El aroma del café me descubre tendido en el sofá mirando a la calle a través del ventanal. Fuera llovizna. Las gotas golpean con suavidad los cristales de la ventana entreabierta que captura palabras perdidas en la calle. Una pareja joven paseando al perro, una pareja de jubilados camino a la pastelería, una puerta que se abre y se cierra, una cremallera que se cierra y unos pasos que se alejan. Una radio llega desde la casa de enfrente, música y comentarios acompañados del rumor de una cafetera. Un gato escurridizo gira la esquina evitando el hilo de agua que corre calle abajo. El barrio amanece sin relojes, sin ciclos acotados, con compases asimétricos definidos por los acontecimientos, horas dilatadas, minutos concentrados, deconstrucción del tiempo. Mañana lluviosa de domingo.
Pintura escarchada en el ventanal, una persiana descoyuntada, los cojines amontonados en el suelo, la botella de vino vacía sobre la mesa, los restos de botellines de cerveza de la noche anterior, fotos y papeles garabateados por el suelo, entre los calcetines, la ropa amontonada sobre una silla. Todo parece tan despreocupado, sencillo, sincero y honesto que me relajo mientras acaricia mi cabeza. Compartimos un cigarro mientras observamos avanzar la mañana a través de la ventana. Cuando nos levantamos mediodía a muerto.
Fácil y deshonesto, y por eso tan atractivo, es descubrirse enamorado de un imposible. Aquellas mañanas en Reykjavik permanecerán idealizadas en mis recuerdos, siempre será igual, ella seguirá siendo joven, desaliñada, de grandes ojos, alrededor de los cuales gravitan todos los sucesos, e iré reinventando una y otra vez una imagen idealizada. Un amor que no envejece, no decepciona, no duele, no se olvida ni se acaba rechazando. Un retazo de vida bien cosido en la memoria para poder seguir soñando. Querer seguir durmiendo, observando las mañanas sin prisas.
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