Era hermosos el color del cielo en invierno, tenía mucho de azul pero a veces de verde. Casi no había turistas en aquella época del año pero tampoco le producía lástima que no los hubiera. Todo tenía sus fechas, sus ciclos, sus simetrías. El mundo estaba bien hecho, por eso al dolor seguía la felicidad y a la felicidad el dolor, lo mismo que el día a la noche, y el calor de la primavera y el verano a este frío de azules y verdes bajo el viaducto, de blancos en los tejados, de silencio. Y si Dios era quien había hecho todo aquello, como decía el poeta John, entonces también era hermosos Dios, como lo eran están árboles sin hojas, como lo era la abuela y Mamá, o el bonito cuerpo de Katia desnudándose todas las noches a su lado esperando cartas de Italia que no terminaban de llegar.
"Tres, ya llevo tres escritas y no me contesta el muy mamón", decía sin que lo oyera Mamá, pero lo suficientemente alto y claro para que lo oyera, no hacía falta que le dijera nada después, ya había aprendido que lo único que quería Katia era quejarse, un oído era lo que quería Katia, un oído donde dejar aquel "Le va a escribir más su puta madre, yo ya no le contesto hasta que no lo haga él, y cuando lo haga que se prepare para una buena". Y después: "¿Le has dado de comer a Giac?" Porque aquello era otra cosa; unos días la atiborraban a comida y otros la tortuga no hacía más que sacar la cabeza recriminando el olvido generalizado de su vitualla.
"Si pudiese hablar nos llamaría de todo –decía Mamá–, la tenemos muertita de hambre", y para compensar le echaba un trozo de filete crudo […]
András Barba
La hermana de Katia (2001)
Editorial Anagrama, Barcelona, 177pp
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