Rabdomantes (uno)



Evren se dejaba llevar. El vehículo se desplazaba tan silencioso sobre el terreno, que más que rodar, le daba la sensación de deslizarse sobre el mismo. La suavidad del movimiento invitaba al sueño, la cabeza reclinada sobre la cabecera resbalaba levemente hacia la izquierda, quedando allí colgada, en el hueco que se abría entre los dos asientos. Se permitía extraviar la mirada en el más allá, en el horizonte a la fuga, mientras el sistema automático mantenía el coche en la carretera.   

Fuera se sucedía un paisaje intensamente ondulado, que le recordaba que para las fuerzas intrínsecas de la naturaleza, aquella fina piel de la Tierra que habitaban, era poco más que una hoja de papel que podían arrugar y modelar a su antojo. El terreno era monótono, un sube y baja yermo cubierto por pequeñas espigas de gramineas y cardos secos de flores amenazantes. Todo ello llevado hasta el límite, hasta donde se precipita el horizonte en el vacío. Ella no guardaba en su memoria ninguna visión distinta de ese espacio, siempre había sido así, un erial, pero de su madre había escuchado que aquellas tierras no habían sido siempre así. Le costaba dar crédito a las imágenes que le había enseñado de pocas décadas atrás, cuando las colinas constituían un páramo fértil donde se dejaba pastar al ganado. 
No concebía que aquello hubiese sido un todo verde. Verde era el único vocablo que le quedaba para definir algo frondoso o fresco, a veces no entendía a su madre cuando le hablaba, porque usaba unos términos para describir el paisaje de su infancia, de los que ella carecía. No tenía referencias. Ni percepción alguna de lo que representaban una fronda o un herbazal. Ya nadie usaba esas palabras. Habían desaparecido como lo habían hecho las imágenes asociadas a ellas, de visualizar algo similar en el paisaje poco hubiese podido decir de ello, más allá de definirlo como un campo verde. El lenguaje impone una imagen. Cuando la imagen dejo de existir, la palabra falleció con ella. Muchas palabras sobrevivían resguardadas en los mayores, en aquellos que, como su madre, aún tenían en su poder memoria de lo extinto. Muchas palabras, para esa generación que le antecedía, constituían un engranaje afectivo, un resguardo privilegiado de lo que fue y al que sólo podían seguir apegados mediante el sonido de unas palabras que evocaban unas imágenes inexistentes.

Y si lo verde no podía expresarlo más que como verde, Evren disponía de una extensa terminología para describir el extenso paisaje agostado que se desplegaba a lado y lado de la carretera. Requería de ese lenguaje para redactar sus informes, en las que las propiedades del terreno debían quedar bien definidas, siguiendo las directrices de la Oficina. El verde se manifestaba con poca frecuencia en ese suelo mustio y ajado, en pocas ocasiones había tenido que hacer uso del término. Sólo tenía constancia de un fenómeno. El de una floración explosiva que siguió a unos días de tormenta. Una rareza que la sorprendió con una intensidad de colores nunca antes vistos en ese paraje reseco. No supo reflejar el suceso en el informe, se limitó a escribir: verde. 

Hay días en los que pensaba que fue un espejismo. Una alucinación. Un juego de la percepción e incluso algún tipo de interferencia en el sistema nervioso en el que se entremezclaron la realidad con las imágenes que su madre le había enseñado. Otros días confíaba en sus sentidos, los registros de los sensores de ese día confirmaban niveles de humedad nunca antes observados, y la lectura colorimétrica había sido inaudita, muy alejada de la gama ocre que solía definir sus dossiers.

Un pitido agudo interrumpió el duermevela de Evren y el de su perra que hasta entonces había permanecido tumbada en la parte trasera del vehículo. El dispositivo le avisaba de que estaban llegando al puesto donde debía recargar las baterías del coche. Unos metros por delante vio como un pequeño punto negro junto a la carretera iba ganando volumen hasta definirse como una pequeña construcción.

Era un edificio sencillo. Un bloque, casi un cubo perfecto, de paredes oscuras. Toda la edificación estaba barnizada con una tinta fotovoltaica basada en la pervoskita. En algún lugar se observaban grietas, en las esquinas la pintura empezaba a descascarillarse. Una vez el vehículo se detuvo y se conectó para llenar sus baterías casi vacías, Evren descendió del mismo. Abrió la portezuela trasera para dejar que el perro saliese para poder estirar las piernas. En cuanto saltó del mismo, un enjambre de diminutos seres mecánicos se desprendió de su pelaje, la nube describió un pequeño círculo y enseguida desapareció de nuevo sobre el lomo del canino.

Evren inspeccionó el lugar, con el tedio de quien sabe que no va a encontrar nada. Realizaba aquella ruta cada dos meses. El piloto automático siempre paraba en aquel lugar, era el único puesto de repuesto. No tenía constancia de donde estaba el siguiente, nunca se había aventurado tan lejos. La ruta asignada finalizaba no muy lejos de allí, donde el suelo se rompe para conformar el barranco que, dicen los geólogos, succionó el agua de la región. Más allá del mismo no tenía autorización para hacer prospecciones, quedaba fuera de la jurisdicción de la Oficina. Su labor consistía en rastrear a un lado del barranco cualquier posibilidad de encontrar agua, así como reportar las propiedades del suelo bajo las que se escondía el preciado fluido. Toda esa información era centralizada por la Oficina e incorporada a una extensa base de datos de la que se alimentaban los algoritmos que estimaban la viabilidad económica del proyecto.

El chucho, cojo de una pierna, renqueó unos cuantos metros para hacer sus necesidades. Una vez más, la horda de minirobots que reposaban sobre su espinazo alzó el vuelo como si fuesen una misma entidad y se posaron sobre el terroso suelo. Ellos eran el instrumento básico de Evren, sin ellos su trabajo sería imposible. Era una caterva de diminutos autómatas, “las pulgas” los llamaba Evren, dotados con diferentes sensores que se dispersaban por el terreno y registraban datos de humedad y composición del suelo, pero la más importante de sus funciones, era la de medir la conductividad y resistividad del terreno enviándose señales los unos a los otros, conformando una compleja red viviente que intercambiaban información. Cuando los sondeos daban un valor de probabilidad alto, identificaban el lugar exacto, y emitían una señal sonora inaudible, un tono que sólo la perra que siempre había acompañado a Evren en sus prospecciones podía escuchar. La perra se dirigía al foco del sonido y le marcaba el punto. Aquel quedaba registrado como uno susceptible de ser examinado y abrir, en un futuro, un pozo del cual extraer agua, si los algoritmos lo consideraban oportuno. La Oficina hacía esfuerzos enormes por encontrar aguas freáticas dentro de sus fronteras.

El sol, todavía ascendiente, empezaba a caldear el aire. El silencio se manifestaba a través del chirrido monótono de un ejército de grillos. Eran los únicos habitantes de aquellos llanos en aquella incierta localización. Sólo ellos hablaban. Era un sonido tan continuo que al final se volvía imperceptible. Evren sólo tomaba conciencia de ellos cuando por alguna razón dejaban de hacerlo. Sólo entonces, en el silencio, tomaba forma el ruido. El que Evren llevaba consigo. El que la habitaba pero sólo allí advertía. 

Cerró su órbita alrededor del cubo y comprobó a través de la ventanilla como progresaba la recarga de la batería. Aún quedaba un buen rato. Observó a su perra ladeando entre un mar de espigas dobladas, llevaba el morro a pocos centímetros del suelo, olfateando algo, siguiendo un rastro. Cada cierto tiempo levantaba la cabeza entre las panojas resecas, dedicaba una mirada a Evren y volvía a desaparecer inmediatamente, escudriñando lo que Evren consideraba un imposible. Allí no había nada. Sólo un manto de cardos y gramíneas marchitas junto a miles, cientos de miles, de grillos. Aún así el chucho seguía adentrándose en ese manto amarillo y consumido.

Evren le dejó hacer. Ante la expectativa de la espera entró en el vehículo. Se acomodó en el asiento. Rebuscó el cordón neuronal entre su melena ondulada y lo conectó al panel del coche. Deseaba ser usurpada. Entregarse a la red para que alguien raptase su mente. La violase y pudiese experimentar lo que cualquier otro estuviese haciendo en cualquier otro lugar. Lo esencial era donarse. Desvanecerse. Dejar de ser ella misma. Unirse a la comunidad, cada vez más grande, de ciudadanos que concedían sus sueños y vidas a otros.
¿Está segura de querer proceder con la aplicación?, preguntó la computadora. 
"Sí".




2 degustaciones:

el maquinista ciego dijo...

‘El lenguaje impone una imagen’, la palabra impone una visión, un recuerdo. Pero al revés no es necesario, al menos no siempre. Una imagen, un recuerdo pueden llevar asociadas palabras, pero muchas veces es incluso imposible y hay que traducir esa percepción de alguna otra forma no lingüística. El simple hecho de decir ‘el lenguaje impone una imagen’ tiene un efecto tan arrollador sobre todo, y se puede aplicar a tantas dimensiones de lo que significa ‘ser humano’, que en sí mismo es como si contuviera las palabras, las cosas y las imágenes todas habidas y por haber. Por eso mismo es terrible la memoria de lo extinto y sobre todo es terrible carecer de la misma. Poder recordar todo lo que Evren aglutina en ‘verde’ cuando sólo quedan ocres y polvo es tan doloroso o quizás más que sólo poder decir ‘verde’, como un autómata, al no tener datos con los que poder contrastar tanta información.
Las palabras constituyen un engranaje afectivo, cierto, de ahí que una de las formas de crueldad más extremas sea el intento de aniquilar la lengua del otro. Si se le deja sin su forma de expresión, se le arranca todo el componente afectivo e incluso intelectual a esa comunidad. Y es una herida que nunca se llega a cerrar en el intelecto colectivo.
Desde siempre la ficción y el arte construidos alrededor de la desolación, con la devastación como base –esos ocres, esos escenarios casi vacíos, polvorientos-, me fascinan y me provocan un gran placer estético, intelectual y de algo más que no sé nombrar, algo que hay en el centro del pecho y que es donde proceso la música, el arte, las lecturas. La ciencia ficción bien narrada tiene ese poder de llevarnos a otros mundos que aparentemente nos quedan muy lejos, pero que también son posibles (y, tristemente en este caso concreto, cada vez más que probables). Y tú lo describes con gran maestría. En el detalle está la historia, a menudo los grandes hechos son meros adornos de lo que en realidad sucede, que a veces es como ese continuo canto de grillos que acaba siendo imperceptible, o un morro de perro olisqueando por entre los hierbajos. Ahí hay verdad.
Es un relato magnífico, me ha gustado tanto como me ha inquietado, y de veras espero que continúes la historia. Dices que dejas las cosas a medias, pero con Hojas Secas y El Patio de Luces nos diste mucho, así que espero que sigas un poco más desgranando esos dosieres de Evren, su perra y los mini robots-insectos que hacen el trabajo de alimentar a los fríos e implacables algoritmos. Por favor, continúa mostrando a dónde lleva el otro extremo de ese cordón neuronal, a qué suena el ruido que sólo Evren contiene y del que quiere huir para convertirse por un momento en cualquier otro ser ;))
Un abrazo bien bien fuerte, que dure para estos días tan ocres y polvorientos, tan llenos de ruido ajeno.

Aka dijo...

Nunca he sido un lector de ciencia ficción, más que en contadas ocasiones, o con los grandes clásicos de las distopías, y aún así reconozco que escribir sobre ello resulta sugerente. Por la libertad de poder imaginar un mundo igual aunque distinto y que por tanto puedes darle licencias más allá de las de la realidad cotidiana o la histórica, mucho más exigente. En el futuro todo está abierto. Y también yo siento cierto "placer" por los paisajes ruinosos, más allá de los desiertos naturales o los bosques que me apasionan, hay un algo en los paisajes industriales que también me magnetiza. Quizás por ver a esas fábricas, esa maquinarias como nuevos ecosistemas, seres que consumen recursos, evolucionan y muchas veces perecen quedando de ellas sólo restos que la naturaleza poco a poco va incorporando a su vientre.
Me alegra que te guste, casi nunca escribo estas cosas, aunque las imagino a veces, de momento he seguido un poco más allá... miraré de seguir. Es cierto, todavía tengo abierto el relato de "Hojas Secas" y "Patio de luces", ambos creciendo poco a poco, a ralentí pero sigo con ellos, con la intención de que lleguen a algún sitio, o sea capaz de llevarlos a donde quiero :) Eso ya lo veo más difícil.
Lo de aniquilar la lengua del otro sin duda es una gran crueldad, un intento de borrar no sólo la memoria de una gente, sino una manera de vivir diferente, pues con el tiempo he tomado conciencia de como las palabras, la comunicación afecta la convivencia. No sólo se trata de comunicarse, cada lenguaje, cada palabra tiene su idiosincrasia y marca el carácter de la gente que las usa. En Suecia, sobre todo en el norte, por ejemplo, cuando hablas con alguien explicándole algo, el que escucha para hacerte saber que está siguiendo tu argumento no dice nada, se limita a emitir un sonido que en realidad es una aspiración, aspira aire, donde un español diría "vale" o "sí", ellos aspirar, como si con ello absorbieran tu conversación, el relato que le estás narrando, y muchas veces al acabar, la respuesta queda en eso, en una aspiración. Mientras que aquí esperaríamos unas palabras de comprensión, una réplica, cualquier cosa, allí se contentan con saberse escuchados y que el otro ha interiorizado lo dicho. Al principio me daba mucha rabia porque esperaba algo más... hoy sin darme cuenta en inglés, castellano o catalán me encuentro haciendo ese gesto cuando no tengo palabras para responder :)
Un abrazo desde mi pequeño refugio mirando de evitar el exceso de ruido.