Dejó de gustarme el invierno


Sarabeth Tucek: Ambulance



Sobre labios ciegos cortan palabras las lenguas. 
Me arranco los ojos y despliego la noche.
Para un azul reposo en el regazo de tus piernas,
en los pliegues infinitos de la falda.
Recluyo al invierno fuera.
Dejó de gustarme el día en que a las mantas les dio por abrigar menos que tus abrazos.



Los orígenes de Gaël


Conxita: Música de gossos

Fragmento de un cuento escrito para el pequeñito de unos amigos uppsaliensis 
ahora viviendo más allá de los fiordos en tierras noruegas. 


La historia de tus padres se remonta a una pequeña ciudad del centro de Suecia: Uppsala. Una ciudad chiquita chiquita y tranquila, tranquila hasta el punto que las estaciones se dormían en ella, y el invierno instalado en ella solía dormitar y gandulear por meses en sus calles y jardines abrigado bajo una manta de blanca nieve. El invierno era frío como unos pies descalzos sobre unas baldosas, y oscuro como debe ser habitar la barriga de una ballena. Claro que de ballenas en Uppsala no había y por tanto hablo por hablar. En esos meses los gatos visten bufandas, largas bufandas de lana que ondulan al viento, al compás de su elegante y felino andar. Juegan los unos con los otros, deshilachándose para volverse a hilvanar más tarde, reinventándose así mismo cada vez. Son más de siete las vidas de los gatos, al menos en esta ciudad. Nadie se atrevería a afirmar con certeza cual en el número de vidas del que pueden gozar estos seres. Quizás los cuervos, plumas negras sobre blanca nieve, dispongan de esta información. Las alturas les confieren un buen punto de observación, y suelen gozar de una buena reputación como estadistas y analistas. ¿He mencionado que son negros? Negros como el día, que aquí es noche. Cuando las velas, sacrificadas y disciplinadas, desfilan de las cocinas hasta las calles, alumbrando con sus llamas los pasos de los viandantes de vuelta a sus hogares. Hileras de puntos de fuego, estrellas caídas y tintineantes recostadas sobre la nieve. En esta ciudad curiosa donde día y noche se acuestan juntos tuvo lugar el encuentro de tus padres.

Él, otra de las curiosidades de un sitio como éste, que en pocos lugares se encuentran, jugaba con matrices de gallinas. Gallinas encorchadas, grandes y pequeñas, entre paréntesis. Conjuntos de gallinas de colores y tamaños, para descifrar los secretos de esa hélice que todos llevamos dentro. Sí, una doble hélice en espiral que nos aviva a todos, nos impulsa. Se pliega y se repliega como un muelle y nos permite alcanzar a saltos sueños para hacerlos realidades, y alterar realidades para hacer de ellas un sueño. Dos estados de lo mismo. Ese era aquí su trabajo, entender la hélice de las gallinas, de sus crestas de colores. Números coloridos y llenos de plumas revoloteaban por la pantalla de su computadora, calculando, cacareando sin cesar, mientras él practicaba melodías con su flauta y enseñaba a bailar y corear a su verde loro Morrisette. 

Ella, se perdía por la ciudad (lo cierto es que se pierde en cualquier lado, es una de sus propiedades más maravillosas), siempre con los ojos bien abiertos por si algún cándido animalito quedaba a su alcance. Y cuando no se perdía, o acababa en una de las cafeterías con un tazón de chocolate y un trozo de tarta de ruibarbo, trabajaba de alquimista en un laboratorio. Destilando el secreto de la vida entre vasos de decantación, pipetas y tarros llenos de líquidos colorados. Colores que viraban al mezclarse, que cambian de estado y que desplegaban las espirales de vida para exhibir su arquitectura. Lo suyo eran también las gallinas, salvajes pero gallinas. Gallinas gordas y negras, de culo blanco y roja cresta. Ella te dirá que no, pero entre nosotros te confesaré que de pájaros existen básicamente dos tipos: los pollos pequeñitos y los pollos grandes, plumíferos todos ellos. Volar está sobrevalorado, quién quiere surcar el cielo como un pajarito existiendo tantos misterios entre la hojarasca, bajo las piedras o en el fondo de una charca. Micromundos en los que perderse, más allá de los aburridos azules vacíos del cielo y sus acolchadas nubes. Más tarde se percató de las virtudes de los anfibios, de su vivir sin saber dónde, y quizás le recordó a ella misma y su naturaleza gallega. Seres que dudan entre quedarse  en tierra o bañarse en la charca. Aprendió a apreciar su cantar la noche entera celebrando el deshielo, aunque nieve, y la delicadeza de sus ojitos iridiscentes. Esa minúscula belleza entre su tosco lenguaje de croares. Siempre perdida, siempre dispuesta a maravillarse con lo que descubría en sus despistes.

Así eran tus padres cuando los conocí, y se conocieron. Sin embargo todo esto me lo invento, aunque no miento.




Maúllan las cortinas


Puerto Muerto: Beautiful women with shining black hair


Agua de plata tras el vidrio. Es sin ser. Cristal bufado, cristal bañado, cristal quebrado. Cristal. Lijado por mi lengua. Pulido.  Los espejos están llenos de gente. Contenido. Recipiente. Cuenco. Cazo. Bulle el agua. Chof chof. Maúlla la soledad cosida en las cortinas. ¿Diestro o zurdo? ¿Reflejo o reflejado? Bueyes. Me he acostado con mi propia alma. Me he violado, ultrajado y exhibido. Bueyes embisten desde mi tripas. Regurgitarme. Pupilas de cordero en azabache fosilizado. Filo. Corte. Siega. Chof chof. Bulle el agua en el cazo.
    
           [Estaba muerto cuando lo encontré
           [La lengua pendía pintoresca]   

Caliza y arcilla, grava y arena. Sostengo las paredes de vacíos. Enladrillo memorias. El espejo poblado de gente. Vaho sobre la retina. Degluto sentimientos no sazonados. Áspero. Cruel. Crudo. Sin digestión, hierve el estómago. Chof chof. En un rincón del sofá permanecen zurzidas unas risas ajenas. Ajenas y propias. Están sin estar. Pulo el vidrio sobre el mar de plata. Raspo y raspo hasta que, crac, ceden las uñas. Queratina. Células muertas en crecimiento. Degollo al cordero que me habita para salvarme. Plasma. Flujo. Humor.    

           [Estaba muerto cuando lo encontré
           [La lengua pendía pintoresca

Maúllan las ausencias cosidas en las cortinas.



Las dos primeras imágenes son autoria de la fotógrafa Francesca Woodman, de la tercera se desconoce su autor. 


Parpadea la mirada


Petit de Ca l'Eril: M'he comprat un elefant


Amanece el día anodino, sombrío y espeso, capturado en un mar de mercurio gris. Condensado está el cielo. Gotea. Se escurre y destila los aromas de los jardines. Las heridas de cedros y abetos, el humus tibio de sus pies. Su fragancia aletea entre las calles silenciadas por la lluvia. No hay silencio más profundo y placentero que el arrastrado por la lluvia.

          Circunferencias.

Círculos concéntricos en expansión de intersecciones infinitas se dibujan y desdibujan sobre el río. Una tonada jaranera vuela entre el sosiego del goteo. Nace de un parque. De las manos entrelazadas en un corro que abre estrías en mi tiempo. Charcos, pocillos, botas de agua y rodillas peladas. Adornadas con mercromina. Gira el corro a la inercia de las risas. 

En una circunferencia, todo gira y todo permanece. Me aparto, me separo del radio para apreciar el giro y desordenar así las cosas. Me reconforto en el desorden, me siento cómodo cuando tiendo a la entropía, al dejarme llevar sin forzar la naturaleza de las cosas. 

Vuelvo a tu puerta, donde me aguarda tras el cristal aquella gata delicada y refinada. Blanca como de humo. El canto del corro, su giro, todo sigue dando vueltas dibujando mi sonrisa. Aguardo en la puerta, con el regalo de la sonrisa, que abras para encontrarme con tus ojos. Con el abrazo de tu piel cenicienta y esa mirada que me hace el vacío. Destilar de nuestros cuerpos los perfumes de lluvia. Caer acurrucados, rodeándonos en un margen, lejos, distantes, observando girar la circunferencia. 

Parpadea la mirada, siempre feliz cuando se abre tu puerta.



Kriva Drina


Soap&Skin: Fleischwolf


El hombre sin rostro se tatúa una expresión, sube al púlpito y predica sus gritos silenciados. Siembra dentelladas al aire que propagan violencia edulcorada en palabras que caen como espigas de agosto. Carmesí fluye el río.
Meandro grana desde el cielo. 

Plumas tintadas de bermellón aglutinadas en el suelo. Picos desgastados en sus orillas, saciados de carcazas. El Drina, río curvado,  serpentea en sus noches. Teñido. Rostros purpúreos en las orillas.
Corinto el pelaje del perro. Manchado.
Encarnadas las amapolas. 

Gemidos que respiran mudos en sueños compuestos por la cruel materia delicada de las flores. Con el alba llora pétalos, pétalos blancos como de humo al recordar sus orillas. El llanto inútil, invisible, bajo sus aguas. Pétalos blancos de los que se alimenta. Blanco sobre rojo. Labios heridos. Rojo sobre blanco.
Presente y pasado discurren paralelos. 
Indisociables. 
Dos paralelas que se cruzan.



Vértigos (VI)


Marvin Pontiac: She ain't going home


El joven se descuelga de sus reflexiones y me permite franquear el marco de la ventana que me recluía. Se hincha mi pelaje ante el gélido aire. La hojarasca escarchada crepita a mi paso. Vigilo al perro, pero éste sigue saltando en círculos junto a los infantes. No ha percibido mi presencia, y puedo cruzar tranquilamente el jardín para alcanzar la calle que me ha de llevar junto al río. Adoro la caricia que el filo del frío dibuja mi rostro. La tensión de la dermis y los ojos que se tornan acuosos. Lloro. El frío me hace llorar, y me gusta. Llorar sin causa alguna. Algo así como una purga que sosiega mi alma al compás de mis pasos. Encarar el viento y sentir su silbante lengua, rechiflando con insistencia, excitando mis vibrisas. La de los patos que se dejan arrastrar por la corriente del río. Cada día llegan nuevos individuos, nuevas especies. El encuentro previo, el punto de concentración para partir hacia tierras más cálidas. Dirección sur. Migrar ante el empuje del invierno inminente.

Al otro lado, en la pasarela de madera que discurre paralela al río, descansa recostada una muchacha disfrutando del sol. Su mano derecha abierta acoge su mano izquierda cerrada como una caracola, y sobre ésta su mejilla, como si escuchara algo en sueños. Un sueño que mana suavemente aguas abajo. Una imagen sin tiempo, pues si el tiempo es la sucesión de espacios o variaciones de espacios, esta chica ha conseguido capturarlo, romper la espiral concéntrica de Cronos. Las ánades, silenciosas, guardianas de su sueño yacen adormecidas en la orilla. Acurrucadas a sus pies, unas junto a otras, con sus rostros abrigadas en sus alas emplumadas.   

–Te gustaría poder volar junto a nosotros –afirma un ganso de voz nasal a mis espaldas.
–¿Volar? ¿Yo? No, creo que no. ¿Qué te hace pensar eso?
–Vamos, ¿negarás que no te gustaría pasar el invierno en un lugar más cálido?
–No lo niego. Sencillamente no lo sé. Nunca he tenido oportunidad de evitarlo. ¿Tan terrorífico te parece?
–¿El invierno? Pues imagino que sí. Eso dicen. Por eso migramos.
–¿Eso dicen? ¿Me parece? ¿Quiere eso decir que nunca lo has experimentado?
–¡Claro que no! ¿Por qué iba a hacerlo? Hago lo que todos cuando llega esta época del año.
–¿Todos? ¿Ninguno de vosotros se ha quedado nunca aquí?
–No que yo sepa. ¿Por qué iba alguien a querer quedarse? Siempre ha sido así, en cuanto las horas de luz declinan: concentración y migración a finales de otoño. Yo lo aprendí de mis padres, y mis padres a la vez de sus padres. Es una conducta adquirida, aprendida y preservada a lo largo de generaciones. 
–Quizás el invierno no sea tan severo como creéis, y podríais superarlo aquí sin necesidad de arriesgaos a realizar tan largo viaje. 
–Quizás…
–¿No has sentido nunca curiosidad? ¿No te has preguntado nunca por la necesidad de migrar?
–Mmmm…, no. No me había cuestionado nunca estas cosas.
–¿No te da pánico obstaculizar tu propio descubrimiento de la vida por adquirir las creencias de otro?
–No lo había pensado. Pero no, imagino que no. ¿Qué gano quedándome y experimentando un invierno horroroso? Puede ser bueno, pero puede ser malo…, migrando sé a lo que me enfrento. Quedarme sería una incógnita. Es más, podría ser un tremendo error.
–Es la duda, y solo la duda la que nos permite avanzar continuamente. La que nos empuja a arriesgarnos, a cometer errores. Debe conocerse el error para comprenderse la vida, hay que partir del error para acercarse a la verdad, sino: ¿cómo la reconoceríamos? Así pues, ¿migrar es un paradigma? ¿Forma parte de vuestra cosmovisión? ¿De cómo percibís e interpretáis el mundo sin plantearte siquiera si realmente es necesaria tan larga travesía? ¿Si el arquetipo de las ánades migrando al sur en invierno tiene fundamento alguno?
–¿Por qué iba a ponerlo en duda? Siempre ha sido así.
–¿Pero podría ser diferente?
–¿Podría? ¡Pues claro que podría! ¡Pero no lo es!
–¿Cómo va a serlo si nunca nadie se aventura a probar algo diferente?
–¿Todos no pueden estar equivocados?
–Claro que pueden. Si todos hacen lo mismo, todos pueden cometer el mismo error.
–Si se hace así, es porque en algún momento se decidió que era la mejor de las opciones.
–Quizás. No lo niego, pero ahora desconocéis esas razones, las condiciones que se dieron para desarrollar tal conducta, y ahora simplemente actuáis por inercia. Por tradición. Los tiempos cambian. Las condiciones pueden haber variado, y vuestro hacer carecer de sentido. Un acto irracional al que os prestáis todos como conjunto. 
–Da igual, de estar cometiendo un error, estaríamos en una buena posición según tus argumentos. Junto al error.
–Anclados al error. Partir del error es bueno cuando existen dudas que conducen a nuevos errores, y de esta manera ir aproximándonos a la verdad. Quedarse en el error, sin dudar del mismo, no vale para nada.
–Celos propios de un animal terrestre incapaz de volar y migrar siguiendo las rutas de las estrellas hacia el sur.
–Ah, la soberbia del que vuela, todo y no saber ni porqué lo hace.

Me alejo dolido del ganso, resulta imposible discutir con un plumífero. Ligeros de cuerpo y ligeros de mente. Obtusos. Pero, ¡claro que desearía volar! ¿Quién no ha deseado volar alguna vez? ¡Cuántas veces he envidiado a los pequeños pájaros cantores desenvolverse entre las ramas, de árbol en árbol, de edificio en edificio! Pero no pienso reconocerlo ante ninguno de ellos, inflar más su ego. Así que cruzo el puente, en busca de la muchacha que sigue soñando, para acurrucarme junto a ella, al abrigo del sol y sus brazos. Escuchar de su caracola los susurros del tiempo. Detener su avance. Capturar lo efímero por ser lo verdaderamente eterno.




Vértigos (V)


House of Wolves: 50's


Entreabro un párpado perezoso para desvestir el día. Las pupilas se contraen. Una radiante alborada se proyecta desde la ventana hasta el lecho en que me encuentro. Sacudo el sueño y me enfilo al alféizar de la ventana para huronear lo que fuera acontece. La ciudad maitina dorada con los sauces bañando sus troncos a orillas del río. Se inclinan sobre el mismo en una alineación de ocres y amarillos sobre los que dejan cabriolear la luz, antes de que ésta siga centelleando sobre las aguas verdes. El mar celeste, azul. Azul creciente desde el horizonte, y en sus aguas dos aves sosteniendo el vuelo. En un planeo ralentizado de giros anchos que me devuelve el anhelo de volar. En el jardín unos niños suben y bajan de los columpios. Corren uno tras el otro tropezando con sus bufandas, con sus piernas cortas de pasos todavía torpes pero decididos. Un perro gira saltando a su alrededor en grandes círculos. Persiguen sus risas escondidas entre la hojarasca. Lanzan al aire un manto azafranado de hojas, buscando el regocijo que se les escapa. No oigo sus alegrías, el vidrio del ventanal me aísla de su sonido, pero las imagino. Ruidosas, alborotadas, con cortos silencios para recuperarse del esfuerzo antes de proseguir con sus carreras desenfrenadas. 

Podría raptar la felicidad de uno de esos niños y hacerle entrega de la misma a la mujer de los labios en sangre.  Sacudir con ella sus percepciones dormidas y fugarnos a lomos de sus risas. Nada hay más veloz que la felicidad. Cabalgando sobre ella es posible dejarlo todo atrás. La dama de las cerezas y yo sobre la misma montura: no somos uno ni dos, somos una entidad no numerable que discurre entre dimensiones. La felicidad  no es un ente pasivo, sino activo, y el corazón un depredador solitario. Yo le entregaría mi presa, la alegría, mi calor sobre su regazo, mientras ella me amamantaría, percibiendo la generosidad de su piel. La felicidad en la comisura de sus labios. 

Las alegrías imaginadas, como si de un enorme badajo se tratasen, sacuden mi pecho exaltando mis ansias de vivir. Nos veo perdiéndonos en la vertical recostada, con el sol a las espaldas, ganándole distancia. Una imagen nublada, visualizada a través de papel de seda. Y toda esta ansiedad oprimiéndome sobre el diafragma, lanzándome a trepar por la verticalidad de la ciudad para aligerar su peso. Podría raptar la felicidad de éste jardín para revivir aquel otro. Pero, ¿dónde esconderla? ¿Encerrarla? La felicidad es inmensurable, incontrolable, indomesticable, o no es tal.

Frente a la ventana, a mi espalda, pero ajeno al transcurrir de la vida el joven que comparte apartamento conmigo. Mira a través de ella pero no ve. En estos momentos está en su imaginario, esa especie de mundo anfibio que se mueve entre el ser y la nada. Sentado junto a la mesa de cocina llena de libros y artículos impresos, de párrafos subrayados, anotaciones laterales y garabatos en las esquinas. Imagina ecuaciones que capturen lo inimaginable. Lo real, todo aquello que escapa a la realidad, lo que tiene una existencia propia más allá del que la experimenta, no representable mediante el lenguaje. Lo que no se puede simbolizar ni imaginar. Lo que se le esconde, intuye pero no comprende. Absorto al exterior edifica su propio lenguaje, constituyéndose en el arquitecto de su realidad. 

Golpeo el picaporte de la ventana, me restriego contra él para hacerle entrar en mi realidad. En mi necesidad de salir al exterior, trepar por las escaleras de incendios hasta los tejados de zinc y experimentar allí el halo helado de octubre en mis mejillas custodiado por la tibieza del sol.





Un día un hombre entró en mi vientre...


Un día un hombre entró en mi vientre…


...Luego, muchos otros hombres entraron en mi vientre. Pero siempre eran demasiado gordos, demasiado flacos, demasiado grandes, o demasiado pequeños. 



así empieza y acaba el corto "Un Jour" (2001) de la directora Marie Paccou. Un corto animado que he descubierto este fin de semana en el festival internacional de cortos que tiene lugar cada finales de octubre en Uppsala. Unas animaciones de gran belleza estética sin tonos grises, solo blanco y negro puros para acentuar los contrastes entre luz y sombras. 




Postales


Gran Teatro Amaro: WE don't want to be sad


9 octubre 2007
Hola mamá,
aprovecho que ha salido el sol para escribíos una postal sentado en una terraza, preveo que será de las últimas veces que podré hacerlo en los próximos meses. Ya estoy instalado en mi nuevo apartamento, a las afueras de Uppsala, a una hora caminando más o menos, pero me gusta el sitio. Es tranquilo, no hay casas a la vista desde las ventanas y el silencio es magnífico. ¡Viviendo en Barcelona me había olvidado de lo que es el silencio! ¡Qué maravilla! Y el paseo hasta el centro otro regalo, bordeando el río, o cruzando por el bosque. A ver si cuando lleguen las primeras nevadas pienso igual. En fin, una postal no da para mucho. En la foto, la catedral. La majestuosa catedral de Uppsala. Para haceos una idea de la ciudad-pueblo, volved a ver "Fanny och Alexader" está toda filmada allí, y las calles y edificios siguen iguales. Si mal no recuerdo, Maia tiene mi copia de la cinta. Pedídsela a ella.
Besos y un abrazo muy fuerte a los dos!! Recuerdos al resto de la familia.


14 octubre 2007
Enric, nano, ¿cómo va la vida por allí abajo? ¿Sigues trabajando para los malos? Por aquí todavía ando un poco despistado, cuesta hacerse a cada nuevo país. Costumbres nuevas, funcionamiento de las cosas distinto, idioma nuevo… en fin que sigo dando vueltas en mi pequeña pecera un poco alieno todavía a la vida que transcurre a mi alrededor. Creo que en parte sigo junto al Mediterráneo, pero confío que el frío creciente ayude a distanciarme de esos recuerdos. Para sorpresa mía, hace unos días me descubrí maravillándome con las rubias. ¿Quién lo hubiese dicho, no? Es un enamoramiento escénico. Una luz oblicua, los árboles dorados, encendidos por el otoño, y ellas deslizándose sobre sus bicicletas levantando un mar de hojas secas. Sus cabelleras son como una estela de oro que ondea junto a sus bufandas. No me he detenido en el rostro de ninguna de ellas, es la imagen del otoño, la bicicleta y la melena la que me cautiva. Aprovecho cuando sale el sol para tumbarme en alguno de los parques de la ciudad a leer y ver pasar chicas en bicicleta. Así pretendo olvidarla… la distancia geográfica ayuda. Saber que no existe la posibilidad del encuentro ayuda a ir despidiéndome de su dolor…
Espero recibir en breve noticias tuyas, y de cómo sigue todo por allí.
¡Cuídate mucho! Un abrazo


22 octubre 2007
Hola Maia,
Muchas gracias por la llamada del otro día, fue una grata sorpresa volver a oír tu voz después de tanto tiempo. Bien pensado, tampoco ha transcurrido tanto tiempo, no llevo un mes aquí todavía, pero tiempo y espacio actúan sinérgicamente incrementando la sensación de ambas. La mente trabaja de una manera curiosa, borra y reinventa recuerdos. El otro día me visitó una imagen de nosotros sentados en una cala de Colliure contemplando el mar, pero luego pensé que nunca estuve contigo en Colliure. Planeamos ir más de una vez, tenía que enseñarte la tumba de Machado y las colinas desde donde Matisse robaba la luz al Mediterráneo para sus lienzos, pero nunca llegamos a ir juntos. Si tienes oportunidad de ir algún día, ves. No te defraudará, es un pueblecito precioso. Todo y así aparecías en el sueño… que traidora que llega a ser la memoria. En fin, se acaba el espacio. Algún día viviré en una granja de madera roja, torcida y destartalada como la de la foto, ya sabes como me encantan estas cosas. Cuanto más viejas mejor, y por aquí en los alrededores hay muchas de éstas. Ya te contaré.
¡Cuida bien de mi pequeño! Ráscale bajo la barbilla, que ronronee, era lo que más le gustaba que le hiciese.
¡Un abrazo muy fuerte! 


14 noviembre 2007
¡Primeras nieves! ¿Os lo podéis creer? Mediados de noviembre y ya lleva tres días nevando a nivel de mar. Fue acostarme un día, y a la mañana siguiente levantarme y encontrarme todo el paisaje cubierto por un velo blanco. Se ve todo tan limpio y virgen que por las mañanas hasta me duele ser el primero en pisarla y abrir camino a través de ella. Ensuciarla y sobre todo quebrar el manto que extiende cada noche sobre todo. Esconde todos los defectos de las calles, la suciedad, lo homogeneiza todo, sepultando toda la fealdad. En cuanto pueda os mando unas fotos de la casa y alrededores para que veáis como ha cambiado la cosa desde que llegué hace un par de meses. Espero que por Pirineos todo vaya bien. Supongo que ya habréis encendido la chimenea estos días y gozaréis de vuestro retiro en compañía de la Cara y los nuevos perros de adopción de los vecinos… si los alimentáis y los dejáis tumbarse junto al fuego ¡no me extraña que todos acudan a vosotros! Pronto os van a echar las bestias de vuestro propio hogar.
Besos. Recuerdos a las abuelas. Que no se preocupen, que me abrigo y me alimento bien… que el clima no es tan malo. Como dicen aquí: no hay mal tiempo sino ropa inapropiada. Sabiduría nórdica.
¡Más besos! que estos ya no me caben…


26 noviembre 2007
Ay Maia, la nieve es preciosa, pero aquí la hay en exceso… es un no parar. Nada malo con la nieve, lo peor es el hielo, los bloques de hielo que se van compactando al paso de la gente y los vehículos, allí los zapatos no se agarran bien y no es difícil patinar. Nunca pensé que a mi edad tendría que volver a aprender a caminar, pero así es. He descubierto que el andar sobre el hielo requiere otro estilo… a base de tortazos pero he caído en la cuenta finalmente, eso sí, después de caer literalmente cuatro veces en tres días al suelo. Cuatro patinazos y mi rabadilla que ya no da más, está bien dolorida. Todo y así este fin de semana me he dejado convencer para que me lleven a patinar al lago. Ya ves, al final patinaré… te negué el privilegio de verme caer varias veces en nuestros viajes a Alemania. Recuerdo que cada vez que en un pueblo había una pista de patinaje para niños en la calle me animabas a probarlo. Me estirabas de la manga de la chaqueta entre risas imaginándome con los patines entre todos aquellos chiquillos acelerados. Entonces no hubo manera, conseguí escapar a la caída sobre el frío hielo, todo y que sabía que me ayudarías a levantarme una y otra vez, y sostendrías mi mano. Que acabaríamos riendo juntos, y tu cuidando mis magulladuras. Al final voy solo, dispuesto a caer y levantarme por mi propio pie, pues no dudo ya que caeré. Ya te contaré la experiencia.
¡Un abrazo! 




Vértigos (IV)


Madrugada: The riverbed


En la puerta del molino, junto al río, un cartógrafo y un marinero sentados alrededor de una mesita. Su universo blanco y negro condensado en un tablero. En él tiene lugar el movimiento errático de un caballo. La reina, más versátil que ninguna otra, avanza cortando las paralelas. Su agilidad es única en su mundo plano. No hay nada que hacer, los movimientos ya están anticipados. Es como leer el cielo y saber con precisión en que momento se extinguirá el nuevo punto luminoso, pues desapareció en el preciso momento que se hizo tan brillante. Esperar pacientemente que se corrobore el futuro labrado en el pasado y que es presente. Salvar la torre y dejar al rey en manos de un peón, o sacrificar la torre y ceder ante la reina. 

Las palmas de la mano acogen el rostro derrumbado del cartógrafo. Luego mira el cielo, quizás confiando que sus ciencias, sus queridas ciencias, no sean precisas. Que tengan resquicios por los que escapen las posibilidades. “El miedo nos hace buscar una imagen salvadora y esa imagen es Dios”, parafrasea el contrincante. El cartógrafo vuelve al tablero bicolor y opta por desplazar la torre. Salvarla. Le duele sacrificarlas, le recuerdan a los faros que les guiaban al divisar tierra. El marinero deja de hornear sus manos con su aliento y da muerte al rey con el peón.
  
–Hora de retirarse –reconoce el cartógrafo vencido.
–Eso parece –responde el viejo marinero rejuvenecido por la victoria.
–Pero antes de irme –añade el cartógrafo mientras va recogiendo las piezas en una caja–, me gustaría hacerte entrega de unos objetos.
–¿Unos objetos?
–Me gustaría que te quedases con mi aparatos.
–¿Qué aparatos?¿De qué estás hablando?
–Del sextante, compás, brújula y otros artilugios que uso para orientarme y situarme en los mapas. No voy a necesitarlos más. No embarco en el próximo viaje.
–¿No embarcas?¿Pliegas velas?
–No embarco, compañero. Ha llegado el momento de retirarse. Dejarme llevar por otros vientos menos agitados. He agotado mis ansias de divisar tierra, pisar nuevas costas y levantar sus mapas. Deseo perderme en el mar de la tranquilidad, en el del sosiego…

Las piezas del tablero van cayendo sonoramente, una a una, dentro de la caja. Indistintamente: rey, reina, torre, caballo, alfil o peón se van apilando en aquella fosa a la que siempre regresan y siempre comparten.   

–¿Y qué hago yo con tus instrumentos? –puedo ver el vaho de los caballos en las pupilas trémulas del marinero– No he usado semejantes aparatos en mi vida.
–Pues deberás empezar a hacerlo. Aprender a fijar la ruta.

Dicho eso se alejó con el tablero bajo el brazo. Sobre la mesita restaba una caja con la herencia del cartógrafo custodiada por los dedos tímidos del marinero. Asustado ante el horizonte que acababa de abrírsele. ¿Dónde ir?

Al río, le gritaría. Arrójate a sus aguas y déjate arrastrar por ellas. Te resultará fácil encontrar el valor y la fuerza para encontrar un camino cuando estés totalmente desorientado en una orilla aún desconocida, sería mi consejo. Pero los humanos nunca escuchan. No oyen. Así que camino solo hacia la zanja que fluye en el corazón de la ciudad. Oigo su voz, un rumor grave y constante que golpea las paredes que lo retienen y conducen. Me asomo, y me parece un abismo enfurecido. Una carencia de luz nunca experimentada. Solo ruido. Su superficie me resulta opaca, de una materia que se traga la luz y empequeñece la oscuridad de la noche. Sus profundidades deben ser ciegas. Insondables. Las Grayas aúllan. Se agitan y patalean, con sus decrépitos cuerpos, mis concavidades hasta retenerme. Tiran de mis nervios para conducirme tierra adentro, tensan mis fibras hasta doblar mi espina dorsal arrastrándome marcha atrás. Caigo rendido junto al puente. Exhausto por el vértigo fugaz que voy exudando poco a poco. No puedo moverme, pero siento el frío de los adoquines abriéndose paso entre mi pelambre y me satisface. Allí me quedo. Tumbado. 

Amanece. El marinero pasa a mi lado, ignorándome, con la caja aferrada contra su pecho. Camino a casa mientras la alborada desvanece las estrellas del mar celeste. Mis colores empiezan a hacerse evidentes. Dejo quererme por el sol hasta que ya no siento frío. Sustituyo una sensación por otra. Cambios. La vida no es más que una sucesión de cambios.




Vértigos (III)


Shoap&Skin: Thanatos

El texto es la continuación de unas entradas publicadas unos meses atrás: Vértigos (i) y (II) 



De cenizas es el rastro que voy dejando de vuelta al otro lado de la ciudad.  Los sentimientos, en ascuas, se van consumiendo a medida que pierdo de vista el parque y su cerezo. Un cántaro vacío, me dirá unos días más tarde un viejo podenco callejero, esa mujer lleva años no siendo otra cosa que eso. Sus tripas ahogaron al niño que debía ser, al que ahora ve mecerse en el columpio. Se teme. Se rechaza. No es capaz de sentir otra cosa que el hueco que dejaron sus vísceras, concluirá antes de acurrucarse al refugio de un portal. Sé que las palabras de aquel chucho achacalado pretenderán reconfortarme. Pero no lo conseguirán, y arrastraré por un tiempo la imagen de su melena recogida y el mechón cruzado en su rostro. Mientras camino, los edificios de la calle tocan un réquiem, un tema fúnebre con la que armonizar mi alma. El paseo se despliega como un corredor largo y encharcado donde cada casa constituye un instrumento. Una sección de violines, proveniente de unas pequeñas construcciones, recorre mi espinazo. Acompañan la melodía solemne de los edificios del paseo, arquitecturas del siglo XVIII que hacen vibrar sus vetustas maderas. Al fondo, entre la penumbra de las farolas, la catedral y su pesada sección de trombones. No camino, el elegante paso felino se rinde a los compases lúgubres de las circunstancias, y se deja llevar, dirigido por unos coros mudos y litúrgicos. Ya no escucho el rebufo de los caballos a mis espaldas, solo los cánticos que me guían. 

Tuba mirum spargens sonum
Per sepulcra regionarum,
Coget omnes ante thronum.

Quid sum misr tunc dicturus?
Quem patronum rogaturus,
Cum vix iustus sit securus?*     

Me arrastran los lamentos calle adentro, invitándome a pasear junto a la catedral y sus cuatro torres. Cuatro agujas que van deshilvanando el cielo, desmontando el techo de nubes. Ladrillos macizos de arcilla cocida las sustentan. Yace junto a sus muros un pájaro. Inerte. La catedral parece llorar su muerte, tintinean los silicatos atrapados en sus piedras. Palpitan en procesión los cristales desde la base hasta la oscuridad coronada por los campanarios. ¿Víctima del frío o de la aceleración gravitatoria que experimentan los voladores? No me incumbe, me digo. No pienses más en ello, me repito. Las alturas solo afectan a los que se mueven por ellas. No vueles, no trepes, no saltes, no te encarames al vacío y todo irá bien. Reafirmo estas consignas mentalmente mientras me alejo del ave muerta, pero tejados, barandillas, ramas y terrazas me asaltan. Deseo gatear hasta todos ellos. Arrimarme a un precipicio y sentir el vértigo, la mirada fija de la caída, el canto de la gravedad que me abre sus brazos. Es mi naturaleza, ¿puedo contradecirla?¿Quiero contradecirla? 

El suelo, insisto. Siente el frío contacto de los adoquines en tus extremidades, grita desde mi interior el topo ciego que sigue abriéndose camino a paletadas. No importa que el frío te cale, peor es caer. Eso es lo peor que te puede suceder, dice mientras su voz desaparece en túneles cada vez más profundos. A través de ellos estoy descubriendo rincones de mi ser que desconocía. Esos otros que me habitan y a los que no había sido presentado. De la madriguera van emergiendo Pefredo, Dino y Enio: alarma, temor y horror. Tres ancianas que deslizan sus cabellos grises y grasientos por oscuros pasadizos, revolviendo mis entrañas. Contrayendo mis tejidos para amarrarme a la superficie, cerca de lo subterráneo, donde ellas se sienten confortables. Las Grayas han sido liberadas por el topo, serpentean por sus túneles. Mis túneles. Tengo que ahogarlas. Acabar con ellas. Lanzarme al río y dejar que el agua inunde mis espacios. Asfixiándolas. Matándolas, y solo así poder volver con la mujer del parque. Trepar al cerezo y mecer el columpio de sus ramas. Convertirme en su nuevo péndulo, uno errante que la desarraigue del jardín, que gire en compases imprevisibles, indescifrables para las ecuaciones. Subirme a su regazo y jugar con su mechón de pelo suelto. Que bufe con igual elegancia y dulzura sobre mis párpados. Acurrucarme junto a sus pechos y sentir sobre mi nuca la tibieza de sus labios rojos de sangre. Hendir mis uñas en la corteza del árbol y hacerme con sus alturas. ¡Ansío elevarme!¡Escuchar el pálpito de mi corazón acelerado por el vértigo! Bum–bum, bum–bum, sístole y diástole desenfrenadas.

Pero para ello, antes debo ir al puente, caminar hasta el molino. Aligerar el cuerpo de sus nuevos inquilinos. Tragar y tragar agua hasta vomitar a las tres ancianas temerosas y todos sus cabellos.



*La trompeta, esparciendo un sonido admirable / por los sepulcros de todos los reinos / reunirá a todos ante el trono.
¿Qué diré yo entonces, pobre de mí? / ¿A qué protector rogaré / cuando ni los justos estén seguros?

Versos extraídos del Dies Irae (Días de la ira) atribuido a Tomás de Celano (1200–1260), aunque también se considera como autores del himno al Papa Gregorio Magno (590–604) o a San Bernardo de Claraval (1090–1153) entre otros.

¿Danzamos?


Alice Donut (Pure Acid Park): Shining path




Iba a llamarlo poema, pero no me atrevo a ello, y lo dejaremos en conjunto de frases, imágenes –que no versos–, escritas en los albores de 1997 por varias manos, entre ellas las mías, junto a las de Sonia, Dani, Lídia y Ramón (creo no dejarme a ninguno, o añadir de más a ninguno en tal ofensa a la literatura) a lo largo de una noche de fiesta. Y así pretendo justificar su sinsentido, aunque sea éste injustificable.
Su publicación viene motivada básicamente
para cubrir la curiosidad ‘arqueofilóloga’ mostrada por El Maquinista ante unas líneas publicada en una entrada reciente. Prometo no volver a estos experimentos en el futuro.




Allí donde se esconden las olas huyendo
de los oscuros mares de orujo, emergen seres extraños
desplazados de compañía
de sueños borrachos en almas extrañas

Perneadores del pesar,
de las penas
de tristezas lamentadas en un largo ahogo
[¿Alegrías? Las justas]
[Efímeras]

bañado en lágrimas de un hielo resquebrajado.
Un crujido las ha partido.
[¿O se han partido y emitido ruido?]

Un sonido lacerante. Hiriente que le sigue.
No miramos directamente la realidad
sino su reflejo en un espejo curvo
[Anamorfosis]

Un beso sin alma
Un pecho
Un relieve
Sexos secos
Que desean desbordarse
Un voz muda que entona el silencio
[Dancemos
[danzar, danseur, dance, tanzen, dançar,
[del sánscrito tanha: alegría de vivir]
taniec, dans, danzare]
vivamos por un momento]

Anamorfosis.
Curvatura del espacio, la perspectiva no es plana
[nunca lo ha sido]

te retuerces sobre ti. Yo sobre tu cuerpo.
La perspectiva es curva,
curvo tu cuerpo,
estrangulas el mío.
Geometrías anamórficas encajándose,
distorsionándose, 
disolviéndose,
buscando un punto de fuga común. 

[El abrazo es curvatura]

Un amor partido, parido antes de tiempo.
Antes de haber nacido, solo ha muerto,
y no ha existido.

[pero ha vivido]
[con alegría]
Ha vivido ahogado 
en oscuros mares de orujo
allí donde emergen las olas huyendo.
[el cartógrafo de sextante desajustado]
[ha bautizado nuevas orillas]
[de sueños primogénitos por descubrir]
[desmagnetizo la brújula]



Destierro


Johann Pachelbel: Canon in D (original instruments)


Cuando la voluntad de un hombre es la ley, por mucho que se divinice, 
es claro que todos los hombres que están bajo su mandato son esclavos.
Vintila Horia, Dios ha nacido en el exilio (1960).


Hoy me ha venido a la cabeza la imagen y el nombre de Elisenda. Aquella niña otoñal, de rizada melena pelirroja y sonrisa endiabladamente traviesa con la que compartí mis primeros años de vida. Éramos vecinos, puerta con puerta, apenas separados por un replano de tres metros, suficientemente largo para albergar el hueco de la escalera. Su apartamento constituía una prolongación del mío. Cuando no estaban ella y su hermana pequeña jugando en nuestro comedor, estábamos mi hermana y yo en el suyo. Después de la cena, cuando mi padre acompañaba a mi madre al hospital, que por aquel entonces trabajaba siempre en turno de noche, mi hermana y yo nos quedábamos al cuidado de los vecinos. Nos acostábamos los cuatro niños en dos camas, desde las cuales Elisenda y yo relatábamos historias inventadas sobre la escalera, los vecinos y la noche con las que impresionar a nuestras hermanas pequeñas. Asustar y engañar a las hermanas pequeñas es de los pocas ventajas que tiene ser el hermano mayor, y había que aprovechar aquellos momentos en la que los adultos estában ausentes. Luego, una vez el sueño nos visitaba, dormíamos, y en éste llegaba nuestro padre y sin que nos percatásemos nos devolvía a nuestras respectivas camas en las que despertábamos a la mañana siguiente. 

Las tardes de los sábados y domingos transcurrían en la calle, los cuatro peldaños de la entrada de la casa de enfrente constituían nuestro universo. Cuatro escalones donde sentarse, cuatro escalones para subir y bajar incansablemente, cuatro escalones desde los que lanzarse al vacío, con los que alcanzar la cima, cuatro escalones que no se agotaban nunca. Increíble lo que un portal puede representar para un grupo de niños. En ocasiones sus padres y los míos compartían vacaciones, y pasábamos el fin de semanas juntos, o una semana de verano en el monte. El recuerdo más nítido, es el de una Semana Santa en el pueblo de uno de sus padres. Una piscina de plástico en un pequeño jardín, un perro de lenguatazo fácil y amigo de los pequeños, jugar alrededor del fuego donde se cocinaba y aprender a beber del porrón. Recuerdo de aquel viaje detenernos en un restaurante de carretera a comer algo, y como en la televisión proyectaban la película Barrabás, un clásico de la Semana Santa. Allí estaba yo, sentado de espaldas a la mesa cautivado por las vestiduras y ornamentos de los romanos, con el pueblo aclamando la liberación del ladrón condenando así a Jesús a la cruz. Un acto justo pensé unos años más tarde cuando volvieron a programar la película: el cielo para las deidades y la vida terrenal para los humanos. No podía ser de otra manera, no hay sitio aquí para las divinidades. El conflicto entre dioses y humanos está presente en todas las mitologías, y en todas ellas el humano quiere salirse airoso sin la ayuda de los otros, retándolos o rechazándolos. ¿Sería ético que los dioses se manifestasen?¿Qué diesen pruebas de su existencia? De ser así, la religión dejaría de ser un acto de fe, y el libre albedrío una quimera. Una dictadura en la que la creencia fuese una obligación y no una opción. Barrabás debía ser liberado y Jesús exiliado al reino de los cielos, no podía ser de otra manera. De haber estado allí, también hubiese gritado su nombre demostrando mi fe en el ser humano. 

Era la hora de irse. De seguir el camino. Volver a casa de sus tíos donde nos aguardaba el enorme perro y su extensa lengua. De volver al otoño de su cabellera y su sonrisa picaresca. De inventar nuevas historias. De escribir nuestra propia realidad, nuestra historia aprovechando el exilio de los dioses.



Nudos


Raleigh: Murderer



La vida solo puede ser comprendida hacia atrás, pero únicamente puede ser vivida hacia delante.

Sobre todo, no pierdas tu deseo de caminar: Todos los días camino hasta encontrarme en un estado de bienestar y para evitar cualquier enfermedad; caminando he logrado mis mejores ideas, y no conozco pensamiento alguno, por gravoso que sea, del cual uno no pueda librarse caminando... De manera que si uno sigue caminando, todo estará bien. 
Søren Kierkegaard, Carta a Jette (1847).


Píntame en tu almohada y tus sábanas. En algún lugar... en algún lugar existe una pieza que se me escapa. Se me antoja olvidadiza, pero puedo sentirla. Sus mensajes son alfileres. Alfileres internos que guardo y quieren salir. Vuelvo al pasado sobre mis huellas, siguiendo un rastro de engaños que he ido anudando uno tras otro. Nudos de Calabrote que ahogan lenguas y palabras en un discurso mentiroso continuo. Escenas borrosas tensadas entre nudos tejedores que me llevan a las tripas del bosque. Escoltado por el metálico cántico emitido por un Trepador Azul. ¡¡Chuiit–chuiit!! trina reclinado sobre el tronco del árbol antes de desaparecer para volver aparecer un poco más abajo por el otro lado. Hojas de robles y encinas devoradas por lianas tamizan la luz aquí dentro. Tu recuerdo olvidado reposa cerca, lo até con sucesivos nudos de Margarita a medida que se vaciaba el reloj, para así acortar la distancia que me separaba de aquel primer engaño. Mis pies ya no andan para mí, no responden a razones ya hace mucho tiempo. Me dejo llevar por su instinto de supervivencia, guiándome por el sendero de lo pasado en éste bosque familiar. 

En medio del claroscuro, un prado. Y en el prado el cabo se anuda mediante un as de guía al tobillo de una mujer. "Píntame en tu almohada", grita una corneja escondida imitando tu voz. "Píntame en tu almohada y tus sábanas", contesta otra agazapada en un arbusto. La mujer pálida y desnuda habla callando. "Píntanos", gimen varios pájaros a la vez alzando el vuelo. Sus ojos de leche se derraman, como cuando mojabas las galletas en el tazón, hasta quedar huecas sus cuencas. "Píntame en tu almohada para llevarme hasta ti" susurra algo a mis espaldas. Y cuando me vuelvo, la mujer ya ha desaparecido y en su lugar un pozo. Un pozo oscuro, lleno de crujidos. De un golpe sordo y de huesos rotos. Hueco que acoge un relieve escabroso. El de un sueño maldito al que me atan las sogas, por muchos engaños que ponga por en medio. 



Raramente encontrada


Eyvind Kang (Athantis): Aquila!


Lo nuestro fue como un beso sin alma. Un beso parido antes de tiempo. 
Antes de haber nacido, solo ha muerto, y no ha existido. 
Fuiste un beso abandonado allí donde se esconden las olas huyendo…

Escondida, valiosa, buscada y raramente encontrada...

De niño me gustaba juguetear con el sol, coquetear con él a través de un espejo. Reflejarlo y proyectarlo. Dibujar murales invisibles con sus brillos en las paredes. Perturbar el sueño del gato. Hacerlo correr tras el halo de luz, como lo hacía tras las salamanquesas que poblaban la terraza. Disfrutaba con la idea de poder comunicarme con él. Usar su mismo lenguaje, y escribir en código morse cortos mensajes que devolvía al cielo. Menos de nueve minutos, ocho minutos y medio es lo que tarda en llegar la luz solar a la Tierra, nos decía el profesor de Ciencias Naturales. Así que mandaba el mensaje, aguardaba unos nueve minutos y le sumaba otros nueve esperando su respuesta. Entonces siempre la obtenía. 
Una tarde de verano, tras una fuerte tormenta, reapareció y desplegó ante mi vista un arco de colores. Era una invitación, así que salté de la terraza y dediqué varías horas a correr en pos del horizonte, a perseguir el arco iris. Me perdí. Mis padres se desesperaron y salieron a buscarme en compañía de algunos vecinos. Yo estaba entonces convencido de que podía atraparlo. Creía ver el sitio donde tocaba el suelo. Contigo me pasa lo mismo...

Escondida siempre, valiosa, buscada y raramente encontrada...



...como con los tesoros que uno busca de pequeño y que nunca espera encontrar. Aquí sigo. Me paso la vida buscándote pero tampoco espero encontrarte. Nunca estás donde te busco, y apareces cuando menos lo espero...

Ya no te espero.
No te busco.
Puedes sorprenderme.




Hice míos sus anzuelos


Max Richter (Memoryhouse): Sarajevo


La pieza musical pertenece al primer álbum del compositor Max Richter (1966) 
titulado Memoryhouse (FatCat Record, 2002). Una colección de composiciones grabadas 
con la filarmónica de la BBC que conforman la banda sonora 
de un documental imaginario que repasa los hechos históricos 
acontecidos en el siglo XX, 
"una historia sobre dónde hemos estado, y que se plantea ¿a dónde vamos?
en sus propias palabras. 



Se levantó apresuradamente de su puesto en la oficina, se hizo con su chaqueta y a medio pasillo gritó: ¡Basta ya de realidades!¡Quiero un sueño!

En el monitor de su ordenador se leían los titulares del día de un periódico cualquiera –Moody's amenaza con recortar la nota de solvencia de otros países europeos; crece la hostilidad hacia los inmigrantes indocumentados;…el futuro sistema perjudica a los ancianos y parados–, permanecieron tintineando unos minutos, y luego la pantalla se fundió al negro.

Han pasado unas semanas desde entonces, y ella sigue recluida en su apartamento. Ha sellado sus párpados y se ha entregado al sueño. Su perfeccionamiento recreando sueños mejora con el tiempo, y ahora ya casi todo lo que visualiza le parece posible. Acaba siendo posible. La realidad se ha convertido en algo sucio e incomprensible, insondable. Sabe que en ella no encontrará tantas cosas, ni tantas emociones como las que escribe sobre sus párpados. Sólo deseo volver a casa, solloza un día desde su lecho. Estás en casa, en tu hogar, le responde su compañero. Pero ella lo desmiente con unos movimientos de cabeza. 

Éste no es mi hogar, le responde, me he perdido, el mundo se ha enrarecido tanto que ya no encuentro el camino de vuelta a casa. Antes me encerraba en la habitación de casa de mis padres y me sentía en casa. A solas conmigo misma y la vida. Ahora todo ese sentimiento ha desaparecido. Me abruma la gente, la sociedad. No entiendo nada de lo que sucede a mi alrededor. Leo las noticias y me mareo, como si el valor en bolsa que un día sube y cuatro baja, fuese yo misma, arrastrada por unos números que me resultan incomprensibles. Ridículamente incomprensibles y que sin embargo me llevan de la mano. Hace unos días me descubrí en los ojos de un lenguado. Me escrutaba piadosamente desde el hielo sobre el que reposaba, no pude esquivarla y me quedé allí anclada. Llorando sola frente al mostrador de los pescados. Hice míos sus anzuelos. Me ahogué de aire con él. Desde entonces he caído en la cuenta que divertirse es aburrido, ya no me motiva, y que el trabajo no me apasiona. De hecho, nada me importa en este momento. Por eso necesito descansar, es lo único que quiero hacer. Apretar la pausa sin presionar el stop y dejar que el mundo siga su curso pero sin mí, para que yo pueda volver a él cuando haya recuperado mi sueño. Encontrado el camino que tiene que devolverme a la vida.