Zorros domesticados (1)


Ayer murió Joaquim Blanch. Nadie acudió a su entierro porque al igual que muchos de nosotros, Joaquim nació enterrado. Al nacer lloró para hacerse oír, pero pronto dejó de llorar, pues para llorar se necesita tener un cuerpo y los pechos de su madre parecían hechos de arena, secos, como el sexo de su padre cuando llegaba tarde a casa. 

Al padre le gustaba ser acunado por otras rodillas que no fuesen las de su mujer. Habitar otros pechos hasta secarlos. Como había hecho con los de la madre, un alma de pies doloridos y boca harinosa, que caminaba cada noche con pasos lentos. Años atrás la tiranía de su belleza la había convertido en un utensilio para su marido. Un instrumento que había puesto al alcance de otros por un módico precio. Con el tiempo y el uso el aparato pasó a ser un bártulo. Un chisme de andar silencioso que paseaba su cuerpo transparente por las calles sin porvenir ni presente. Era un pretérito desvaneciéndose.

Joaquín, al que redujeron inmediatamente a Quim, aprendió el mutismo de su madre y a chupar guijarros para engañar la sed y el hambre, sólo la muerte lo empujaba hacia la vida. ¿Conocéis alguna otra razón para vivir? ¿Un deseo mayor que el de supervivencia? Lejos. O cerca. En cualquier lugar donde busquéis escucharéis siempre las mismas preguntas y las mismas plegarias. Los sueños de los humanos que ascienden por aquí y allá, por todas partes, son todos diferentes, pero luchando entre sí todos aspiran a lo mismo: al futuro, a la obsesiva búsqueda de lo desconocido.

En aquel pueblo de fronteras, las aspiraciones eran las mismas, pero las caravanas de camioneros que lo cruzaban determinaban el futuro de parte de sus habitantes.

Con los años a Quim le gustaba pasear lejos del pueblo al salir de la escuela, subir a la colina para evitar el relumbrar desnudo del alma de su madre. La villa estaba llena de mujeres de luz como ella, todas ellas dispuestas en esquinas y calles que, como lámparas de harina, dibujaban el vecindario con una constelación. Eran contornos de luz ínfimos agazapados en las sombras. Sus ojos eran vistos porque miraban, porque llevaban a puertas que se abrían para cerrarse. Guiaban a los hombres hacia sus vidas de cristal sucio entre sábanas supuestamente limpias. Habían hecho de sus cuerpos frutos suicidas. Antes de aprender a andar Quim había acompañado las noches de su madre en las que ella ofrecía la flor descompuesta de su pubis. Había presenciado en su habitación un desfile de falos, con glandes de diferentes formas y colores, con y sin prepucio. El espacio olía a los besos de la madre, a labios encerados, a mejillas sonrojadas, a vientos estáticos, a canciones en el tocadiscos, a diales de radio, a lenguas que se lamían las cicatrices, a veces a café, a café sin azúcar y a la mentira que decía que todo iba a cambiar.  

Pero nunca cambiaba. Nada cambiaba allí. Algo mayor, desde la colina circundante, Quim observaba la horda de camiones que asaltaba el pueblo cada día. Veía todos esos enormes vehículos detenidos, ballenas varadas en la playa, e imaginaba. Imaginaba a esos hombres llegados del norte, del sur, del este y del oeste garbeando sus ahorros ante las mujeres faro del pueblo. Y como el cuerpo, la carne, se fraccionaba en tiempos: una hora, media hora, un cuarto de hora. Más dinero más minutos. Y el intercambio de mano a mano tantas veces presenciado, de la de un hombre desconocido a la de su madre, de la de su madre a la de su padre, de la de su padre a otra mujer que no era su madre.

«Tu madre es una zorra», le gritaban otros niños, y él pensaba que sí, que era verdad, y caminando hacia el bosque se metía gateando en una madriguera excavada, arrastrándose hasta el fondo, recostaba la cabeza sobre la cola encendida de su madre y se quedaba dormido. Acurrucado. Sosegado. Acunado por el leve balanceo del pecho de ella que se hinchaba y se desinflaba. Él recogía hierba para hacer un lecho para ella, ella iba enterrando bayas y otros alimentos. Los proveía con insectos, ratoncitos de campo, pajaritos con el pescuezo retorcido y algún que otro topo despistado que se colaba en su guarida subterránea. 

Desde la colina contemplaba los dos mundos: el bosque que se desplegaba en las montañas, más allá de los campos de trigo entre cables de cobre, y el pueblo desparramado por el valle. El primero generaba penumbras, el segundo había sido creado para originar contrastes. Espacios urbanos de blanco y negro, de sol y sombra, sin lugares intermedios. Todo trazado con líneas. La mayor de ellas: la carretera. Siempre la carretera. Esa vena y artería que conducía los camiones hasta el pueblo y de allí al resto del mundo. Desde esa posición privilegiada le invadía la incertidumbre sobre su naturaleza. Él sentía que era algo, una cosa, pero su estatus andaba indefinido, se debatía entre el compromiso de ser vivo en la naturaleza, lejos del pueblo, o ser cadáver. Al final siempre volvía al origen, y bajaba a enterrarse al pueblo.