Cometas en el cielo


-Trata de un hombre que caminando encuentra una taza mágica, y descubre que si llora en la taza sus lágrimas se convierten en perlas. Es muy pobre, sabes, pero al final de la historia está sentado sobre una montaña de perlas con un cuchillo en la mano y su esposa muerta entre sus brazos.
-¿La ha matado?
-Si, Hassan
-¿Para así llorar y enriquecerse?
-Vaya, eres muy listo Hassan
-¿Puedo hacerte una pregunta sobre esa historia?
-Si, claro
-¿Por qué tubo que matar a su esposa?
-Por que llorando cada una de sus lágrimas se convertirá en una perla
-Si, pero no lo hubiera conseguido igual pelando una cebolla?
fragmento extraído de "Cometas en el cielo" de Khaled Hosseini, Ed. Salamadra. Traducción: Isabel Murillo Fort


Los quesos


En algún momento una chica suiza me dijo: en esta vida la edad no juega ningún papel, a menos que se sea un queso. Nunca he llegado a entender cual es el significado de dicho proverbio. Tampoco entonces; callé y asentí con un movimiento de hombros. Quizás mi incomprensión se deba a mi intolerancia cultural hacia tan preciado alimento en el continente Europeo, o por simpatía con los felinos. Ni entendí, ni sigo entendiendo la fascinación que despierta entre sus consumidores. Y quizás por ello, en ocasiones tengo la impresión que la vida y los recuerdos vinculados con ellos, han dejado una huella especial difícil de borrar.  
Curiosamente, mi primer recuerdo nítido con el mundo exterior gravita a su alrededor. Era un día de compras en compañía de mis padres por el barrio. La memoria me sitúa en el interior de una charcutería especializada en quesos. El olor es intenso, tanto que me mareo con su hedor. Contengo la respiración hasta enrojecer y creer estallar. Al final, antes de desfallecer por falta de oxígeno, mi madre me rescata y sale fuera conmigo para esperar junto a la puerta del comercio a que mi padre acabe las compras. Solo tengo cuatro años, y muchos olores y sabores por delante. En años sucesivos voy aprendiendo a identificarlos, y encapsularlos en mis recuerdos: 
Emmenthal. Agujeros que me conducen hasta una cocina. Siempre presente a la hora de cenar en casa de mis padres. Mi hermana juega a comerse sus orificios, la pequeña gatea bajo la mesa incordiando al pobre felino. Madre cocinando en los fogones, mientras padre prepara la ensalada y la mesa.

La vache qui rit. Hora de la merienda en la escuela. Una porción de pan y una temida porción cremosa. La autoridad escolar verificando su consumo. Por años odié al pobre rumiante. Cuando salía al campo, las veía secretando porciones triangulares y bufoneándose de mí.   

Mozzarella. Miradas desconocidas me juzgan en un restaurante. Vilipendio público por parte del cocinero al preguntarme a gritos como podría elaborar una pizza sin  mozzarella. Mis amigos ríen al tiempo que se acidifica mi odio hacia los productos lácteos y los cocineros italianos.

Roquefort. Un beso de sabor fuerte y picante. Una joven noche de verano de cuerpos salados. La pasión no curó bien y fermentó antes de la llegada del equinoccio de otoño. 


Camembert. Su queso preferido. Tras ingerirlo buscaba mis labios, yo evitaba los suyos y acababa persiguiéndome hasta que caíamos el uno sobre el otro. Las lenguas acababan fundiéndose y los cuerpos anudándose. Nunca dejé que faltase en nuestro frigorífico.

Emmental y gruyere. Estallan cohetes y petardos en la calle, la gente se felicita en el restaurante. El menú especial de la noche, como no podía ser de otra manera, es una fondue de quesos. Zürich celebra la llegada de un nuevo año, nosotros nuestro último año juntos. 

Feta. Ensalada griega en Uppsala. Tras un inacabable invierno ha rebrotado la primavera. Los patos fluyen por el Fyrisån que divide el casco antiguo de la ciudad. Dejo que el sol acaricie mis párpados y me evado entre conversaciones foráneas.

Quesos Prästost, Svecia y Västerbotten. Salado con notas amargas. Los años se enzarzan y caen uno tras otro entre países e idiomas desconocidos que se van asimilando. Nuevas impresiones en paisajes recónditos, desconocidos que se transforman en grandes amigos. Me encuentra una mujer y me lleva dentro de ella hasta su casa. Ascendemos un escalón tras otro. Cientos de escalones, como si pretendiésemos asaltar el cielo cada noche. Entre sus sábanas, entre sus piernas, bajo mi cuerpo. Los vínculos con el mediterráneo se van deshilachando. La cuajada interrumpida demasiadas veces por la visita de un amante acentúan el gusto amargo, y caigo de nuevo a las gélidas calles escandinavas.
Han pasado demasiados años fuera de casa. Acabo de enterrar a mi madre, y lo primero que hago es entrar en la charcutería de un barrio distorsionado por los recuerdos. No es la misma de la que un día me rescató mi madre, pero se le parece. Ellos siguen aquí, en el mostrador. Los miró por si identifico alguno, para así no comprarlo. Los recuerdos seguirán dentro de muchos años, peo hoy toca vivir algo nuevo.



Gaticos...



Algunas vidas vividas, ...otras viviéndose. En el fondo siempre nos han motivado las mismas urgencias, solo que los gatos siguen con el valor de vivir por ellas. Nosotros ya nos hemos olvidado de muchas de ellas.









El pasaje


Otro episodio de fluctuaciones del estadio cognitivo. Una vez más, me encuentro bajo el techo colmado de conductos y tuberías. Se pierden en la oscuridad del corredor largo y angosto. A unos metros, un único punto de luz fría, de una lámpara de pared. Un pasillo familiar, tantas veces andado. Poblado de palabras en una lengua extranjera. Empiezo a caminar por la galería guiado por las cañerías. Moriré escoltado por éstademencia senil. Como mi abuelo paterno. Se extinguió sin que nadie se despidiese de él. ¿Quién lo iba a hacer con tanta antelación? Cuando ya era evidente, ya no estaba presente. Ausentes sus recuerdos. Ausente su vida. Ausentes nosotros, su mujer, su hijo. Había dejado de existir meses antes. No nos despedimos. Tampoco lo hice de mi abuelo materno. Por cobardía. No tuve el valor de aceptar lo eminente, ni de cogerle la mano y decirle cuanto le quería. A otras se lo dije demasiado, las amé excesivamente. ¿Es eso posible? No las amaba tanto. Creí que las recordaría siempre, pero no fue así. Las confundo. Recuerdo lugares, escenografías y circunstancias, pero no sus rostros. No a ellas. Las caras, las personas dejaron de ser importantes. Las olvidé hace tiempo. Mucho antes de aliarme con la demencia para raspar mis memorias.  

Sigo avanzando, la luz ha quedado atrás. Los conductos emiten sonidos extraños, orgánicos. Mi sombra me ha adelantado. Me huye en la negrura de la galería. Como la vida, borrada a pinceladas blancas que ciegan mis recuerdos. En la penumbra unos senos y una cintura a la que abrazaba cada noche. Un amor parido antes de tiempo, muerto antes de nacer. Silencioso como la noche de primavera que pasé esperándote. Aquel día el teléfono enmudeció para siempre. Se quedó sin voz, al igual que nuestro hijo. Encapsulado en círculos concéntricos de incomprensión hasta que con el tiempo se esfumó, y calló para siempre. Una familia muda, marcada por los genes dominantes de la omisión de sentimientos. He llegado hasta aquí solo.

Cada vez hace más calor en este inagotable corredor. Soy un lastre para mis exhaustas piernas. Me detengo a descansar. La pared está húmeda. Rezuma líquido de las cañerías. Está tibio, como el viento en verano. Las orejas de nuestro perro ondulan al viento. Vuelvo a tener quince años y mis piernas pueden seguirlo a la carrera. El resoplido del gato lo obliga a esconderse. Donde siempre, bajo la mesa de la cocina, entre las piernas colgantes de mis hermanas pequeñas. Sudo mucho. El pasillo se dilata y contrae, el suelo y sus paredes se mueven con un ritmo sinusoidal. Mis hermanas hacen temblar el suelo. Corren gritando por toda la cocina. El gato se escabulle despavorido. Mi abuela siempre consigue tranquilizarlas. Todos se rinden a su sonrisa. Un último trazo de reminiscencia. La oscuridad agota mis ojos. Los párpados pesan, caigo al suelo. Me acurruco. La ceguera extirpa los recuerdos. Me vacío. El corredor me engulle y me zarandea. Unas manos tiran suavemente de mí. ¿Y mis padres?¿No los recuerdo? Gimoteo. Lloro.
-Es un niño- informa satisfecha la matrona a los padres.
Nazco un 21 de octubre.





نقاب

Niqab





Sombras sin mujer. Personalidades encarceladas en telas inexpresivas. Sin voces. Silenciosas e imperceptibles. Anónimas homogéneas callejeando por los bazares. Iluminando desde otro ángulo, quizás se consiga contrarrestar la intensa luz del machismo y devolver a la sombra el rol que le corresponde.  
Marroco 2001

Iluina



Puedo ver todo lo que sucede reflejado en sus pupilas. Sus ojos exploran el local, mientras sus manos acogen una cálida taza de chocolate caliente. La felicidad se le escapa por la comisura de los labios. Se vacía con una sonrisa dulce y delicada. Preciosa. Todo lo veo en sus ojos. Por favor no parpadees, quiero seguir viendo el mundo a través de tu mirada. Contagiarme de ella. Enfermar contigo de sonrisas y abrazar tus labios con los míos para saber a que sabe la felicidad. Me miras, y me veo. Me gusta como me ves. Procuraré recordarlo.
Gracias. Gracias, por las palabras cruzadas, las manos amigas…, pero sobre todo, gracias por la mirada. Te deseo lo mejor. Te abrazo como a una conocida de hace mucho tiempo, todo y acabar de conocerte y perderte. Un recuerdo precioso, un guiño de felicidad y humanidad. Ojalá siempre fuese todo tan fácil.
Besos.
Reykjavik  2 de agosto de 2010.


Donde las olas se esconden


fue un beso sin alma, parido antes de tiempo…
         antes de haber nacido… solo ha muerto, 
    y no ha existido.

  un beso abandonado allí donde se esconden las olas huyendo...




Simetría especular


El odio que sentía por él, me ha llevado a vivir escondido en el cajón de su mesita de noche. No recuerdo nuestros primeros meses de vida juntos, pero si nuestro primer encuentro al entrar en la habitación de los juegos. 
Sólo nos veíamos allí, ese era nuestro lugar de encuentro. Yo dormía en mi habitación, y él supongo que en la suya. Era imposible saber que tipo de vida llevaba cuando no estábamos juntos. Repetidas veces intenté espiar su actividad, abrir la puerta del cuarto con los juguetes silenciosamente y escudriñar por el hueco de la puerta que hacía aquel niño en mi ausencia. Pero nunca lo descubría. ¿Dónde diablos se escondía? Luego, era entrar en la sala y encontrarlo allí. No faltaba nunca. Plantado ante mí, mirándome como yo lo miraba. Repitiendo mis movimientos, burlándose de mis burlas. Podría haber sido divertido; debería haber sido divertido tener un hermano con quién compartir juegos. Pero con él todo siempre tenía que ser del revés. Yo levantaba la mano derecha para picar con la suya, y él me daba la izquierda. Corría de espaldas para que me persiguiera, y él escapaba en la dirección opuesta. Si salía persiguiéndolo, entonces corría hacia mí. No sabía jugar a nada. Cuando yo decía blanco, me respondía negro. Arriba, abajo. Y así siempre era con todo, simétrico y opuesto. Yo apretaba un tornillo y él lo aflojaba, yo cerraba la cerradura del armario y él abría la suya. Sabía como hacerme enfadar. Nuestros padres, intentaron calmarme, explicarme que aquello era de lo más natural en un reflejo. Pero allí había algo más que un simple reflejo, eran dos realidades que colisionaban, y un día me decidí a poner fin a aquel mundo especular. Le arrojé con fuerza un balón con intención de romperlo. Y así fue. El espejo que nos separaba se partió y mi mundo empezó a caer al suelo, me quebré en cientos, miles de pequeños fragmentos. Quedé despedazado, dispersado sobre la moqueta. Gritando en silencio, pues mis pulmones y mi boca no se encontraban. Sus ojos aparecieron sobre los míos y sus pequeños dedos guardaron el fragmento que contiene mi mirada en el bolsillo de su pantalón.  El resto dejó que mi madre lo desechara. Ahora vivo recluido en un diminuto fragmento, sin siquiera poder apartar mi mirada de la suya cuando me mira todo orgulloso desde su mundo que un día fue mío.