Me mira condescendientemente y finalmente dice: "Prefería tu primera respuesta. Me gusta. Lo otro creo que me decepcionaría. No quiero experimentar una ilusión para luego despertar y darme cuenta una vez más, que me acosté en un lecho de mentiras."
El silencio entra de puntillas y se sienta entre nosotros. Me recodo en él. No se como replicar a su último comentario. Ahueca el cojín y se gira sobre si misma, dándome la espalda, con la intención de dormir. Permanezco callado, pensando en su última frase. La miro. No se mueve. Ya no se oye nada, salvo el tenue engranaje mecánico de un reloj proveniente del comedor.
Ahora duerme aquí, a mi lado, pero pocas horas antes no era más que una figura casi etérea. La silueta de una chica sentada de cara al mar. Tiene el pelo largo y claro que se recoge en una coleta desordenada pero en la cual se concentra una gran belleza. Frente a ella, el reflejo oscilante de las luces de la ciudad, en una parcela de mar encarcelado. De fondo, las voces distantes de unos transeúntes que van vaciando las calles. Cautivado por la imagen me siento junto a ella. Sin mediar palabra, me acaricia los ojos, y me niega la vista. Me estrecha contra ella y me habla con su lengua. Me ama, me anestesia y me lleva dentro de ella a su casa. Ascendemos un escalón tras otro. Cientos de escalones, y al final llegamos a la azotea. Pasamos la noche entre sus sábanas, sus piernas, bajo mi cuerpo. Luego la pregunta, "¿por qué te has acercado a mí?" Y al rato el mutismo en el que sigo envuelto. Tic-tac, tic-tac, el ritmo del reloj es invariable.
Me acerco un poco más a ella, hasta percibir el calor que desprende su cuerpo. Miro detalladamente la mano que descansa sobre la almohada. Una mano poco femenina, de uñas poco cuidadas, algunas de ellas sucias. Los dedos manchados, como si hubiese estado pintando. Todo y así, desearía que esa mano se posase sobre mí. Pero eso no sucede, y el insomnio se vuelve insufrible. Decido levantarme con cuidado del colchón. Me apetece fumarme un cigarrillo. Busco entre los bolsillos de mi pantalón el paquete de tabaco y salgo cautelosamente de la habitación.
El apartamento no es más que un antiguo palomar reconvertido. En el suelo del comedor y alguna de sus paredes están representadas algunas figuras antropomórficas. Siluetas humanas dibujadas, en lo que parecen diferentes colores que no llego a distinguir correctamente por la falta de luz. Me dirijo a la cocina, allí encontraré algo con lo cual poder encender el cigarrillo. Aquí están. En el primer cajón, junto a los fogones, una cajetilla de cerillas. El raspado previo, el chispazo, y el consiguiente chisporroteo de la llama, acompañado del olor del fósforo consumiéndose que satura el ambiente. Aspiro fuerte, para apropiarme de aquel instante. Tengo enfrente, sobre la cocina, el reloj de pared regulando el paso del tiempo. Lo miro detenidamente. A medida que el tabaco se va consumiendo el segundero va avanzando.
Aquella tarde había quedado con mi ex-mujer en una plaza. Cuando llegué al punto de encuentro, ella ya estaba allí, consumida, más flaca que de costumbre. Estuvimos un rato hablando, de pie en la calle, hasta que el frío nos caló, y al final decidimos refugiarnos en una cafetería. Para seguir allí hablando de asuntos que no tenían nada que ver ni con ella, ni conmigo. Me preocupó su delgadez, la última vez que la había visto así fue cuando estuvo enferma y tuvo que guardar cama un par de semanas. Entonces vivíamos juntos y pude cuidar de ella. Temo que vuelva a descuidar sus comidas, y a recluirse en casa. Puedo oír a sus compañeros recriminándome, hablando de mí como si yo fuese el responsable de su deteriorada salud. Me sentó mal el encuentro con ella, y al despedirnos me dirigí a un bar. Necesitaba beber algo, y sobre todo ver gente. Voy pensando en nuestro encuentro y los hechos que le siguieron, hasta que las cenizas del cigarro caen sobre mi pie desnudo y me devuelven al presente. Ya no se oye nada, el silencio que precede al despertar de la ciudad. Las primeras luces del día entran por la ventana y se escucha el graznido cínico de alguna gaviota.
En la habitación la cama está vacía, y en la pared, junto al lecho aparece dibujada en unos sencillos trazos la silueta de una chica sentada de espaldas. La puerta del lavabo se abre y entre el claro oscuro de la habitación aparece la delgada silueta de una mujer desnuda.
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