Corría tan rápido como mis piernas me lo permitían hacia el infinito, hacia el objetivo marcado tantos años atrás, tantos que resulta imposible rastrear el origen del mismo. Está allí, es un objeto indefinido y brumoso en perpetua suspensión y punzamiento con el universo que gravita a su alrededor. Avanzo en su dirección pero nunca lo alcanzo, enredado en la paradoja de que al recorrer la mitad del camino, me queda todavía la mitad del camino restante, y que al avanzar la mitad de la mita restante me seguirá quedando la mitad de la mitad, y que así será siempre: mitades de mitades, medios caminos hasta el infinito.
Infinito, que palabra tan vasta. La primera visualización del mismo no tuvo lugar frente al mar o un horizonte recortado por numerosas montañas, sino algo mucho más banal. Imaginé un paisaje de dunas inmenso de pipas. Sí, aquella fue la primera vez que me enfrente a tan gran concepto. Tendría por entonces ocho o nueve años, y mientras mi padre miraba de explicarme aquel nuevo vocablo, yo pensaba como aplicarlo a la diminuta bolsa de pipas saladas que estaba comiendo a la salida del colegio. ¿Sería posible dar cabida al infinito en una de aquellas pequeñas bolsas de duro Churruca? Una que fuese inagotable, donde cada vez que se sumergiese la mano, o se volcase sobre la palma, uno obtuviese una buena cuantía de aquenios de girasol. Que alcanzasen para cubrir todo el camino desde la escuela hasta casa.
De haber tardado un par de años más mi padre en definirme el infinito lo hubiese visualizado en forma de kikos, puesto que con el tiempo sustituí las bolsas de pipas por las de maíz tostado. Me gastaba las cincuenta pesetas que me daban como paga mensual en el kiosco de la plaza que cruzaba cada día a la salida del colegio. Allí, todos nos abalanzábamos sobre el mostrador para obtener un par de bolsitas de ricos y crujientes granos de maíz inflado y tostado. Entonces los objetivos estaban claros, eran sencillos, realizables. Luego, en algún momento, todo empezó a complicarse, tanto, que al final los objetivos resultaron irreconocibles, lejanos y ausentes de la vida cotidiana, agotados en el limbo del infinito.
Cuando ya me había acomodado a la idea de que era imposible y ridículo perseguir una cosa cuyos límites no estaban bien definidos, que los objetivos eran una quimera sin sentido, y ante lo cual decidí vivir mi vida como un turista de mi mismo, dejándome sorprender por mis erráticos andares, eludiendo cualquier grupo guiado por un paraguas en alto entre las multitudes, descubrí que el infinito era posible. La suma de la mitad de algo más la mitad de la mitad de algo, y así sucesivamente converge en algo completo. Mierda, los objetivos volvían a ser alcanzables. Una fórmula, unos simples y estúpidos juegos aritméticos, me despertaron de mi letargo, de la ruta ociosa y caprichosa en la cual llevaba tiempo inmerso, y que ahora me repelía de nuevo. La felicidad de vivir sin un mañana, plenamente auto-convencido de haberme perdido en la inmensidad de lo inalcanzable, me fue despojada por una ecuación que debería haber sido capaz de resolver muchos años atrás. Así que volví a lo realista, que no por ello real, de perseguir un objetivo. De vivir en pos de un sueño.