La tierra despedía vapor. Los campos habían quedado borrados. Velados tras nubes de vaho ancladas a la superficie. Serpenteaban, tiradas por gigantes perezosos e invisibles. Se intuía su presencia. Estaban allí. Tenían que estar allí. Las fuerzas eran patentes. En ocasiones la imagen temblaba. Todo se estremecía. Le seguía unos segundos de vibración, como si el paisaje entero tiritase, hasta que la oscilación se apagaba lentamente. Algo acunaba el horizonte. Lo devolvía al punto de equilibrio restituyendo las fuerzas que habían actuado sobre el mismo. Todo era almagre. El firmamento oxidado sudaba pardo. El cielo se había vuelto arcilloso, de un barro seco con fisuras que parecía poder desconcharse en cualquier momento.
Ahí, ahí estaban. Esta vez, Evren vio a uno de ellos. Un gigantesco cuerpo cilíndrico, hinchado y aceitoso surgió arqueado de entre la bruma. Era un enorme ballenato alzándose entre los campos, para desaparecer en una estruendosa caída sobre el océano de cardos. Todo volvió a estremecerse. El paisaje parpadeó. Una. Dos. Tres. Cuatro. Hasta cinco veces la imagen desapareció a sus ojos a pesar de que sus pupilas estaban abiertas. En ningún momento la membrana cayó sobre la media luna de sus ojos, fue el mismo paisaje el que se borró para volver inmediatamente a constituirse.
Aquella aparición fue tan inesperada que apenas tuvo tiempo de sorprenderse. Su conciencia seguía sin reaccionar. Le empezaba a llegar todo tipo de información confusa. Los espacios sinápticos eran torrentes turbulentos de neurotransimisores, cargas eléctricas que activaban y desactivaban una compleja red ramificada de neuronas, llevando consigo imágenes, palabras y sonidos. Un mar denso y electrificado que desbordaba la corteza visual. Los ojos de Evren se habían invertido, se habían volcado hacía dentro, mirando lo que se proyectaba sobre la corteza visual. Habían dejado de ver el mundo exterior, nada entraba en su cerebro. A sus ojos, sólo les interesaba la reconstrucción que hacía su interior.
Fuera no había nada.
Dentro lo estaba todo.
La bóveda celeste oxidada se abría, se rajaba como un terreno yermo y de entre sus fisuras desbordaban pequeñas criaturas que se precipitaban al vacío. Se desprendían del hueco y caían. Caían por la vertical al encuentro del horizonte. Los cuerpos aceleraban su trayectoria a medida que se desplomaban. Eran humanos, ahora los veía mejor. Cientos. Miles. Cientos de miles, todos ellos viniéndose abajo. Despeñándose desde los barrancos del cielo, cayendo a plomo hasta romperse contra el suelo. Los impactos eran sordos. Sonidos opacos, como gotas de fango. Los oídos de Evren se llenaron del ruido que escapaba de bajo sus botas cuando estas quebraban las conchas secas de caracoles en el campo. Los cuerpos se destrozaban al ver frenada su caída. Cada vez eran más los que se precipitaban desde un firmamento más fracturado. Golpeaban unos cuerpos con otros. Se apilaban los cuerpos blandos unos sobre los otros. Desencajados. Desarticulados. Elementos rotos. Amontonados, levantando una pira inmensa ante los ardientes ojos de Evren. La pupila febril titiritaba, la cornea rebullía inquieta. El ardor se volvió doloroso, extendiéndose desde la parte posterior del cráneo hasta el rostro. La incandescencia de las cuencas oculares parecían emitir luz propia. Tanta que al final lo cegaron todo.
El silencio llegó de la mano de la monotonía. Los grillos seguían frotando los bordes de las alas anteriores entre sí, su sonido era un colchón de calma. Un espacio de serenidad. Allá, en el horizonte podía ver la cola de su perra atizando las espigas secas. El sol había ascendido algo más, brillaba solitario en un cielo despoblado de un azul sedoso monocromo. El panel le informaba de que las baterías estaban recargadas. Desenganchó el cordón neuronal del mismo. Andaba confusa, aturdida como siempre tras una sesión de desrealización. Se sentía mareada, con una profunda sensación de desprotección, ya que por un momento era incapaz de pensar en nada más que lo que había experimentando. La realidad, el sol, el llano, el canto de los ortópteros, todo parecía ser experimentado desde fuera, como si no fuese con ella. La visión seguía titiritando, como si el mundo estuviese constituido de fotogramas, le parecía oír más de la cuenta, con mayor agudeza, el raspado de los grillos no era una masa homogénea, como de costumbre, sino que cada uno tenía su timbre y tono, constituyendo una orquesta compleja. Hasta el cuerpo parecía débil. Mareado. La brecha abierta entre su mundo interior y el exterior requería unos minutos hasta quedar sólidamente sellada. Una vez cerrada, el proceso disociativo acababa y pocas veces Evren daba mucha importancia a lo acontecido durante la conexión.
En casi todas las ocasiones, las conexiones le habían llevado a experimentar circunstancias rutinarias. La mayoría de los usuarios ejercían como “donantes” mientras desarrollaban su vida normal, bien en el trabajo o en el hogar. Ella misma, Evren, se había conectado como donante, alguna que otra vez, mientras llevaba acabo sus prospecciones por los llanos. Tenía dos seguidores que aseguraban que les relajaba pasear, como “receptores” de esa donación, por esos espacios vacíos, pudiendo así evadir la abrumadora densidad de la ciudad que habitaban.
Así pues, mientras aguarda a que el automóvil cargaba su batería, Evre había desayunado junto al marido de otra mujer en un bloque de la ciudad. En lugar de dar vueltas al cubo fotovoltaico, daba vueltas a una cucharilla en un tazón de leche caliente mientras el hombre hacía lo mismo, intercambiaban alguna mirada o comentaban los titulares del día que llegaban a sus dispositivos. Hablaba y escuchaba en una lengua que no entendía. Sus pensamientos vagueaban en unos fonemas que nunca antes había escuchado y que nunca podría pronunciar, los sonidos se disolvían en imágenes que nunca acababan de conformarse. Media palabra, media imagen eran suficiente a la propietaria de esos pensamientos para traer a su conciencia lo que buscaba. Las reflexiones, la memoria se mostraba como un complejo y multifacético caleidoscopio en continua rotación, mientras observaba al marido dando largos sorbos a su taza.
Un mañana llevó de las manos a los hijos de una madre hasta la escuela. Sintió el tirar de unas manos pequeñas sobre las suyas y como sus músculos se agarrotaban para evitar que uno de ellos se escurriese al ver la puerta del colegio. La piel de los niños era suave, extremadamente suave y perfumada. El mayor de ellos no paraba de cruzarse con sus piernas, en más de una ocasión la hizo tropezar y tuvo que reconducirlo a su posición. Desde la altura, desde el plano picado de la visión de la madre, el pequeño aún lo parecía más. Más indefenso. Más reducible. Resultaba fácil ejercer la autoridad desde aquella perspectiva.
A veces se había visto de pie, manteniendo el equilibrio en un vagón repleto de gente, todos ellos de camino al trabajo. Unos sentados, otros de pie, apoyados contra las puertas o sujetos a las barandillas, todos conectados a sus respectivos dispositivos. Incluso ella, o él, el cuerpo a través del cual Evren experimentaba aquel rutinario viaje matutino. Sacudido su cuerpo por el ligero traqueteo del transporte público, sus ojos se concentraban en la lectura de la crónica del último evento deportivo de la noche anterior, mientras el leve roce con una mujer, que se sostenía a su lado, se traducía en una transmisión dulce y placentera bajo su dermis a lo largo de su cuerpo.
Un día pasó un buen rato con el cerebro impregnado por un mar de efluvios y esencias desconocidas. Los sonidos que embutían aquella mente no los había escuchado nunca, no conocía otros idiomas más allá del turco, el kurdo y el inglés, pero aquellos ruidos diferían mucho de cualquier otro idioma que hubiese escuchado antes. Las imágenes también eran diferentes. Vaporosas, parecían perfumadas, de colores virados que se transformaban continuamente, quedaban suspendidas unas sobre las otras, superponiéndose, sumando un color, una imagen, un olor, sobre otro, para reconstruir un todo poliédrico confuso. No fue hasta acabada la sesión, que Evren descifró que había estado encerrada en la mente de un perro. Que lo que había sentido le llegaban a través del olfato de un perro paseando por la calle, al que su dueño le había instalado un cordón neuronal. Evren pensó que tendría que hacer lo mismo con Aske, su perra. No para exponerla en la red como donante a los miles de usuarios desconocidos, sino para conectarse a ella. Para entenderla mejor, para sentir directamente a través de ella esas búsquedas aparentemente tan apasionadas que llevaba a cabo por el páramo, porque ella, mediante sus ojos no conseguía discernir que había de interesante en aquellas áridas tierras.
Evren siempre había buscado experiencias sencillas, nada extraordinarias, pequeños momentos de evasión para sentir como llevaban otros la carga de la vida. Y como Evren, millones de usuarios en el mundo hacían lo mismo. A ratos ejercían como “donantes” cediendo su experiencia cognitiva al mundo, a ratos como “receptores” apropiándose de lo vivido por los donantes. La intimidad había muerto. Incluso la de los espacios más recónditos, los pensamientos conscientes e inconscientes, los sentimientos de todo tipo corrían por lo que la gente creía que era ese mundo intangible de pura liviandad e infinito que denominaban la Red. Solo que sus pensamientos, sus experiencias, sus acciones, sus comentarios, sus sentimientos, no flotaban, en realidad eran inmensos textos de código binario, secuencias interminables de unos y ceros grabados en unidades de almacenamiento gestionadas por un sistema y alojadas en ordenadores que llevaban a cabo 18,743 transacciones por segundo, intercambiando miles de millones de gigabytes, consumiendo más del 6% de la energía mundial y emitiendo grandes cantidades de gases nocivos a la atmósfera. La Red no era una blanca y sedosa nube sino un sucio país pequeño. Un país caldera que devoraba recursos. Sus vidas, sus conciencias era el último de los recursos en sumarse a todo lo que esa maquinaria gestionaba. Todo lo donado, todos los datos personales e íntimos estaban alojados en las máquinas de unas empresas desconocidas gestionadas por extraños en un país donde no había ley alguna.
Evren desconocía esa realidad. Tampoco le importaba. Casi nadie pensaba en ello. Se ignoraba. El pudor, la idea de individuo como ser libre y autónomo, responsable de su destino, estaba desapareciendo. La privacidad e intimidad habían caído de la escala de valores. La gente no tenía suficiente con pensarse a sí mismo, sino que necesitaban que otros los pensasen, que otros los sintiesen y al mismo tiempo ellos pensar y sentir en y a través de otros. Las emociones, las necesidades, los sentimientos requerían de algo más que los propios recuerdos, experiencias, deseos y sueños. ¿Por qué limitarse a la vida de uno mismo cuando se podía acceder a la vida de todo el mundo? Allí fuera existía un universo mucho más amplio y rico que el diminuto mundo individual. Eran muchos los que querían gozar de esa experiencia, enriquecer su dimensión humana más allá de la suya. Más allá de su materialidad corporal e imaginativa. Renunciaban a su singularidad voluntariamente buscando una unidad imposible. La gente se había vuelto transparente pero en el anonimato. Eran anónimos translúcidos, que sus conocidos no veían, pero que los desconocidos podían penetrar y atravesar sin problemas. Evren era una de ellas. Un pozo de incertidumbres, incluso para sí misma, exhibida a un mundo externo de desconocidos.
Evren se deslizó fuera del vehículo. Se apoyó al mismo. Estaba mareada, una ligera sensación de vértigo seguía instalada en su cuerpo. Los efectos de la desrealización persistían en su cuerpo. Buscó a Aske en el horizonte. El movimiento de la vegetación delató su posición, allí estaba su rabo. Enseguida emergió su cabeza, buscándola a ella con sus ojos brillantes. Su pelaje estaba lleno de espigas y espinas de cadillo. Evren pensó que aquella tarde tendría que lavarla y revisar que ninguna de las espigas se hubiesen clavado entre las almohadillas de sus pies. Hace un par de años una espiga se introdujo dentro de la piel y le causó una dolorosa tumefacción roja que no supo ver. Para cuando la detectó, la infección se había extendido, una serie de enormes granulomas evolucionaron a lo largo de su pata para intentar aislar aquella sustancia extraña afectando al funcionamiento de la misma. No pudo volver a apoyar bien el pie sobre el suelo. A pesar de su cojera crónica seguía disfrutando de la libertad que los yermos campos le brindaban cada día. Evren estaba convencida de la felicidad de Aske constituyendo parte de la brigada de rabdomantes.
2 degustaciones:
Quise esperarme cuando leí la anterior entrada porque ese (I) auguraba una segunda parte, y ahora quiero la tercera jajaja pero las ganas de comentarte son mas grandes.
Lo primero e nada, confesarte que no soy nada dada a las lecturas de ciencia ficción, pero la verdad es que esta historia teniendo ese aura de ficción no me resulta nada lejana.
Qué me gusta la idea de una imagen, una visión un recuerdo, y qué cierto es. Me resulta tan impactante la idea de lo difícil que es imaginar algo que no se ha visto por mucho que nos lo describan y qué cierto es que hay palabras que se van perdiendo en el tiempo al desaparecer aquello que la determinaba. Debería hacerse un libro con todas aquellas palabras que van desapareciendo lentamente de nuestro lenguaje.
Y en este segundo texto, tengo que confesarte que me ha producido angustia. Pensar en esa posibilidad que no la veo tan lejana y por eso la angustia.
por un lado me ha fascinado la imagen de los ballenatos cayendo, pero la idea de enchufarse para compartir o sentir las vivencias de otro me da un cierto repelus. Ojalá no lleguemos a eso. Y el control de unos pocos desalmados sobre el resto de las personas. Es intrigante y escalofriante. Desde luego lográs un clima increíble con unas pocos pinceladas.
Aske,a pesar de esa nube de pequeñis chips volantes, me resulta enternecedora y su cojera :))
Me ha encantado Aka.
Espero más :))
Un abrazo y buena semana
Como explicaba a Maquinista en su anterior comentario, tampoco yo soy dado a la lectura ni escritura de ciencia ficción, pero esta vez surgió esta imagen y me dejé llevar por ella, quizás por mi atracción por las zonas áridas (el Cabo de Gata o zonas de los Monegros me tienen el corazón robado), pero al mismo tiempo cierto pánico en pensar que muchas zonas hoy verdes puedan desertizarse por nuestras acciones.... la sequía que el país vive estos días ya es casi un tónica anual y toda previsión apunta a escenarios aún peores. Igual que me cuesta imaginar los paisajes de los que mis abuelos a veces me hablaban alrededor de su pueblo, o los propios experimentados en casa de mis padres por la urbanización de la montaña, imagino que en el futuro lo que hoy conocemos será totalmente desconocido, algo exótico como cuando observamos esas fotos en sepia de hace más de 100 años de unos mundos que parecen otros. Y sí, aunque fuese como ejercicio histórico debería escribirse un libro con las palabras que se pierden.... supongo que debe existir en algún sitio :)
La idea de enchufarnos, es horrible no? A mi me parece igual, pero cuando voy en el tren y miro a mi alrededor y veo que la mayoría están "conectados" a sus teléfonos ajenos al mundo exterior y sus sentidos para concentrarse en la comunicación con otros o redes sociales, y la necesidad de exhibirse continuamente en las mismas, no me extrañaría llegar a un día en la que se compartan directamente los sentimientos y sensaciones si es que es posible encontrar donde tienen lugar éstos y como traducirlos para transmitirlos. Miedo si que da.
La perra Aske tenía que incluirla, creo que es la que más humanidad añade a todo el relato :)
Un abrazo Carmela.
Esperemos que lleguen las lluvias, para quitar a la sed a la tierra y sobre todo estos días para apagar las llamas que consumen Galicia.
Besos
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