiciones pueden haber variado, y vuestro hacer carecer de sentido. Un acto irracional al que os prestáis todos como conjunto. 
–Da igual, de estar cometiendo un error, estaríamos en una buena posición según tus argumentos. Junto al error.
–Anclados al error. Partir del error es bueno cuando existen dudas que conducen a nuevos errores, y de esta manera ir aproximándonos a la verdad. Quedarse en el error, sin dudar del mismo, no vale para nada.
–Celos propios de un animal terrestre incapaz de volar y migrar siguiendo las rutas de las estrellas hacia el sur.
–Ah, la soberbia del que vuela, todo y no saber ni porqué lo hace.

Me alejo dolido del ganso, resulta imposible discutir con un plumífero. Ligeros de cuerpo y ligeros de mente. Obtusos. Pero, ¡claro que desearía volar! ¿Quién no ha deseado volar alguna vez? ¡Cuántas veces he envidiado a los pequeños pájaros cantores desenvolverse entre las ramas, de árbol en árbol, de edificio en edificio! Pero no pienso reconocerlo ante ninguno de ellos, inflar más su ego. Así que cruzo el puente, en busca de la muchacha que sigue soñando, para acurrucarme junto a ella, al abrigo del sol y sus brazos. Escuchar de su caracola los susurros del tiempo. Detener su avance. Capturar lo efímero por ser lo verdaderamente eterno.




Vértigos (V)


House of Wolves: 50's


Entreabro un párpado perezoso para desvestir el día. Las pupilas se contraen. Una radiante alborada se proyecta desde la ventana hasta el lecho en que me encuentro. Sacudo el sueño y me enfilo al alféizar de la ventana para huronear lo que fuera acontece. La ciudad maitina dorada con los sauces bañando sus troncos a orillas del río. Se inclinan sobre el mismo en una alineación de ocres y amarillos sobre los que dejan cabriolear la luz, antes de que ésta siga centelleando sobre las aguas verdes. El mar celeste, azul. Azul creciente desde el horizonte, y en sus aguas dos aves sosteniendo el vuelo. En un planeo ralentizado de giros anchos que me devuelve el anhelo de volar. En el jardín unos niños suben y bajan de los columpios. Corren uno tras el otro tropezando con sus bufandas, con sus piernas cortas de pasos todavía torpes pero decididos. Un perro gira saltando a su alrededor en grandes círculos. Persiguen sus risas escondidas entre la hojarasca. Lanzan al aire un manto azafranado de hojas, buscando el regocijo que se les escapa. No oigo sus alegrías, el vidrio del ventanal me aísla de su sonido, pero las imagino. Ruidosas, alborotadas, con cortos silencios para recuperarse del esfuerzo antes de proseguir con sus carreras desenfrenadas. 

Podría raptar la felicidad de uno de esos niños y hacerle entrega de la misma a la mujer de los labios en sangre.  Sacudir con ella sus percepciones dormidas y fugarnos a lomos de sus risas. Nada hay más veloz que la felicidad. Cabalgando sobre ella es posible dejarlo todo atrás. La dama de las cerezas y yo sobre la misma montura: no somos uno ni dos, somos una entidad no numerable que discurre entre dimensiones. La felicidad  no es un ente pasivo, sino activo, y el corazón un depredador solitario. Yo le entregaría mi presa, la alegría, mi calor sobre su regazo, mientras ella me amamantaría, percibiendo la generosidad de su piel. La felicidad en la comisura de sus labios. 

Las alegrías imaginadas, como si de un enorme badajo se tratasen, sacuden mi pecho exaltando mis ansias de vivir. Nos veo perdiéndonos en la vertical recostada, con el sol a las espaldas, ganándole distancia. Una imagen nublada, visualizada a través de papel de seda. Y toda esta ansiedad oprimiéndome sobre el diafragma, lanzándome a trepar por la verticalidad de la ciudad para aligerar su peso. Podría raptar la felicidad de éste jardín para revivir aquel otro. Pero, ¿dónde esconderla? ¿Encerrarla? La felicidad es inmensurable, incontrolable, indomesticable, o no es tal.

Frente a la ventana, a mi espalda, pero ajeno al transcurrir de la vida el joven que comparte apartamento conmigo. Mira a través de ella pero no ve. En estos momentos está en su imaginario, esa especie de mundo anfibio que se mueve entre el ser y la nada. Sentado junto a la mesa de cocina llena de libros y artículos impresos, de párrafos subrayados, anotaciones laterales y garabatos en las esquinas. Imagina ecuaciones que capturen lo inimaginable. Lo real, todo aquello que escapa a la realidad, lo que tiene una existencia propia más allá del que la experimenta, no representable mediante el lenguaje. Lo que no se puede simbolizar ni imaginar. Lo que se le esconde, intuye pero no comprende. Absorto al exterior edifica su propio lenguaje, constituyéndose en el arquitecto de su realidad. 

Golpeo el picaporte de la ventana, me restriego contra él para hacerle entrar en mi realidad. En mi necesidad de salir al exterior, trepar por las escaleras de incendios hasta los tejados de zinc y experimentar allí el halo helado de octubre en mis mejillas custodiado por la tibieza del sol.