"Una de las primeras obligaciones que
cualquier ciudadano tenía que cumplir, era la de tapar cuidadosamente todas las
ventanas de las fachadas. De esta manera, ningún destello de luz podía orientar
a los aviones enemigos. Las ciudades quedaban completamente a oscuras, con los
vigilantes nocturnos de la defensa antiaérea encargándose de que se cumplieran
las normas. Cada casa tenía que preparar un refugio antiaéreo en el sótano, con
catres para descansar, cajas y sacos de arena, extintores y algo de comer. Los ingleses
bombardeaban las ciudades alemanas de día, mientras los americanos lo hacían de
noche. Nos movíamos como autómatas, nos acostábamos con la mayor cantidad de
ropa posible: camisas, pantalones, botas forradas, chaquetas, pañuelos y
gorras. En el bolso guardábamos todos nuestros documentos y las pocas joyas que
teníamos. La rutina se repetía día tras día. La alarma sonaba hasta dos veces
por noche. Vivíamos como topos". Alicia era una adolescente, todavía
no tenía catorce años, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, al acabar, era
madre de una niña y aguardaba a su marido que había caído prisionero en el
frente. De aquel período de su vida dice que apenas habla, como si aquel pasado
hubiese quedado sepultado en la profundidad del refugio, atrapado en las
ventanas tapiadas que evitaban que escapase la luz. Es común entre aquellos que
han experimentado los miedos y terrores de la guerra que los recuerdos de esos
tiempos se muevan como topos por la memoria, asomándose pocas veces al
exterior, y cuando lo hacen, suele ser a través del mismo resquicio, repitiendo
una y otra vez el mismo recuerdo.
En el colegio se nos explica, en una
serie de lecciones escolares, las distintas guerras: sus causas políticas, las
económicas, los agentes implicados y las batallas y hechos que decidieron la
contienda, pero el pasado es mucho más vasto que la visión histórica de los
libros de texto. Es un conjunto inmenso de hechos que pueden ser conservados sólo
si desde el presente estamos dispuestos a adoptarlos, a insertarlos en nuestra
propia memoria. Para que el pasado perdure, hay que hacerse cargo desde el
presente de que esos vestigios no van a desaparecer, de que esa lección sí que
la vamos a aprender; no sólo las explicaciones ad hoc de las causas de la guerra, sino los sentimientos, penurias
y traumas que estas despiertan en el grueso de la población: los civiles. Pero
pocas veces se escuchan las voces del pasado porque impera el olvido. Nadie
quiere heredar el dolor, ni las incertidumbres, ni mucho menos las manos
manchadas de sangre. Así la vida presente resulta más sencilla.
También para los que vivieron el pasado, pues los caminos de la
memoria nunca son fáciles. No son pocos los psicólogos, psiquiatras y
sociólogos modernos que usan la metáfora de “fantasmas” para referirse a los
recuerdos traumáticos que quedan atrapados, tanto a nivel individual como a
nivel social, por un pasado violento sin resolver. De lo que no se habla
perdura como un espectro que no sólo afecta la psicosis individual sino que
puede convertirse en un fenómeno social generalizado, creando confusión,
tensión e incertidumbre en las comunidades. Escuchar, recordar es el primer
paso, pero no suficiente. Los relatos individuales del pasado, al igual que las
fotografías de guerra, son muestras crudas de los hechos que por si mismo no
representan argumentos, hay que escuchar atentamente y pensar largamente sobre
ello, en un acto ético, que permita exorcitar los fantasmas del pasado evitando
que vuelvan a manifestarse.
Antonia, como Alicia, era una niña
de doce años cuando empezó la Guerra Civil española, sus voz pierde firmeza
cuando habla de ello, como si el miedo intenso que experimentó entonces
siguiese vigente. "Una de las
hermanas de madre era monja, me explica,
mi padre fue a buscarla al monasterio de Granollers y la trajo a casa. Cada vez
que oíamos alboroto alrededor de casa sufríamos, enseguida pensábamos: a ver si
la han cogido… En el pueblo mataron a dos curas, los del POUM (Partido
Obrero de Unificación Marxista). Al padre
Eduardo y al otro…, ahora no me acuerdo como se llamaba, los tuvimos para
doctrina, para poder hacer la comunión, era una persona de allí mismo, conocido
por todos…" En este punto de la narración guarda silencio. Uno largo,
la memoria va cerrando puertas para evitar que el dolor se exprese. El relato
finaliza súbitamente: "Se hizo mucho
daño. Se mató a mucha gente y a otros se les hizo sufrir sin necesidad alguna…
¡bah! una merda". Como en el caso de Alicia, la luz del rostro de
Antonia mengua al hablar de esa época. Las palabras caen de los labios como
hojas secas, recuerdos marchitos que se alejan de la boca con un rumbo
resentido.
Conversando con gente que ha sufrido
estas experiencias, a veces se tiene la impresión que las palabras más que
tender puentes, construyen profundidad. Este fue mi impresión cuando conocí a Elisa.
La primera impresión es la de una mujer de mediana edad alegre y optimista, de
sonrisa fácil, que gusta disfrutar de los pequeños placeres de la vida y reírse
de las cosas, pero todo eso cambia cuando su memoria viaja a 1992. Entonces
tenía dieciséis años y su pueblo, Rizvanovici, en Bosnia, fue bombardeado por
la artillería de los chetniks (tropas paramilitares serbias). "Cuando las granadas dejaron de caer salí del
refugio en el cual mi hermana había dado a luz. La mezquita estaba en ruinas, y
a pocos pasos de nuestra casa vi unos niños, de tres y ocho años muertos. El
pánico y la muerte estaba por todas partes. Los soldados llegaron y ocuparon el
pueblo. Hablaban un serbio lleno de coloquialismos, casi incomprensible, y en
sus uniformes llevaban como insignias unas águilas blancas (Las Águilas
Blancas eran una de las tropas paramilitares ultranacionalistas que se
autodenominaban ‘chetniks’, caracterizadas por el odio a la población bosnia, a los que
denominaban ‘turcos’. Su principal reclamo era llevar a cabo una limpieza étnica en Bosnia
para reconstruir una Gran Serbia pura). Nos
prohibieron salir de casa. Los no serbios no podíamos andar por la calle.
Tampoco comprar nada en las tiendas, teníamos que sobrevivir de las reservas
que teníamos en casa. Los que se aventuraron a salir no volvieron nunca. Un día
los soldados capturaron a todos los hombres del pueblo. Se los llevaron. A mi
abuelo de setenta y ocho años le acusaron de matar a un serbio. Lo ejecutaron
con un tiro en la cabeza enfrente de mis primos".
A día de hoy sigue sin poder
visualizar escenas de violencia por inverosímiles y ficticias que éstas sean
explica. Es algo que no puedo controlar, especifica. La conversación liguera y
distendida hasta el momento quedó reducida a un nervudo pintarrajo de
carboncillo que se extendió entre nosotros hasta agotar el espacio. La
eternidad ha seguido su camino, pero de alguna manera, ella seguía allí, en un
pueblo violado. Hay cosas que no pueden olvidarse. La humanidad tampoco debería
olvidar. Su amiga Mirsada, a la que conoció un año más tarde en un campo de
refugiados en Suecia, confirma el pánico heredado: "Es como si el pasado, el presente y el futuro sangrasen juntos.
Rescatar esos recuerdos es vivir por momentos en un estado de inexistencia, es
como estar en ningún sitio y en todos los sitios al mismo tiempo. Las imágenes
de esos días son las grandes penas y dolores que nos acompañarán siempre. Soy
consciente de ello".
Para muchas de estas mujeres, que
entonces fueron niñas, el pasado muchas veces se les presenta escurridizo. Como
si no tuvieran pasado, ni control por tanto sobre sus vidas. Los recuerdos son
imágenes rápidas y huidizas. Los relatos que conforman su memoria no radican en
la Historia, se pierden en otros mares de mareas y oleajes inciertos. Tienen su
pasado, pero éste se revuelve silencioso en su interior. Nezira a los nueve
años tuvo que abandonar Tuzla en compañía de sus padres, y tras una larga
travesía por el corazón de Europa encontraron asilo en Suecia. "Los serbios quemaron nuestra casa",
me explica. "Entonces no entendí
porque lo hicieron ni lo que estaba sucediendo, sólo recuerdo la sensación de
pérdida. De irme, dejando atrás todos mis juguetes y libros. No pude salvar
nada. Más tarde supe que tampoco se salvó la abuela. Estaba dentro de la casa
cuando la prendieron. En aquel momento pensé que ella estaría fuera, como
nosotros, en otro lugar… con el tiempo comprendí que nunca salió de casa. A
menudo sueño con ella. Con su idea, porque apenas recuerdo su aspecto, pero si
recuerdo bien las llamas".