Hojas secas (II)



El visitante llamó a la puerta. Insistió enseguida. El cielo había empezado a despachar agua. Aquella noche, la tristeza del invierno, otras veces bella, era fría y despiadada. Volvió a golpear la madera hasta que finalmente se abrió y el hombre apareció en el rellano. El recién llegado emitió un simple sonido ronco, como el de una tubería atascada que bloquease su lenguaje. ¿Quién hay ahí fuera?, preguntó ella, desde su silla junto a la chimenea. Él, aferrado a la apertura de la entrada, chasqueó la lengua y con un movimiento de cabeza indicó a la visita que entrase, dándole la espalda. Es Gustav, el vecino, le contestó volviendo a su silla.

La mujer se levantó para darle la bienvenida y ofrecerle su lugar junto a la llar. A la refulgencia bailarina del hogar, las sombras parecían nadar por las arrugas y las cicatrices, que los latigazos de la vida habían dejado sobre el rostro de Gustav. ¿Una taza de té?, dijo ella, al tiempo  que busca entre la penumbra del armario la vasija de porcelana. Gustav, se limitó a emitir otro sonido ronco y ahogado, luego, más relajado, extendió sus piernas ante las de él, Hermann, para calentarse los pies. Anidó en sus manos, aradas como los campos en invierno, la humeante taza que Olga le ofreció, y dejó que el azul triste de su mirada, se extraviase en las llamas del fuego. Daba la impresión que sus ojos, como gotas de agua, iban a evaporarse. Diluirse en un mundo que no pertenecía a aquel presente.

Eran tres siluetas silentes zarandeadas por la lumbre. La estancia parecía una bestia negra descomunal y la claridad de la chimenea su corazón batiente. De tanto en tanto, Hermann suspiraba. Gustav sorbía té. Olga cerraba los ojos. Soplaban las brasas de los recuerdos, aquellos anteriores a aquella serie de horrores. El tiempo pasaba, poco a poco, lo iba distanciando todo y el pretérito cada vez abarcaba una parte mayor de sus vidas, pero aquellos días parecían ser ayer, aquella misma mañana, aguardarles fuera, al otro lado de aquellas paredes. Orientarse en el pasado nunca es fácil, y sin embargo sus pasos volvían siempre sobre aquel nudo de sus vidas. Siempre al mismo punto. No parecía cansarse de soplar y soplar sobre sus brasas para que el recuerdo prendiese. Las ascuas requieren aire para que el fuego no muera, el aire es su combustible. Allí estaban, la monstruosidad y la barbaridad, cabriolando de nuevo sobre la pira del hogar. Por eso no necesitaban hablar. Lenguaje y palabras resultan redundantes cuando se está visualizando lo mismo.

Fue en otro invierno, uno que no se fue nunca, cuando los tres hendieron los musgos de la ciénaga. Con pico y pala removieron la turba escarchada que crujía bajo sus pies, y dejaron que las oscuras aguas subyacentes acogiesen su pecado. El suelo gruñía cada uno de sus movimientos, balanceándolos, tirando quejicoso de sus pies hacia abajo, cual animal lastimero que no desea ser abandonado. Quisieron creer que el hielo se lo tragaría, que aquel horror, su monstruosidad, desaparecería en el impenetrable fluido; pero habían despedazado sus conciencias, y eso, ni la acidez de la turbera, ni la nieve que el invierno extendería sobre su fosa, podían abarcarlo. Aquel hoyo lo había roto todo, era el punto y final del acto que engendraría sus peores pesadillas. Aún, años más tarde, sentados junto al fuego, recordaban que antes de abandonar la ciénaga rezaron. Sus ojos como gotas de lluvia, extraviados entre la vida y la muerte de aquellos tiempos, se llenaron de la nada. Con sus plegarias buscaron fuerzas en Dios que los liberase del pecado. ¿Cómo podía ser Dios de ayuda alguna? Obviamente no fue Dios quien creó el pecado, sino al contrario.




Hojas secas (I)



Era otro día de aquellos en que caían de los labios hojas secas, recuerdos marchitos alejándose de la boca con un rumbo resentido. De aquellos, en los que comunicarse resultaba agotador, pues las palabras ancladas, tenían que extraerse de las grutas de las encías. Donde las palabras, en lugar de tender puentes, se ponen a construir profundidad, abriendo una enorme boca entre ambos.

El invierno había entrado fiero, hosco y frío. En cuanto el sol quedó bajo sus pies, y a medida que las estrellas se descolgaban de un cielo que se apagaba, el paisaje se pobló con bramidos místicos. Las vacas respondían a las voces de sus crías con un mugido que estremecía el herbal. La pena, como bestia liberada, serpenteaba con el viento en todas direcciones; de aquí allá, difundiendo su amargura. Las garzas, pesadas, alzaron el vuelo desde el pastizal. El bateo de sus alas, era un sonido tosco y sordo, como unas pezuñas en carrera. Una vacada perdiéndose en el cielo.

De la niebla espesa que desde el bosque lamía la oscuridad, emergió un haz luminoso que se coló por los resquicios de las contraventanas. La luz guillotineó el techo, para desaparecer enseguida, haciendo más oscura la oscuridad. El pozo abierto por la conversación lo engulló todo de repente. Negro plúmbeo. Un nervudo pintarrajo de carboncillo extendiéndose hasta agotar el espacio.

Oyeron detenerse el motor de un automóvil. Se abrió y cerró el portón. En ese momento, él hubiese deseado tener un perro que le advirtiese de esas visitas inesperadas, pero su boca todavía recordaba el sabor de la sangre. En cuanto sus párpados caían, corría colina arriba empujado por la jauría de canes que habían enviado tras ellos. El terror le gritaba: "¡Corre, corre, no mires atrás!", mientras las piernas, extenuadas, le pedían esconderse entre los arbustos de la maquia. En cuanto lo hizo, uno de los perros lo encontró y ambos cuerpos se fundieron. Fueron uno por una eternidad, condensada en un instante, hasta que consiguió apuñalarlo y la sangre del animal se le metió en la boca. La eternidad ha seguido su camino, pero él seguía allí, en compañía del pavor a los perros y el sabor de su sangre. Hay cosas que no se pueden olvidar.

Eran demasiadas las cosas que, ninguno de ellos, no podían olvidar, de todo lo sucedido en ese período de sus vidas. Él y ella compartían los silencios, de la memoria que andaba a su manera errante, pero que siempre volvía temeraria a esos días. Aquellos, en que los recuerdos quedaron atrapados en un estrecho corredor lleno de cuerpos y lamentos. Gente desfigurada. Tullidos. Colmillos. Gritos. Vejaciones. Vaginas asaltadas. Mujeres de almas enlutadas con criaturas en el regazo. ¿Cuántas veces rezaron entonces esperando un milagro que detuviese ese horror? El milagro nunca llegó. Al final lo entendieron. No existía el milagro, pero sí su derrota.

 Las memorias mudas que se leían respectivamente en sus miradas eran testigo de ello. Cuando uno de ellos intentaba hablar de lo sucedido entonces, las palabras no fluían, caían de la boca como hojas secas.
Arrastradas por la gravitación de la vergüenza.
La ley universal de los humillados que impide que su voz se alce.






Cuentos de la extinción



Los han soñado desde hace 33.000 años. Quedan pinturas de esos años en sus cuevas, montañas de fotografías y películas de los últimos siglos… y sin embargo ellos ya no están. Ya sólo quedan recuerdos entre los más ancianos de ellos, de los afortunados que los vieron andando, descansando, recostados contra horizontes que ya no existen. Se han desvanecido. Jirafas, elefantes, rinocerontes, tigres, linces, gorilas, orangutanes, osos, lobos, ranas, lagartos, abejas, peces, plantas, etc…Todos ellos conforman un imaginario del pasado con el que ahora solo pueden pintarse sueños.

Hubo un momento en que percibimos que la naturaleza andaba enlutada, venerando a esa luz que es la vida que parecía escapársele. Pero ese momento pasó, ahora somos nosotros los que llevamos su luto, porque la vida sin ellos ha cambiado de significado. Los mundos de nuestra memoria, son sólo eso: memoria. Han dejado de existir. Hemos puesto límites al misterio infinito de lo vivo. A la riqueza de esos universos microscópicos donde se sentía el latir de las células. Su exuberancia se ha difuminado ante nuestra mirada impasible. No existe el solsticio, no volverán, aquello fue un holocausto. Debemos ser conscientes de ello. Afrontarlo y avergonzarnos por ver venir la tragedia sin hacer nada.



En un par de generaciones caerán en el olvido. No se les mencionará, sus nombres serán palabras vacías de sentido, al que sólo el mundo académico e historiadores volverán como lo hicimos nosotros con el tilancino, el bandicoot de pies de cerdo, el dodó, el norfolk kaká, el antílope azul, el tigre del Cáspio, el Quagga, el perico de Seychelles, el Wallaby de cola puntiaguda, el toolache wallaby, el dugong de Steller, el emu negro, el bilby, el ciervo de Schomburgk,  el jambato esquelético, la rana amarilla de Maracay, el sapo dorado, el solitario de Rodrigues, el alca gigante, el escribano patilargo, el zampullín del lago Atiitlán, el nínox reidor, el pinzón koa mayor, el bucardo, el guará, el lirón gigante de Mallorca, el elefante cartaginés, la foca monje del Caribe, la pantera nebulosa de Formosa, los lémures gigantes, el león negro del Cabo, el tigre de Java, la pika corsa, el oso del Atlas, el león marino del Japón, la lagartija del desparecido islote de Ses Rates, el olivo de Santa Helena, o el sándalo de Juan Fernández de Chile, cuya aromática madera condenó a la especie a existir como imágenes religiosas y cajas de reliquias. Nombres exóticos que la mayoría de gente no asociaban a nada. Carecían de la imagen. Habían incluso dejado de ser parte del imaginario humano. Un goteo constante de extinciones desde nuestra aparición que tuvo su apogeo a lo largo del siglo XXI.

Antropoceno, le llamamos a ese período en que nuestra presencia alteró completamente y para siempre el mundo natural y con ello, irremediablemente, a nosotros mismos. En el mundo científico se conoció como la sexta extinción, la que introdujo el silencio en bosques y junglas. Ya nada canta en la rambla en la que jugaba de pequeño. Los atardeceres dorados, que mueren entre los sauces llorones de su cauce, lo hacen sin el croar de las ranas y sin el revoloteo de los murciélagos. El sol vuelve, emerge a las pocas horas, pero ya sin los mirlos y los ruiseñores alabando el nuevo día. Allí chapoteábamos los niños con los pantalones arremangados capturando renacuajos en los cuencos de nuestras manos. En una de sus fuentes, donde se internaba en el bosque, era incluso encontrar larvas de salamandra. Bañarse en verano, en una de las pozas que mantenían agua a la sombra de los zarzales, rodeado de zapateros deslizándose sobre sus aguas o insectos nadadores de espalda remando vigorosamente con sus largas y peludas patas traseras. Marc, el hijo del ferretero, cazaba allí los pájaros cantores, que lloraban en su balcón, con trampas de pegamento. Cuando más tarde llevé a mi hijo a ese lugar apenas se observaban un par de lavanderas caminando gracilmente entre el agua encharcada y el plof de alguna rana verde al sumergirse en ellas. No vimos libélulas ni caballitos del diablo entre los cañizares y las colas de caballo que crecían en las orillas. Mi nieto no ha visto lavanderas ni ranas verdes, sólo unas aguas eutroficadas tomadas por las algas y aparentemente vacías. Un espacio moribundo, al cual van a dar el golpe de gracia, urbanizando la zona. Nadie lo lamenta porque el rincón, sin vida, no tiene valor alguno, más que para unos cuantos viejos nostálgicos que guardamos escenas de otros tiempos cuando todavía era posible ver alguna serpiente deslizándose en sus aguas, o zorros y tejones caminando de puntillas por su cuenca seca.

Cada extinción deja un vacío, siempre hay alguien que siente que le han arrancado un pedazo de vida. Fuimos, somos y seremos verdugos y víctimas. Hasta que al final no nos quede otro rol que el de víctima. Descubriremos vida en otros planetas, comprobaremos satisfechos que la vida es replicable en otros lugares y otras condiciones. Que su naturaleza y estructura puede reducirse a una visión mecanicista, que existe también un orden biológico en el Universo, que la evolución no es un proceso juguetón y caprichoso, que hemos sido capaces de entender sus secretos y domarlos para nuestro uso. Nos convenceremos de nuestros hallazgos, hipótesis y teorías, y del precio que tuvimos que pagar por ello: dejar de soñar con ellos. Quizás entonces comprendamos la pérdida, nuestra incapacidad de reproducir la diversidad infinita, porque nuestra mente no la abarca. El infinito se le escapará siempre, puede intuirse pero entenderse, por ello quizás lo simplificamos todo. Hasta el mundo que nos rodea, para controlarlo mejor, reduciendo sus variables a su mínima expresión. Sólo lo básico, lo útil permanecerá.




Cada cierto tiempo



Cada cierto tiempo un cuervo me atraviesa dejando tras de sí un graznido sordo. Su voz ronca, reverbera en la vasija que es mi cuerpo, hasta instalarse en un quebrado. La fragilidad me define. Es sólo cuestión de tiempo, sibila alguien tras mi oreja. Pero nunca hay nadie. Solo manchas que bailan ante mis pupilas. Una llama azul de azufre se consume en la palma de mi mano. Es sólo cuestión de tiempo, me susurra el oído, todo tiene su tiempo. Hasta la muerte tiene el suyo, sólo que ella no lo sabe. No hay nada tan mal valorado como la vida.

Se la maldice muchas veces. Odiamos los lunes, el mal tiempo, al vecino, sus gustos musicales, las noches solitarias, los miércoles por su mediocridad… tantas cosas, hasta que llegue el momento, ese infinitesimal instante, en que toda esta abundancia deje de existir. Todo desaparecerá. Incluida la muerte. Su posibilidad.

A medida que el cuervo se distancia de mí, lo oigo hundiéndose sordamente en mis lejanas aguas. Escucho la caída, el chapoteo de sus plumas. El líquido infiltrándose a través de las barbas hasta el raquis. Lo etéreo transformándose en plomo. Veo el peso de la vida. El desamparo de un desfile solitario. Su ahogo en un cubículo sin dimensiones, donde luz y sombras son fantasmas quietos. En ese interior fracturado vive y muere el silencio buscado. Si diese un grito me rompería por todas partes. Por eso callo. Prisión, libertad. Son las palabras que vienen a mi mente. El ave sigue allí. El plumaje empapado un saco de piedras que tira hacia abajo. Libertad no es lo que deseo, eso todavía no tiene nombre. No ha sido mencionado. Su voz quizás se esconda en un lugar recóndito. La profundidad de las aguas que se llevan al cuervo quizás escondan el vocablo. Moriré de sed antes de beber de ellas. Son aguas ciegas y serenas donde la vista nunca debería adentrarse. La mirada de los vivos debería estar vetada. Allí los colores son pesadamente sombríos, la fragancia morada, el aire amargo. Sigo respirando. El cuerpo del animal ha desaparecido. El mío continua vibrando por el impacto del cuervo. Por un momento no temo nada, soy feliz. Quizás. Mi mente no piensa en palabras, no tiene pensamientos, sino música. Sonidos que creía entumecidos me envuelven. Me atraviesan sus sonidos, soy su fuente y receptor, estremeciendo mi cuerpo. Anulan. Aniquilan mi ser. Más allá de la libertad, me deslizan a otra dimensión. Al momento perfecto donde todo desaparece. Donde el grito es posible. Donde es canto.



Desayuno





La abuela se ha pedido un café exprés y una ensaimada. Ese ha sido, hasta donde alcanza mi memoria, su desayuno favorito cuando lo tomamos en una granja[1]. Ahora, a sus noventa y cuatro años, justifica la ternura de la ensaimada como la más apropiada para su dentadura, esa dentadura postiza, que de pequeño me impresionaba tanto ver, cada noche, sumergida en una vaso de burbujas efervescentes. Aïssa y yo hemos optado por un cortado y un croissant cada uno. En cuanto la abuela nos descubre sonriendo, por un comentario de Aïssa en inglés, sobre el deleite con el cual la abuela saborea su ensaimada, la deja a un lado y pregunta todo curiosa:
–¿De que se ríe ésta ahora?
–De nada abuela, le encanta ver como disfrutas de la comida.
–Ah, y tanto que la disfruto… pasamos mucha hambre, ¿sabes? –cuando habla del pasado, suele hacerlo en plural, nunca en primera persona, como si hubiese sido parte de algo y no hubiese adquirido su singularidad hasta la muerte del abuelo.
–¿Durante la guerra? –interpela inmediatamente Aïssa.
–Sí, durante y después. Nos comíamos hasta las vainas de las… esto… las alubias, esas que una vez secas se quitan; pues nosotros las dejábamos unas horas en remojo, las hervíamos y no las comíamos. Lo hervíamos todo, para aprovecharlo al máximo. No se despreciaba nada. El maíz, las zanahorias, las patatas, todas sus partes eran comestibles. En el pequeño huerto del patio de la casa, mi padre cultivaba alubias, maíz y judías, que nos ayudaron a pasar mejor la guerra. ¡Ay!, mi padre tenía un genio –se sonríe, y levanta los ojos, como si lo buscase en su memoria–,  aún parece que lo vea… el día que estábamos tostando unas de las castañas, esas que recogíamos en el bosque de camino a Olot. Todo y haberlas cortado, empezaron a petar, se asustó tanto, que las arrojó todas con la parrilla incluida al suelo y empezó a saltar sobre ellas. Chof, chof, chof, hasta que quedaron todas aplastadas, mientras gritaba, “¡ya no explotaréis más!” Era muy buena persona, muy buena, pero gastaba un genio.
–¿Y pan? ¿Comían pan? –me pregunta Aïssa.
–Supongo que algo comerían –me limito a responder, pero ella insiste: “Pregúntaselo”, así que le transmito a la abuela su interés. Más de medio siglo las separa, pero ambas comparten el haber padecido la guerra en su juventud, y el hambre que trae consigo.
–¡No! Para conseguir un poco de pan había que hacer unas colas… ¡Madre mía que colas! Los dos hornos de Anglés estaban casi siempre vacíos, sin nada que hacer, y cuando les llegaba algo de harina y preparaban algo de pan, se montaban unas colas que era casi imposible conseguir nada –hoy no hay comida que no acompañe con una buena rebanada de pan–. Mi madre, la semana que conseguíamos traer a casa un duro, que entonces eran de plata, era la más feliz del mundo y corríamos al pueblo a comprar comida para toda la semana. Existía un lugar, “La Cooperativa” de la colonia industrial de Bonmatí, de la que éramos socios, donde podíamos comprar de los campesinos de la zona. Pero conseguir un duro, no era algo común. Costaban mucho de ganar.
–¿Los ganabais trabajando en los telares? –pregunto.
–No. Yo trabajé de niña en la fábrica textil de Burés, a las afueras de Anglés. ¿Sabes dónde está la estación de tren? –asiento con la cabeza invitándola a seguir con su relato– Pues allí, estaba justo enfrente de la estación, ahora no sé si sigue allí, pero era una cosa enorme. Me levantaba a las cinco de la madrugada y trabajaba hasta las dos de la tarde.
–¿Trabajabas de cinco a dos?
–Sí, con media hora para desayunar si te traías algo de casa para comer. Una semana trabajaba con mi madre en ese relevo, y a la siguiente cambiábamos de dos de la tarde a doce de la noche. Mi madre y yo trabajábamos codo a codo, ella era responsable de dos telares y yo de otros dos. Ella ganaba 31 pesetas a la semana y yo 22. Yo era joven, así que me tocaba menos dinero…
–¿A qué edad empezaste a trabajar allí?
–A los once… era muy joven. Con once años ya estaba allí –se le apaga la voz–, pero con la guerra pararon los telares. Desmantelaron la fábrica de Anglés para reconvertirla en fábrica de proyectiles. Hasta vino un ruso, “el Ruso”, como le llamábamos todos, para ayudar a montarla. La otra, la fábrica de Bonmatí, donde trabajaba mi padre, no me acuerdo si dejó de funcionar durante la guerra. Pero aquella era más chiquita… Mmmm, Dios mío, si hemos vivido y visto cosas.

            Traduzco a Aïssa lo narrado por mi abuela, en castellano consigue entender algo, pero en catalán no, y mi abuela, por mucho que lo intente, no puede mantener una conversación en castellano. Empieza la oración en castellano y sin darse cuenta a media frase ya ha vuelto al catalán. Aïssa me anima a seguir indagando en su vida durante la guerra civil.
–¿No te parece interesante saber como vivió aquello? –deja ir al descubrir mi reticencia a seguir con esa cháchara– A mí me parece de lo más interesante. Ojalá alguno de mis abuelos siguiese vivo para poder hablar de estos temas. Tendría cientos de preguntas que formularles.
–En Anglés, guerra guerra, no hubo –contesta mi abuela ante la insistencia de Aïssa–, pero al principio pasaron cosas muy gordas.
–¿Entre los vecinos?
–Sí. Se mato a gente. Estaba ese, al que llamaban “el Moreno”, que se encargaba de coger a gente por las calles del pueblo y meterlos en prisión. Dependiendo de cuanto podían pagarle, les dejaba salir más pronto o más tarde. Cuando entraron los nacionales, con los moros delante, alguien se debía de haber chivado, porque corrieron a buscarlo. Nosotros vivíamos aquí, y él vivía cuatro o cinco casas más abajo, al otro lado de la calle. Para su suerte, se había ido antes, atravesó el Ter, se refugió en la ermita de Sant Julià y de allí a Francia. Allí se lo encontró mi padre, hasta que se volvió a los meses, cuando confirmamos que no lo buscaban… Los curas no tuvieron tanta suerte –guarda silencio.
–¿Quién mató a los curas? –la animo a seguir con la historia.
–A esos, los mataron los del PUP, PUM, como se llamasen…
–El POUM –intervengo.
–Sí, esos, los del POUM. Al monseñor Eduardo y al otro, ahora no me acuerdo de su nombre, los tuvimos en el pueblo, enseñando “doctrina” para poder hacer la comunión. Era un persona de Anglés, conocido por todos… –vuelve a guardar silencio. Esta vez más largo–. Se hizo mucho daño. Se mato a mucha gente y a otros se les hizo sufrir después de la guerra sin necesidad alguna… ¡bah! Una mierda. Pero que coño, estamos vivos, ¿no? Y por muchos años más si Dios quiere.
            Coño, si que lo entiende Aïssa, aún en su forma catalana, le hace gracia que mi abuela use con tanta frecuencia dicha expresión. Cuando termino de traducirle su relato, busca su mirada, sus diminutos ojos refugiados en un complejo mar de arrugas. La admira, admira la relativa naturalidad con la que es capaz de hablar de ese período de su vida, porque ella no puede hacerlo sin quebrarse. La guerra de Bosnia de la que huyó con catorce años y la llevó hasta Suecia sigue demasiado presente. Quizás cuando tenga su edad, pueda hablar de ello sin dolor, me dirá más tarde. Se sonríen la una a la otra, con tristeza, reconociéndose, para luego volver cada una a su taza de café.     




[1] En Cataluña, se conocen como “granja” a los bares donde se acude básicamente a desayunar o merendar, tomar café y bollería. Antiguamente eran lecherías donde la gente acudía a adquirir leche fresca y productos derivados frescos, que fueron convirtiéndose en sitios para desayunos, ofreciendo café, chocolates, horchata, helados y bollería.



En el mercado




Un hombre se quita el abrigo, se lo pone doblado en el brazo y pide un café bien cargado. Mirjam, un café largo bien cargado, ordena la mujer que lo atiende, Mirjam, con las manos un poco temblorosas, ya había empezado a prepararlo. Es su primera semana de trabajo. El estruendo del molinillo de café se adueña del local por unos instantes. Cualquier otro sonido se vuelve inaudible. En aquel rincón del mercado, es el aroma del moca, combinado con las fragancias afrutadas y florales del cacao, y el intenso dulce de las almendras con azúcar del mazapán cocidas al horno, los que predominan; pero un poco más adelante esos estimulantes olores son sustituidos por los efluvios más agresivos, rancios, agrios y sulfurosos, que escapan de la quesería.

            Son las once y media de la mañana del sábado, y un buen número de clientes aguardan su turno para comprar, la especial selección de quesos duros de Västerbotten y los quesos de suero caramelizados de Jämtland que suelen incorporarse en las comidas de Navidad. La proximidad de estas fechas, sin duda contribuyen, a que hoy, el mercado esté más concurrido que otros fines de semana.

            Pero aún y así, todo y el gentío, la visita al mercado de Saluhallen no resulta una experiencia ruidosa y alborotadora, tal y como sucede en  mercados de otros países, sino que todo parece regirse por un orden y unas reglas sociales no escritas. La gente coge número en las máquinas expendedoras y aguarda pacientemente su turno. Los que no van solos hablar entre ellos, pero nunca elevan la voz, y nunca se comunican con un desconocido. Eso implica perturbar la intimidad del otro, y pocas cosas hay más sagradas en esta sociedad, que ha dejado de lado los cultos religiosos por el culto al individuo, que el respeto a la individualidad, aunque ello lleve a su aislamiento. Desde la quesería puede escucharse el vapor de la máquina de expressos de la cafetería donde trabaja Mirjam, y si se agudiza el oído hasta los sorbidos que el hombre, chaqueta en mano, hace a su taza de café aunque éste está hirviendo. Como si el frío que arrastraba del exterior le impidiese sentir el calor.

            El silencio entre compradores es evidente en la pescadería, allí lo que más se oye son los golpes secos de los cuchillos de las vendedoras contra las tablas preparando las comandas. Entre zas-zas y tac-tacs, un hombre mayor, identificado como Björn en su mandil, atiende las demandas de los clientes. Es un pescador retirado oriundo de Gotemburgo, con la voz ronca, un graznido de cuervo, y un brillo esmeralda en sus ojos, que parecen reflejan un mar triste en el cual muchos marineros se han ahogado. Ahora, amarrado a tierra en Uppsala, esboza una sonrisa, o amago de sonrisa en una de las comisuras de sus labios, cada vez que se dirige a alguien.

            El surströmming, los arenques del Báltico fermentados caseros y el salmón curado son los productos predilectos, pero el pequeño puesto es también de los pocos donde es posible  proveerse de pescado fresco. Su escaparate exhibe filetes rojizos y blancos bien alineados, junto al vibrante chisporroteo de los focos que danza sobre las escamas de pescados y el nácar de brillo iridiscente de almejas, ostras y mejillones. Entre los cuerpos que reposan sobre el hielo hay esparcidas rodajas de limón y ramos de perejil, así como pequeñas cuencos de vinagre, con la intención de reducir el olor fuerte propio del pescado. En un rincón destacan los pescados de agua dulce y su característico desagradable aroma a fango, mezclado con los olores fuertes, casi metálicos, de la hierba recién segada. En otro, predominan las truchas, arenques y caballas ahumadas, propias de las tierras del norte. Con sus cuerpos ennegrecidos e irreconocibles, sus ojos fijos parecen mirar hasta el improperio a los compradores por su suerte.

            La pescadería y la quesería son los puestos propiamente suecos, donde es posible hacerse una idea de los productos locales, el resto del pequeño mercado lo ocupa una tienda de delicatesen italianas, regida por una pareja de refugiados iraníes llegados a mediados de los ochenta; un comercio de caramelos y otros dulces, de propietarios norteamericanos; y un establecimiento que actúa de bar y restaurante ofreciendo menús de mediodía, cuyo dueño es un emigrante griego llegado en la década de los sesenta. Fui el primer griego de Uppsala, el original, le gusta repetir cuando se le pregunta por su origen. Su rostro es un campo arado por el tiempo y las noches interminables de cuando trabajaba de DJ en los clubes de Uppsala y Estocolmo. Locales entonces controlados por yugoslavos, hasta que sus mafias fueron desmanteladas en los noventa, al mismo tiempo que se desintegraba su país allí lejos en los Balcanes.


            Enfrente de su reducido bar, junto a una de las puertas de entrada del edificio, existe otro establecimiento aún más pequeño, apenas una barra de cara a una cocina donde se sirve sushi y arroces fritos. Densas nubes de humo blanco siguen al fogonazo que provoca el cocinero al arroja las verduras al wok sobrecalentado. El penetrante aroma de los vegetales salteados en salsa de soja asalta a aquellos que acceden al mercado por esa puerta. Como sucede en los otros numerosos establecimientos de sushi de la ciudad, la mujer de rasgos asiáticos no es japonesa sino tailandesa. Tailandia es el destino exótico predilecto de los suecos, un oasis de eterno verano, al cual se evaden temporalmente de sus duraderos inviernos nórdicos las familias, y al que acuden hombres solteros en busca de pareja. Práctica especialmente común en el despoblado norte, donde las chicas abandonan la región para estudiar en las universidades del sur y a la que nunca regresan, mientras que los chicos continúan en el negocio de la madera o la minería. El cocinero y marido de la tailandesa del diminuto restaurante de Saluhallen es uno más de esos norteños que en su día conoció a su mujer en unas vacaciones. Sexo y compañía a cambio de seguridad económica. Una más de las transacciones de este mundo globalizado. Quien dijo que el amor no podía comprarse seguramente no era pobre.

               Vista del mercado de Uppsala, Saluhallen, en 1910. Foto original de Ossian Wallin.


Llegada del invierno


Ha amanecido blanco. La ciudad despierta con su primer manto níveo depositado sobre sus calles y edificios, otros le irán sucediendo hasta el final del invierno; siempre ha sido así. Un estrato erigido con perseverancia a lo largo de la noche, ayer, cuando me asomé a la ventana antes de acostarme, no parecía existir nada más en el universo fuera del temporal. El resto, la ciudad completa, se había desvanecido, engullida por la ventisca de copos de nieve que zurcían la túnica con la que se ha desvelado al alba.
            Es domingo, el cielo, al igual que nuevo vestido urbano, está pálido, carente de color alguno, y poca gente habita las calles. Mirando a lo lejos uno descubre que el horizonte se ha disipado. Todo parece puro, prístino, cuando me decido a salir fuera. Dar los primeros pasos sobre la capa de nieve genera cierto vértigo, la sensación de violar una armonía de la que los humanos estamos excluidos. La nevada pinta momentáneamente el gris de la urbe, hasta que lleguen los vehículos quitanieves, los coches y el continuo pasar de los transeúntes y todo vuelva al plomizo color que corresponde a la ciudad. Al bajar al centro de Uppsala, en busca de la panadería, empiezo a descubrir las rodadas de los coches y las huellas, cada vez más numerosas, de los peatones. Allí, sólo los techos de las casas antiguas y las bicicletas, ancladas en el sustrato, conservan intacta su funda nívea. Los árboles, desprovistos de sus hojas semanas antes, se sacuden los copos con cada ráfaga de viento. Sus ramalazos permiten al frío traspasar la chaqueta. Lamento el error de no haberme puesto gorro alguno antes de dejar mi confortable apartamento. No existe el mal tiempo sino la ropa inadecuada, reza un dicho sueco. Uno de los tantos que tienen para conformarse con su insufrible meteorología.
            Prosigo bajo los fanales, todavía encendidos, que penden sobre el centro de la calle, en estas latitudes del mundo al día le cuesta más romper la lobreguez de la noche en invierno. Se mecen con el cable que los sustenta de un lado otro de la avenida. Chirrían cada vez que son zarandeadas. Los pocos viandantes con los que me cruzo, avanzan encorvados, quien sabe si para guarecerse de la ventisca o temerosos de que una farola caiga sobre ellos. También yo agacho la cabeza concentrándome en el rastro de sus huellas. Todas llevan a la misma dirección.
            Uppsala parece una ciudad pequeña a pesar de ser la cuarta en tamaño de Suecia; el centro, con sus casitas de madera de colores ocres, el río Fyris que fluye a mi derecha y la catedral de ladrillos al otro lado, un pequeño pueblo más bien. Entre semana estas calles están vivas, con gente entrando y saliendo de los locales, pero hoy es domingo, temprano, las tiendas todavía no han levantado sus persianas y las cafeterías siguen con sus puertas cerradas. Sus habitantes siguen durmiendo, o disfrutando su desayuno en  sus cocinas cálidas y acogedoras. El ronroneo del río y mis pies comprimiendo la nieve, magnifican la carga de silencio reinante en el paseo.
            Junto a la puerta de la galería, que cobija la panadería, hay sentada una muchacha joven y risueña de mejillas encendidas por el frío, que balanceándose sobre sus posaderas, agita un vaso a modo de cascabel haciendo sonar las pocas monedas que lo habitan. De su rostro enmarcado entre bufandas y coloridos pañuelos, de los que escapan mechones de cabello negro, emerge una sonrisa. Entre sus piernas cruzadas anida una fotografía en la que aparece ella rodeada por una pareja mayor y cuatro niños más de diferentes edades; en un canto del marco, la postal superpuesta de un santo que parece sobrevolarlos. Al pasar ante ella bajo avergonzado la mirada. Me maldigo por ello inmediatamente, he pasado ante la pobreza indiferente y me dirijo a la panadería. Los mendigos llegados del este, son desde hace tres años, un rompecabezas disperso por las esquinas de la ciudad asentados en todos los puntos con afluencia de gente. Son individuos que impiden la acomodación, lo establecido, que viven al margen del sistema pero que al mismo tiempo representan perfectamente al sistema. Por eso resultan molestos, porque es fácil achacar en ellos las características negativas, los miedos, las culpas, las vergüenzas que nos pertenecen pero no queremos aceptar. Los desamparados que arruinan el orden preestablecido. El mundo los excluye y se rebelan haciéndose presentes. Dejándose ver. Su disposición en los lugares emblemáticos de la urbe constituye un cantar silencioso que se dibuja por las calles. Una melopea social que viene una y otra vez, a recordar, a denunciar el sufrimiento del cuerpo.
            No hay nevada, manto suficiente, que esconda esa realidad. El níveo paisaje del invierno no hace más que ensalzar su realidad.