Rabdomantes (cuatro)





Al aproximarse a la zona urbana lo primero que se divisaba eran los altos brazos  mecánicos de las perforadoras. Como alfileres metálicos se hendían en la superficie hasta hacer brotar el agua. Sobre ellas volaban congregaciones caóticas y ruidosas de pájaros, bandadas de diferentes especies que se graznaban y picoteaban las unas a las otras, mientras aguardaban la emergencia del fluido. Evren mandó bajar la ventanilla del vehículo, le gustaba escuchar el bullicio de las aves concentradas a las afueras de la urbe. Junto a las enormes máquinas, a una distancia prudencial de las brocas, corrían jaurías de perros y otros animales salvajes llegados desde los llanos. Se movían en círculos, se asociaban algunos de ellos para protegerse de otros, todos atraídos por la ansiada humedad. Algunas especies habían aprendido a sobrevivir en el páramo siguiendo a las perforadoras. Allí donde se desplazaba uno de los aparatos automatizados, le iba detrás una horda de animales. Viendo aquel tumulto de animales, Evren, pensaba que sus prospecciones eran en parte aprovechadas por las bestias esquivas de la zona.

Poco antes de alcanzar la vía principal que fluía hacia el interior de la ciudad, el vehículo se desvió por una pequeña carretera, que lejos de la linealidad que atravesaba la yerma planicie, bajaba sinuosa hacia la costa. A los pocos minutos el mundo ocre se precipitaba sobre una lámina de azul intenso, y allí donde ambos confluían se levantaba un pequeño conjunto de construcciones blancas. Aske, hasta entonces adormecida, se enderezó. La brisa que entraba a través de la ventanilla le traía el aroma del mar, el del hogar. Apoyó su hocico sobre el hombro de Evren para saborear mejor el viento. Colgaba su rosada lengua a pocos centímetros de la cara de ella, arrojándole su cálido aliento. Evren rascó su coronilla, le despojó de una espiga que encontró enredada entre su pelaje y luego frotó sus dedos delicadamente bajo una de sus orejas caídas. Aske respondió a eso acercando su rostro aún más, buscando restregarse en el de Evren, hasta que esta lo apartó y dio por acabadas las caricias.

Allí no habían perforadoras a la vista, ni grandes construcciones, el poblado consistía en un conglomerado reducido de edificaciones. Casas geométricas blancas, de una o dos plantas, que parecían encajar unas en las otras como piezas de un gran juego sobre la pendiente que acababa tragada por el mar, un lienzo de azul intenso que se fusionaba con el de la bóveda celeste. El mar echaba espuma al colisionar al pie de las casas y centelleaba. Agachándose sobre el asiento y girando la cabeza Evren imaginó que el mar era el cielo y que el cielo brillante era el mar. No entendía como habiendo crecido allí, con unos ojos alimentados por el mar y la sal permanentemente sobre los labios, siempre había sentido el impulso de adentrarse en los llanos, renunciando al azul. El agua había colmado su visión desde que tenía memoria y sin embargo iba cada día allí donde esta parecía una entelequia. Su vida la conformaban dos vastos desiertos: uno azul y otro marrón. No había nada entre ambos. 

Al pasar junto a un pequeño acantilado se levantaron de golpe miles de gaviotas con gritos penetrantes. Aske ladró a la pequeña nube gris-plateada que subía, bajaba, se desplazaba y se formaba sobre sus cabezas con estrépito. Con la cabeza totalmente fuera del vehículo respondió la perra a la ruidosa nube demencial e indignada. El nuevo y ruidoso cielo de aleteos y plumones las siguió un rato por la carretera hasta que estuvieron suficientemente lejos de los nidos. El cielo volvió a ser azul y el grito de las aves fue callándose poco a poco. Ya casi habían llegado a casa.

Aske corría por delante de Evren entre los estrechos espacios que existían entre unos edificios y otros. Sobre las callejas se extendía un mar de telas extendidas de banda a banda, protegiendo del sol un suelo cubierto de cañas, sujetas entre ellas por cuerdas. A pesar de los ángulos rectos de las construcciones, las calles se retorcían como entrañas sobre si mismas, las casas estaban ensamblandas entre ellas para optimizar la relación sol y sombra, con espacios y estrecheces. Existían numerosas pendientes, algunas salvadas con escalones. Era un mundo pequeño, un núcleo de poco más de una cincuentena de casas, con sus callejones de luz y sombra, por los que bajaba Aske siempre acelerada. Pendiente abajo, hacia el mar, allí, donde rompían las olas, en primera línea, estaba su hogar. Se dejaba llevar, con su carrera ladeada y un enérgico movimiento de cola. Había días en los que le gustaba ir más allá de su casa, seguir hasta donde una rampa descendía hasta la pequeña cala y chapotear en la orilla. Se dejaba zarandear por alguna ola para finalmente tenderse junto a la puerta, en una porción de sol, a secarse. Aquel día no llegó a la playa, Evren vio desde atrás como Aske reducía su desenfrenada carrera. Dejó de batir la cola y agachó la cabeza. Evren sabía lo que aquello significaba. La perra pasó de puntillas, encogida, acongojada, ante una forma blanca que permanecía inmóvil en la penumbra. 


Unos ojos negros bordeados de hollín observaron acercarse a Evren. La brisa marina arrojaba algunos mechones de pelo contra su cara. Deshaciéndose de ellos con la mano pasó ante la figura silente sin decir nada. Acelerando el paso. Tomó conciencia de la actividad del corazón bajo su pecho. Golpeaba con más fuerza. Iba en incremento. ¿Por qué está siempre ahí? Nadie sabía mucho de aquella persona que pasaba largas horas sentada frente a su casa. Las mañanas las pasaba en un callejón y las tardes en otro, allí donde el desplazamiento del disco solar proyectaba sombras. Desde ese punto apenas podía ver nada, las fachadas blancas que constituían el callejón y al final del mismo una porción de mar con sus crestas blancas al romperse con lo que debía ser una roca sumergida. A veces se le podía ver, una vez caída la tarde, acercarse hasta la cala y pasear por la arena envuelta en el manto blanco de la cabeza a los pies. Era una prenda sencilla, carente de cosidos, una sola pieza que cerraba delante de la cara por medio de dos broches plateados, entre cuyos pliegues sólo se dejaban ver los dos ojos. Una sombra blanca que tras dejar sus huellas en la playa desaparecía hasta volver al día siguiente a ocupar su lugar en el callejón. Había algo en ella que inquietaba a Evren. Tenía que ser la mirada, sólo podía ser eso, el resto del cuerpo, invisible, se escondía en la mirada. Pero sus ojos tenían una luz, un mirar especial que no había visto en ninguna otra persona. Una luz oscura pero transparente. Parecían condensar toda la luz del mar, el cielo y el desierto juntos. Unos ojos de una belleza y una intensidad que se atrevían a repeler el sol y sus reflejos. Era una mirada que no soñaba con llegar a ser, porque ya era. Era serena. Plácida.






2 degustaciones:

Carmela dijo...

Me gusta como escribes Aka, ya te lo he dicho en varias ocasiones, pero este texto, este texto me ha dejado en una nube de la que no quiero bajarme. Es maravilloso. Todo, lo que describes, como lo describes, todo.
Sinceramente creo que para mi es lo mejor que te he leído, me ha sentido dentro de Evren y de Aske, me he sentido gaviota volando sobre los nidos del acantilado, he sentido la irada de esa figura encerrada en su túnica blanca y he podido ver esos ojos, esos ojos de alguien que ya era.
No podría añadir nada mas que te hiciera sentir lo que yo he sentido.
Un beso enorme y gracias.

Aka dijo...

Ja ja muchas gracias Carmela, también yo andaba metido en una nube de gaviotas cuando lo escribí... creo que de ahí el efecto :) Tengo una extraña relación con las gaviotas, me encanta, me maravilla la imagen de las siluetas blancas recortadas contra el azul intenso del verano, así como su ruido, especialmente por las mañanas, despertar con sus risotadas. Y sin embargo cuando vuelan demasiado bajo o se posan a pocos metros de uno y le observan con esa figura tan rígida, debo admitir que asustan un poco.
Besos Carmela
gracias como siempre por compartir tus impresiones :)