diarios islandeses (xii)


Atravesamos el centro de la ciudad hasta llegar al paseo marítimo que la deja atrás para llegar hasta la isla de Viðey. La mañana es radiante, las nubes se han disipado y el azul se ha vertido del mar al cielo. Recorremos casi toda la bahía de Kollafjörður hasta que al final se detiene en un rompiente tapizado de musgos y hierba. Sin decir nada se sienta en una roca, y me invita a hacer lo mismo. Esperemos aquí un momento, casi me susurra, quiero que veas algo. No añade nada más y centra su vista en el paisaje que nos envuelve. La imito y miro al vacío cortado ocasionalmente por una gaviota arrastrada por la brisa. Un zampullín rompe el silencio y se deja caer al agua cerca nuestro para desaparecer y aparecer unos metros más allá. A la luz del sol tomo conciencia que sus ojos se mimetizan con el océano, que una variedad de estelas azules se arremolinan en sus pupilas. A la luz del café no me había percatado del azul intenso de su mirada. Pasan los minutos, cuando finalmente sonríe y me señala con un ligero movimiento de cabeza donde debo dirigir mi mirada.



Unos metros más allá un hombre mayor alcanza renqueando otro saliente. Carga consigo un pequeño maletín de cuero gastado que deposita cuidadosamente junto a sus pies del cual extrae una trompeta. Dirigido al mar empieza a tocar y su sonido resulta ser precioso. Se conjura con el paisaje de manera que todos los elementos allí presentes se magnifican los unos a los otros: melodía, colores, olores y ruidos para crear un instante. Es un canto melancólico el que escapa del metal. Hermoso y terriblemente melancólico. Ejecuta dos o tres piezas, enfunda de nuevo la trompeta y se vuelve arrastrando la pierna por donde había venido. Sigo cautivado por el eco de la música cuando Iluina se pone en pie.
–¡Vamos! Sigamos. Esto es lo que quería enseñarte –me dice estirando de uno de mis brazos.
–¿Cómo sabías que vendría?
–Simplemente lo sabía. Viene cada día. Regala melodías a diario –se acerca a mi oído y me susurra–. Adora tanto la música que aspira a reencarnarse en canción. Desea convertirse en una pieza musical que ni tiempo ni espacio sean capaces de contener. Ese es su deseo, mecer la hierba y las olas con sus notas y acompañar a las gaviotas en sus saltos desde los acantilados. Toca y toca cada día mientras aguarda la muerte. Confía encontrarla en una de sus ejecuciones y escapar con la música a través de su trompeta dejando su tullido cuerpo atrás. 
–¿Cómo puedes inventarte tantas cosas?
–¿Me las invento?
–¿No lo haces?
–Mmmm…, puede. Quien sabe. 



1 degustaciones:

kika dijo...

Que bellas imágenes evoca tu texto y no hablo sólo de las fotografías. Algunas personas son capaces de trasmitir magia en sus palabras, y las más, por los ojos.
Que bien si encontraste un hada de esas.

Pd.Y me quedaré esperando las imágenes del Sol de medianoche, las Fogatas y coronas de flores.

Saludos!!