Hojas secas (VIII)



Gerhard, el padre Dintel, Hermann, Gustav, el cartero Tobias, le secretaria Greta, todos eran rumores sobre lo que aquel desfile harapiento que habían presenciado significaba. Se vivía de rumores, todo era confuso. Gerhard descolgó el marco con la fotografía del líder de la pared de su oficina; en un rincón de la habitación, brillaban trémulos los ojos de un ratón. Encorvado en la sombra, el diminuto cuerpo temblaba, el corazón, bum-bum, latía acelerado, bumbum-bumbum-bumbum, hasta que de un golpe, un gato le hundió el cráneo. Un breve sonido agudo y desagradable y un fino hilo de sangre escapándose por el hocico. La cabeza crujió entre los dientes del felino. El depredador dio unos cuantos cabeceos rápidos y veloces, vapuleando a la presa hasta que ésta quedó inmóvil. Ofrendó el ratón muerto, boca arriba, a los pies de Gerhard. Allí tenía, frente a él, el cuerpo blando del animal. Espantó al minino de una patada –¡aparta mala bestia!–, que corrió al otro lado de la casa. Cogiendo el ratón por el rabo, lo arrojó por la ventana.

Se sabe, experimentos científicos lo han confirmado, que las ratas salvajes pueden morir de ataques al corazón al ser forzadas a escuchar la grabación de una lucha entre un gato y una rata.

Toda la gente del valle, los del pueblo y los de las granjas, durmieron aquellos días sintiendo un cuchillo en el gaznate. Un filo burdo que podía rebanarlos en cualquier momento. La gente lucía medias lunas en sus brazos: se agarraba tan fuerte a si mismos. Al viejo señor Sintram lo encontró una vecina colgado de la lámpara del comedor. A sus pies una silla caída. Sobre la mesa, ligeramente apartada del centro de la habitación, descansaba la copia de "Mi lucha". Las páginas del libro alimentaron chimeneas y estufas de muchos hogares. Los rumores condenaron sus páginas a ser quemadas. Sublimación de sus letras en sombrías columnas de humo. Llegaban tiempos de abjuración.

Pronto empezarían a aparecer manchas de sangre en la nieve de las colinas que resguardaban el valle. Aquel día, mientras descolgaban el cuerpo inerte, flácido y pálido del señor Sintram, sólo los perros manchaban la nieve de amarillo con su orina.

La gente no sabía que hacer con aquella muerte, el padre Dintel dijo que no había sitio para él en el camposanto: "No se lleva a la Iglesia a aquellos que se han dado muerte, para que su sangre no mancille el pavimento del templo de Dios". Al final, la Iglesia y el pueblo decidieron negarle la sepultura cristiana, así como cualquier tipo de duelo, oraciones y misas. Como no consiguieron un ataúd, acomodaron su cuerpo en un viejo armario. No hubo comitiva fúnebre. Dos hombres abrieron una fosa en un campo abandonado, sacaron tambaleantes el armario del carro y lo bajaron al agujero con la ayuda de dos cuerdas. Las sogas chirriaban en su descenso, golpeando el armario a un lado y otro de la tumba, balanceándose en un movimiento pendular, tal y como había visto la vecina, al entrar en el comedor, hacer a la sombra del señor Sintram. Nadie acudió al acto. Los encargados de deshacerse del cadáver, el sepulturero y el matarife del pueblo, depositaron unas cuantas piedras grandes y pesadas sobre el ropero que hizo de ataúd, luego arrojaron tierra sobre la fosa hasta que, palada a palada, su vacío quedó lleno. Atizaron el suelo con las herramientas, pisaron con firmeza sobre él, asegurándose que quedaba bien compactado, y abandonaron el lugar. Fue la primera sepultura fuera del cementerio en muchos años, sólo las más ancianas recordaban el caso de una criatura que murió sin llegar a ser bautizada. Ya nadie recordaba donde descansaban los restos de aquel niño. Tampoco hoy se sabe donde fue enterrado el señor Sintram, los efectos de la muerte son demoledores, pues si al principio la resisten los recuerdos personales y la memoria colectiva de la vida de unos y otros, la niebla del olvido va borrando el rastro de la existencia de miles, millones de seres humanos. A la tumba abandonada del viejo Sintram le seguirían otras muchas fosas fuera de los lugares sagrados. Florecerían como las campanillas de invierno perforan la nieve y se exponen péndulas al gélido viento de febrero, para desaparecer al llegar la primavera. Para entonces, ya nada queda de ellas que evidencie su existencia, pero los bulbos aguardan pacientes al nuevo invierno que tiene que llegar.




Hojas secas (VII)



–Hermann… –rogó Olga.
–¿Qué, Olga? ¿Acaso no es verdad lo que digo? Alimentamos al monstruo, convivimos con él, le aplaudimos. Se hizo tan grande que era imparable. La bestia desencadenada no paró hasta que quedó saciada. El valle es una tumba. ¡Alemania lo es! Europa entera es un cementerio. Cada día caminamos sobre nuestros muertos. Poco importa de donde fuesen, a que dios rezasen, o lo que hiciesen, son todos nuestros: los de aquí y los de allí. Les creímos cuando decían que la bestia quería asaltarnos desde las estepas del este. Alentamos sus locuras. "Si nosotros, no podemos quebrar la amenaza de la fiera, ¿quién iba a poder hacerlo?", nos preguntaron, y respondimos: ¡Nadie! Y acertamos… ¡Nadie pudo detener a la fiera! Tampoco nosotros. Nos llamaron a la "guerra total". Esa era la solución. ¡Qué ilusión ofrecer nuestra preciosa sangre en su lucha! Teníamos que darlo todo para no perderlo todo. ¿No es lo mismo? ¿No se pierde todo cuando se da todo? Nos dijeron que no era apropiado soñar con la paz, que el pueblo alemán sólo debe pensar en la guerra. "La guerra más total y más radical es también la más corta". Insuflamos el monstruo en las almas de nuestros jóvenes y les animamos a sacrificarse. Fueron a la caza de la fiera y ésta les siguió hasta casa. La llamamos y vino…

Era un ruido sordo suspendido sobre el páramo nevado. Vehículos, la mayoría camiones, circulaban pesadamente por el camino en dirección a la ciudad. Entre ellos, arrastrando sus pasos, se movían unas figuras de mirada vacía. Los ojos, como pequeñas luciérnagas, rutilaban en sus rostros opacos, sucios y agotados. Eran miradas ausentes concentradas en sus pasos. Los uniformes gastados y rotos no causaban la misma impresión que cuando vieron partir esos mismos ejércitos. Era un desfile en desbandada de miserables salpicados de barro. De Cojos, y brazos y cabezas envueltos en vendajes inmundos. Escoltaban carros cargados con heno tirados por grandes caballos polacos de crines embarradas. Chiquillos a los que las chaquetas les quedaban largas, con los cascos, demasiados grandes, bailando sobre sus cabeza, caminaban junto a hombres canosos y barbudos de uniformes recosidos. No había oficiales uniformados entre ellos. Los soldados en retirada carecen de la constitución física y las agallas de los que marchan al frente. Los mismos hombres resultaban ahora deshonrosos. Silenciosos y con una luz distintiva en la mirada. La guerra no solo había multiplicado la edad de sus rostro sino también de sus almas; apaciguadas, doblegadas por el peso de la tragedia.

El cielo sobre sus cabezas azul.
Luminoso.
La nieve era tan blanca que las figuras quedaban en el vacío.

Gustav corrió hacia ellos, se movió desesperado a lo largo de la columna, estudiando sus rostros, preguntando por su hijo. Los hombres se dejaban manosear, no reaccionaban a las grandes y curtidas manos de Gustav con las que los volteaba, levantaba el casco, agarraba por el brazo. Eran muñecas rotas. Autómatas de hojalata oxidados sin apenas cuerda para seguir funcionando. A Friedrich nadie lo conocía. Todo lo que obtenía era pequeños gestos de cabeza que indicaban negación, caídas de ojos que querían volver a su estado de ausencia, a su mundo interior anestesiado. La voz sonora deja de tener sentido, voces internas pueblan sus silencios. Juegan desenfrenadamente a reconstruir las minúsculas piezas a las que sus mentes se han visto reducidas. Son todo preguntas, un inmenso interrogante con parka, de voces rugientes que prenden sus mentes extraviadas. Las botas avanzan, paso a paso, casi arrastrándose, movidas por actos reflejos, siguiéndose las pisadas de uno a las de otro, como hilera de hormigas, sin rumbo ni dirección propia. Obedecer, cumplir, acatar, subordinarse: así la conciencia no se vuelve loca. Suprimir la elección de uno mismo. Ya tendrá tiempo más tarde, cuando las dudas, los qué, por qué, para qué, empiecen a dar respuestas, para manifestar la demencia de lo experimentado: las acciones, lo visto, lo oído, lo sentido. Vestirán de negro toda su vida, igual que sus hijos, igual que sus nietos.

Los siguió Hermann con la mirada, hasta que una a una las figuras desaparecieron engullidas por el horizonte. Gustav restaba inclinado, aferrándose con las manos a las rodillas. Le costaba respirar. El vaho escapaba de su boca. El frío estaba por todas partes. Nadie sabía quien era su hijo. Nada de él sabía desde su incorporación al ejército. De eso hacía más de un año. Quince meses y ocho días. Martina se lo recordaba cada día, en las pocas palabras que se cruzaban. Con la marcha de Friedrich llegó el silencio, luego llegó el odio.

Algo más atrás, junto al camino, habían dejado caer a una yegua moribunda. Los corvidos exploraban su cuerpo, caminaban con ganas de horadar su enorme vientre y hurgar con sus picos en sus intestinos calientes. Le asestaron un picotazo. Otro. Un quejido roznido como respuesta; el animal estaba exhausto, rendido, entregado al destino. Sus ojos, insoportablemente grandes, miraban a Gustav: ven a tumbarte junto a mi.





Hojas secas (VI)



–Estúpido terruño –escupió Gustav–. Debí entregárselo entonces. Friedrich nunca me perdonará por ello.
Hermann dejó de observar el fuego. Olga, le dirigió una mirada lastimera. "Lo hará", le hubiese gustado decir para abrigar su angustia, pero sabía que no era cierto, que nunca lo haría. Es posible que nunca volviesen a saber de Friedrich. Gustav moriría y su hijo no lo lloraría. Eso es lo que pasó, todos eran conscientes de que así sería. Se hizo evidente desde que dejó el pueblo al volver del frente, una vez acabada la guerra, y descubrió lo que le había pasado a su madre. En aquel momento se desvaneció. La vida había decido evitar el valle.

–No hubiese podido hacer nada –sentenció Hermann levantándose para hacerse con el paquete de cigarrillos. Era tabaco negro, del que fumaba por las noches, en cuyo humo intuía que su peor enemigo eran los recuerdos–. Lo sabes. Tu no pudiste hacer nada. Yo no pude hacer nada. Nadie. Nadie pudo hacer nada. Nadie… –las palabras apenas se despegaban de los labios.

Durante unos segundos, minutos quizás, es difícil decir cuanto tiempo transcurrió, volvió cada uno a sus pensamientos. ¿Existe el tiempo cuando nada sucede? ¿Donde van a parar los segundos que marca la aguja ante la ausencia de acciones? ¿Avanza? ¿Retrocede? ¿Cómo se mueve el tiempo sin referencias? ¿Cuál es su materia? ¿Y los recuerdos? ¿Cuál es la velocidad de los recuerdos? ¿Se rigen el mundo interior y el exterior por las mismas leyes físicas? Nos vemos dentro del tiempo pero somos incapaces de percibir el paso del tiempo, más que con respecto a sí mismo. El tiempo no fluye: pasado, presente y futuro no existen como tal. El tiempo no va en ninguna dirección, no tiene una ruta propia, lo relevante es el orden relativo de los eventos. La memoria es rápida, de cuerpo sinuoso como las anguilas, moviéndose zigzagueantemente entre los sucesos, reconstruyendo el tiempo constantemente.

–De haber estado aquí, posiblemente lo hubiesen matado –musitó Hermann apoyando uno de sus hombros en el alféizar de la chimenea y encendiendo un cigarrillo. Gustav lo miró, recordando la mirada de odio y últimas palabras de Friedrich: "No vuelvas a dirigirte a mí… no tienes ningún derecho… ¿qué clase de monstruo eres? ¿Nos abandonaste a todos? ¿Padre? ¿Marido?… No mereces ninguno de esos calificativos… nada quiero de ti… nunca más". Una anguila recorrió su espalda provocándole un violento espasmo en el torso. Se unía a la amalgama de angulas que se alimentaban del corazón: órgano en descomposición.
–¿Acaso no está muerto? –replicó Gustav.
–Sabes que no es lo mismo.
–A menudo pienso que preferiría que estuviese realmente muerto. Que lo hubiesen matado aquí, junto a Martina –se sinceró Gustav.
–No digas eso… –Olga miró a Gustav y vio en sus ojos una oscura procesión de siluetas corvas y rostros borrosos. Las pupilas marchitas de flores secas y espigadas. En ellas vio sus manos ennegrecidas del tinte en el que había sumergido sus prendas, para lucir el luto por su hermana Martina. Su rostro desfigurado, seco de llanto, tras la pena negra del velo. Martina había sido destruida. Olga recordó el frío. De aquellos días sólo le llegaban sensaciones de frío. Ya no recordaba con exactitud los sucesos, había olvidado tantas cosas, se desvanecían: había aprendido a confiar en el sentimiento, no en la memoria. Contemplaba el valle escarchado bajo la bóveda de un azul gélido. Miraba el cielo, del azul que ya no era del todo azul, de donde llegaba la oscuridad, un atisbo de noche flotaba en el aire. La ululante tempestad que se alejaba con sus tambores tras las colinas. Sus manos gélidas, como los pies, eso si lo recordaba, su cuerpo destemplado y el ancho valle ante sus ojos. Vagó como un fantasma por cenagales y prados empapados, por turberas y arroyos. Nada parecía calmar el entumecimiento de su cuerpo, ni las brasas del hogar, ni los abrazos de Hermann. Ni siquiera las largas caminatas bajo el cielo cuajado de estrellas. La apatía entró hasta en sus sueños. El luto la zarandeaba de un lado a otro. Una barca a merced de las olas. No servía de nada buscar, andar de un lado a otro era un sinsentido: Martina no podía ser encontrada.

–No digas eso –repitió trémula.
–Pero es cierto –sentenció Gustav–. Preferiría que lo hubiesen matado aquí, a entregárselo a Gerhard. En realidad lo maté yo. Lo maté el día que me negué a cederle mis propiedades. Lo condené…, y me condené con ello. Lo mandaron al frente por mi culpa.
–Eso no lo sabemos –interrumpió Hermann que se había desplazado hasta la ventana.

Fuera había dejado de llover, llegaba la media luna, como una vela desplegada, desplazándose lentamente por una brecha entre las nubes. Con su resplandor iluminó la noche por un rato. Su claro puede dejar indefenso a cualquiera. Despierta los recuerdos. Abre las heridas y permite el sangrado. Recordó que su madre le había explicado la razón por la cual siempre mostraba la misma cara, le había revelado los secretos de rotación del astro, pero aquella noche no consiguió recordarlos. Se lo reprochó. Volver a la granja de sus padres, a la del niño que corría tras su padre conduciendo las vacas a lo largo y ancho del valle; al calor y olor que brotaban del cuerpo de su madre, hubiese sido un momento de alivio. Pero la noche había cerrado su puerta y su mente no podía vagar tan lejos.

–Claro que lo sabemos. Fue Gerhard quien avisó a la oficina de alistamiento en cuanto le dije que nunca tendría mis tierras. Vinieron a buscarlo dos días más tarde.
–Pero cabe la posibilidad de que lo hubiesen descubierto igualmente tarde o temprano. Entonces no tendrías ni tus tierras ni a…
–Entonces yo seguiría vivo para él. No le hubiese perdido. Ni Martina me hubiese reprochado el mandarlo a guerra.
–¿Mandarlo a la guerra? ¡Todos estábamos en medio de esa estúpida guerra! –estalló Hermann volviendo al interior de la habitación– ¡Deja de torturarte Gustav! La guerra siempre estuvo aquí. ¡Nació aquí! La engendramos, habitaba en cada uno de nosotros. En mi. En ti. En ella, en Martina… en todos los habitantes del valle. Sin excepción.



Hojas secas (V)



Su marcha por donde había venido, constituyó otro momento desaprovechado. ¿Por qué no corrí entonces a buscar la escopeta? Deberían ser sus huesos los que reposasen en la ciénaga. Gustav se había atormentado con esa idea por años. Horas enteras que había dedicado a planear un pretérito ya inalterable. Recurría a sus memorias de aquellos meses, obsesionado con los detalles. Esos detalles en los que podía haber actuado diferente desencadenando así otros futuros. Cualquier otro, daba igual el que se imaginase, era mejor que aquel al cual las circunstancias los había acabado arrastrando a todos ellos.

Cuando se reencontró con él, el domingo que siguió a la visita, debería haber acabado con su vida. Seguirlo al finalizar la misa y saltar sobre él, eso lo hubiese cambiado todo. Degollar a la hiena y arrojarla a los lodos. Tenía tantos enemigos en la comarca, que difícilmente hubiesen dado con él. Al final la culpa hubiese caído sobre algún impuro de la zona. Así era siempre. Esa era la justicia divina de esos tiempos. La rabia de la fiera desatada, que reía y rebuznaba por el país a redoble de tambor, desgarraba preferentemente a los mismos. Muchos fueron los que se aprovecharon de sus coces coléricas, ¿por qué no iba a aprovecharse él también? Nada se lo impedía, no sería la primera vez, cuando el insulto y la humillación se ejecuta desde el poder, se habilita al pueblo para hacer lo propio. El golpeo de los timbales era parte de la nueva naturaleza instaurada. La realidad que hizo nido en muchos hombres. Pero Gustav, no se planteó la posibilidad ese día. En lugar de eso, aguantó la risita farsante y los gestos impostores de Gerhard.

En la pequeña parroquia junto al río, cada domingo de congregación se repetía la misma escena. Todos actuaban igual: sobrellevaban sus abusos en silencio y soledad. El cinismo de Gerhard alcanzaba para cada uno de los allí reunidos. Cuando el padre Dintel hacía mención a los judíos en su sermón, algo que hacía con mucha frecuencia, miraba a éstos de reojo. Les confirmaba así que su secreto estaba a salvo, siempre y cuando, aceptasen sus chantajes. Aquellos que tenían algún antepasado sospechoso escuchaban cabizbajos las violentas diatribas del cura. Ha llegado la hora de la verdad, repetía cada domingo, la humanidad debe elegir de nuevo entre la apariencia y la realidad, entre germanismo y judaísmo, entre el todo y la nada, entre la verdad y la falsedad [*]. Sus palabras caían como latigazos sobre los feligreses. Los que ocultaban algo, imploraban, a ese mismo Dios, al que invocaba el cura, o a cualquier otro, para que su secreto no se diese a conocer. Imploraban por el silencio de Gerhard. Quien sabe cuántas oraciones le dedicaron en la noche de sus hogares antes de entregarse al sueño. Con la caída del sol el musitado sonido de las plegarias poblaba el valle. Tanto mendigar para al final: nada. Se los llevaron. Como el viento se lleva las hojas secas. La fiera, malherida y acorralada, los desgarró de las tierras antes de que le diesen muerte.

Quien no pueda odiar al diablo, tampoco puede amar a Dios. Quien ama a su pueblo debe odiar al destructor de su pueblo, odiarle desde lo más profundo de su alma. ¡Cuándo la luz se pelea con la oscuridad, no hay pactos que valgan! Sólo cabe la lucha a vida o muerte, hasta la destrucción de la una o de la otra. Por eso esta guerra era el único final posible [*]. Así recordaba el sacerdote, desde la altura de su púlpito, con las manos señalando el cielo, a los feligreses el sentido de la guerra y la necesidad de sacrificio. Por parte de todos, sin excepciones. Aquel día, Gustav sintió que aquellas palabras iban expresamente dirigidas a su persona. Que el propio Gerhard había escrito la plática al predicador con el fin de dedicarle, desde su banco una de sus sonrisas con sorna. Escondía cuchillas entre sus dientes. Cuando al acabar la ceremonia le preguntó, en un susurro siseante, si se había repensado su propuesta, Gustav, en una reacción inconsciente y tozuda, reafirmó su negativa. No le entregaría sus tierras.



[*] Extractos de discursos de Dietrich Eckart, mentor de Hitler y uno de los más importantes ideólogos iniciales del nazismo. Los textos se han obtenido del libro: El Reich sagrado del historiador Richard Steigmann-Gall publicado en su versión inglesa por Cambridge University Press en 2003. La ilustración pertenece a un libro infantil anti-semita en cuya leyenda en alemán puede leerse: Cuando veas una cruz recuerda el horrible asesinato cometido por los judíos en el Gólgota (o el Calvario, como es más conocido en castellano el lugar a las afueras de Jerusalén donde Jesucristo fue crucificado). 

Hojas secas (IV)



Debí matarlo entonces, masculló Gustav. Aquella idea llevaba años torturando al viejo. Con el paso del tiempo y los acontecimientos, había tenido la ocasión de pensar tantas veces en aquella opción, que la memoria de esos días era un violento remolino que engullía cualquier otro recuerdo. El nodo principal del vórtice que atrapaba su vida era Gebhard. Imaginaba cómo, de haberle pegado un tiro en la primavera que se presentó en su granja, podría haber alterado la historia de sus vidas. Lo veía a menudo, ascendiendo por el camino, con su paso firme y el mentón alto. Sonriente. Sabiéndose vencedor. No venía trajeado con el uniforme, pero su talante era el mismo: prepotente y beligerante. Se había desprendido de la chaqueta y la llevaba doblada sobre el brazo. Era un día sofocante, más propio de verano que de primavera. Le saludó desde lejos a medida que avanzaba entre el florido prado, donde las vacas, ajenas, pacían, en su mayoría, bajo el roble, resguardándose de la canícula; otras pocas chapaleaban en la ciénaga. Mientras, Gustav lo observó subir por el pastizal, extrañado por su visita. Se sabía que en las últimas semanas había frecuentado a otros granjeros del municipio. Se decía que le habían "vendido", cedido, parte de sus tierras. Era un secreto a voces en la comarca. Todos sabían de sus extorsiones, y en que se sustentaban. Quizás por ello, Gustav nunca creyó que tendría que lidiar con él y sus trapicheos. En la noche, junto al fuego, proyectó sobre las brasas, lo fácil que hubiese sido en aquel momento pegarle un tiro desde el granero aquel día. Pero son los actos los que hacen de los hombres y los tiempos aquellos que son. Él no ejecutó aquel disparo, ni pensó ello, y Gebhard prosiguió su ascensión por su propiedad.

Al fin y al cabo, él y su mujer estaban limpios. Sus partidas de nacimiento daban buena cuenta de ello. Eran los documentos que evidenciaban su pureza, los mismos, que en otros casos, constituían una condena. Eran los registros de las iglesias, los que concedían los atropellos de aquella doctrina radicalmente asesina, que galopaba caprichosa y desbocada por aquellas tierras. Una suerte de justicia divina. Gustav así lo interpretó en un principio. Cuando las víctimas eran otros era fácil convocar a los caminos misteriosos de Dios o a los pecados de los sacrificados. Hasta el padre Dinter de la parroquia hablaba de ello en sus alocuciones de los domingos. Había creído en aquello, no sólo a ciegas, sino también con los ojos abiertos. La razón reforzó su creencia, hasta que fue víctima. A partir de entonces, dudó de la justicia y el castigo divino. Fue el tiempo que supuso la muerte de Dios. ¿Por qué el sufrimiento del inocente? Si Dios no tenía nada que ver con su desgracia, y toda ella era obra de la libertad y autonomía del hombre, Dios tampoco debía contar para lo bueno. A un Dios desentendido con su creación, no había manera de preguntarle nada. No cuenta para nada. Muere, como lo hizo para Gustav. No importaba cuanto el sacerdote insistiese en una justicia final universal, Gustav quería la justicia aquí y ahora. Había agotado su paciencia, ese vivir cristiano desde el futuro hacia el presente, esperanzado por una lógica apocalíptica. Deseaba vivir un presente de justicia terrenal y humana que, sin embargo, tampoco llegó. La muerte de Dios fue seguida de la muerte del hombre. De cualquier creencia. Un salto al vacío. Vacío, que el tiempo colmó de pesadumbre.  

Gerhard le dedicó un "buenos días" en cuanto llegó a su altura. Gustav, replicó secamente plantado frente a la puerta. No era bienvenido. Ni allí ni en ningún sitio, los que le abrían su puerta, lo hacían por el respeto y el miedo que su figura infundía, sumisión acentuada desde que era miembro del partido. ¿Puedo ayudarte en algo?, preguntó el granjero. Exhalando, Gerhard se limitó a soltar una risita mefistofélica meneando la cabeza y mirando al suelo.
–Gustav, Gustav, hace años que nos conocemos, ¿no? –se sostenía con las manos en las rodillas– Toda una vida, me atrevería a decir, así que no vale la pena que disimulemos entre nosotros, ¿no? Supongo que habrás…
–Sí. He oído hablar de tus "negocios" con otros granjeros.
-Perfecto –se irguió clavando sus pupilas en las de su interlocutor–. Así ya sabes a que he venido.
–¿Qué es precisamente lo que quieres?
–Poca cosa, Gustav, poca cosa. Parte de esos pastos de allí abajo, los que rodean la ciénaga. Tengo nuevo ganado, ¿sabes?
–Eso he oído. ¿Y a qué precio?
–¿Precio? Vaya, Gustav, me decepcionas. No sabía que cobijabas dentro de ti ese materialismo tan judío. ¿Quizás deba revisar tu partida de nacimiento y la de los tuyos?
–No te molestes, somos puros. Pero supongo, qué eso ya lo sabes. No pienso regalarte mis tierras. No tienes nada. Nada que puedas usar contra mi.
–¿Nada? Gustav, Gustav, todo hombre tiene algo que teme perder. Ser puro no es suficiente en los tiempos que corren, uno debe ser también un buen ciudadano. Raza y pueblo, Gustav, raza y pueblo. Estas son nuestras dos realidades con dos exigencias básicas: el interés común y el sentido del sacrificio. Así pues, ¿eres un buen ciudadano, Gustav?
–¿Qué dudas tienes de ello?
–Tu hijo, Gustav. ¿Cuántos años tiene?
–Sabes perfectamente cuantos años tiene…
–Lo sé, claro que lo sé. El destino de nuestro pueblo debería importarte Gustav. Es más importante que cualquiera de nosotros. Merece nuestro sacrificio.
–Y me importa, Gerhard. ¿Qué te hace pensar lo contrario?
–Te lo he dicho: tu hijo. No lo he visto por las oficinas de reclutamiento…
–Es joven.
–¿Joven? Debería haberse presentado a las oficinas hace meses. ¿Eres consciente de ello?
Gustav guardo silencio un rato. Había conseguido aguantarle la mirada hasta ese momento, en el cual los ojos cayeron. Gerhard sonrió, reconocía aquella expresión del rostro, la había visto tantas veces, y en tantas personas, era la marca que no engaña: el sello de los vencidos.
–Creo que es hora de que te vayas –sentenció Gustav con el sinsabor de saberse perdedor.



Hojas secas (III)



Cuando la taza quedó seca, Gustav articuló otro de sus sonido apagados, un cuervo había decidido habitar su pecho. Depositó la porcelana en el suelo y buscó la mirada de Hermann y Olga, que seguían ensimismados entre las flamas. Carraspeó levemente para aclarar la voz en desuso y dijo: Gebhard vino ha verme el otro día…
–¿Otra vez? –interrumpió Hermann– ¿Sigue insistiendo en…?
 –No, no. Ya hace tiempo que no me molesta con eso.
–Entonces, ¿qué quería? Porque ese puerco sólo aparece por aquí cuando le interesa algo –preguntó Hermann encrespado.
–Vino a mofarse… –los ojos de Gustav se apagaron. Encorvado sobre la silla y la cabeza baja, su silueta parecía cada vez más la del cuervo que le había robado la voz.
–¿A mofarse? ¿De qué? ¿De qué puede permitirse el lujo de reírse ese canalla?
–Pues de eso, precisamente de eso…, de lo que lleva tantos años insistiendo –Gustav hizo una pausa para levantar la mirada, encarando a sus dos oyentes–. Vino para "agradecerme", que durante tantos años fuese tan terco como para no venderle los terrenos de la ciénaga…
–¿Agradecer? Ese gorrino no sabe lo que es agradecer.
–Esa fue la expresión que uso.
–Pero no entiendo, ¿dónde está la mofa?
–En lo que me dijo a continuación. Vino para comunicarme, extraoficialmente, que el nuevo plan regional va a expropiar esos terrenos del municipio.  Que la nueva carretera entre Frankfurt y Müncheberg va a pasar por ellos.

Los ojos de Olga, hasta ese momento concentrados en el tizón de la chimenea, se iluminaron aterrados y miraron a Gustav. Giraron de un lado a otro, buscando primero a Gustav y luego a Hermann, para volver a repetir la secuencia, volviendo de un viejo a otro unas cuantas veces más. Las noticias de Gustav hicieron mella en ella. Invocó, impotente, el nombre de su marido, Hermann, esperando una explicación, una reacción al menos, por su parte. Pero el hombre siguió mudo, con las sombras flirteando con sus arrugas. Eran un oleaje que permitía a su rostro disiparse en la negrura del salón. Lo probó con el de Gustav, pero no hubo respuesta. Su rostro también iba y venía, irreal, como si de una ilusión se tratase, de la oscuridad al resplandor de las llamas. La única respuesta: el crepitar del tizón. El silencio volvió a envolver la casa. Lloviznaba fuera, el liviano goteo se dejaba escuchar sobre el tejado. Un arrítmico toc-toc que golpeaba la pizarra y llegaba a sus oídos como un sonido ingrávido, suspendido, como el mugido aislado de una vaca que la niebla trajo desde las dependencias para los animales. Olga volvió a insistir con su marido, la ansiedad la devoraba. Había aprendido a convivir con el pecado, a que aquella mancha tiñese toda su vida, hasta el último de los días, sabía que sólo la abandonaría con el último suspiro. Que incluso se la llevaría consigo al otro lado, cuando, a veces, recuperaba la esperanza, creencia, de que algo más existía. Aunque fuese el infierno, nada podía ser peor que lo vivido, se decía, y sin embargo ahora aquella revelación había venido para alterar su aceptada mortificación. ¿Es que no tendría fin aquel martirio?

El aire que los rodeaba no circulaba, estaba viciado, adormecido y triste, fatigado y atormentado. Funesto. Olga recordó el pez moribundo entre los lodos negros de la turbera. Su ojo fijo, de pupila inmutable, que la miraba hasta el improperio. Una de las paladas ciegas de Hermann lo había malherido y sacado a la superficie. Su cuerpo argénteo había ido resbalando de la amalgama negra que lo contenía, y ahora yacía sobre el ondulante colchón de cárices calcícolas y musgos pardos, aguardando a que alguien le asestase el golpe definitivo. Su ojo parecía suplicar por ello, sin embargo, ella no se lo dio. Nadie. Abandonaron el lugar, calados, naufragando en sus aguas varias veces, dejando al pez agonizando a solas. Se giró un par de veces, en su marcha hacia tierra firme, hasta que dejó de apreciar el centelleo de sus escamas. Una estrella que se había descolgado del cielo. Nunca había pensado en él hasta aquel momento. Había vuelto a aquella escena miles de veces en los últimos años, sus sueños siempre gravitaban alrededor de ella, pero sólo aquella noche evocó aquel detalle; la de aquel absurdo pez que expiraba mientras ellos horadaban la turba.

Hermann, reiteró levantándose de su silla y encarando a su marido. El hombre le dedicó una mirada para retirarla inmediatamente. ¿Qué puedo decirle?, se preguntaba, ¿qué esperas de mí? ¿Acaso no ves que no tengo palabras? Nunca he sido hombre de palabras. No se me dan bien. He sido hombre de actos. Y mira donde estamos. Somos el producto, el deshecho, de ellos. Hazlo, me dijiste, e hice lo que me pediste. Así que no me pidas ahora que diga algo, porque no puedo. No ahora. La mente de Hermann ardía. Sus pupilas brillaban, proyectaban el incendio interno o, quizás, simplemente reflejaban las ascuas del hogar. Olga permaneció un rato de pie ante él. Su nombre volvió a escurrirse entre sus dientes. Sin vocalizar. Sin esperanza. Ahora sus hombros colgaban, como dos cuerpos inertes, los brazos se habían vuelto pesados, y el corazón, débil, no podía cargar con ellos. Aquellos que habían labrado el campo y cargado fardos tantos años se habían rendido. Su organismo la abandonaba. El pez sobre la turba. El chapoteo. El olor sulfuroso del agua. El cuerpo embarrado. El brillo dorado de la pirita en sus piernas y brazos ennegrecidos. El ojo. Ese ojo de pez. La pupila impasible. Acusadora. El cuerpo denigrado. Deshonrado. Las memorias exhalaban un gusto agrio. Su lengua, cansada, bisbiseaba sonidos confusos, hasta que las cuarteadas manos de Gustav, arroparon sus hombros e invitaron a su rendido cuerpo a volver a su asiento. Poco a poco, hundiéndose en la silla, Olga se apagó.