Madrugada: The riverbed
En la puerta del molino, junto al río, un cartógrafo y un marinero sentados alrededor de una mesita. Su universo blanco y negro condensado en un tablero. En él tiene lugar el movimiento errático de un caballo. La reina, más versátil que ninguna otra, avanza cortando las paralelas. Su agilidad es única en su mundo plano. No hay nada que hacer, los movimientos ya están anticipados. Es como leer el cielo y saber con precisión en que momento se extinguirá el nuevo punto luminoso, pues desapareció en el preciso momento que se hizo tan brillante. Esperar pacientemente que se corrobore el futuro labrado en el pasado y que es presente. Salvar la torre y dejar al rey en manos de un peón, o sacrificar la torre y ceder ante la reina.
Las palmas de la mano acogen el rostro derrumbado del cartógrafo. Luego mira el cielo, quizás confiando que sus ciencias, sus queridas ciencias, no sean precisas. Que tengan resquicios por los que escapen las posibilidades. “El miedo nos hace buscar una imagen salvadora y esa imagen es Dios”, parafrasea el contrincante. El cartógrafo vuelve al tablero bicolor y opta por desplazar la torre. Salvarla. Le duele sacrificarlas, le recuerdan a los faros que les guiaban al divisar tierra. El marinero deja de hornear sus manos con su aliento y da muerte al rey con el peón.
–Hora de retirarse –reconoce el cartógrafo vencido.
–Eso parece –responde el viejo marinero rejuvenecido por la victoria.
–Pero antes de irme –añade el cartógrafo mientras va recogiendo las piezas en una caja–, me gustaría hacerte entrega de unos objetos.
–¿Unos objetos?
–Me gustaría que te quedases con mi aparatos.
–¿Qué aparatos?¿De qué estás hablando?
–Del sextante, compás, brújula y otros artilugios que uso para orientarme y situarme en los mapas. No voy a necesitarlos más. No embarco en el próximo viaje.
–¿No embarcas?¿Pliegas velas?
–No embarco, compañero. Ha llegado el momento de retirarse. Dejarme llevar por otros vientos menos agitados. He agotado mis ansias de divisar tierra, pisar nuevas costas y levantar sus mapas. Deseo perderme en el mar de la tranquilidad, en el del sosiego…
Las piezas del tablero van cayendo sonoramente, una a una, dentro de la caja. Indistintamente: rey, reina, torre, caballo, alfil o peón se van apilando en aquella fosa a la que siempre regresan y siempre comparten.
–¿Y qué hago yo con tus instrumentos? –puedo ver el vaho de los caballos en las pupilas trémulas del marinero– No he usado semejantes aparatos en mi vida.
–Pues deberás empezar a hacerlo. Aprender a fijar la ruta.
Dicho eso se alejó con el tablero bajo el brazo. Sobre la mesita restaba una caja con la herencia del cartógrafo custodiada por los dedos tímidos del marinero. Asustado ante el horizonte que acababa de abrírsele. ¿Dónde ir?
Al río, le gritaría. Arrójate a sus aguas y déjate arrastrar por ellas. Te resultará fácil encontrar el valor y la fuerza para encontrar un camino cuando estés totalmente desorientado en una orilla aún desconocida, sería mi consejo. Pero los humanos nunca escuchan. No oyen. Así que camino solo hacia la zanja que fluye en el corazón de la ciudad. Oigo su voz, un rumor grave y constante que golpea las paredes que lo retienen y conducen. Me asomo, y me parece un abismo enfurecido. Una carencia de luz nunca experimentada. Solo ruido. Su superficie me resulta opaca, de una materia que se traga la luz y empequeñece la oscuridad de la noche. Sus profundidades deben ser ciegas. Insondables. Las Grayas aúllan. Se agitan y patalean, con sus decrépitos cuerpos, mis concavidades hasta retenerme. Tiran de mis nervios para conducirme tierra adentro, tensan mis fibras hasta doblar mi espina dorsal arrastrándome marcha atrás. Caigo rendido junto al puente. Exhausto por el vértigo fugaz que voy exudando poco a poco. No puedo moverme, pero siento el frío de los adoquines abriéndose paso entre mi pelambre y me satisface. Allí me quedo. Tumbado.
Amanece. El marinero pasa a mi lado, ignorándome, con la caja aferrada contra su pecho. Camino a casa mientras la alborada desvanece las estrellas del mar celeste. Mis colores empiezan a hacerse evidentes. Dejo quererme por el sol hasta que ya no siento frío. Sustituyo una sensación por otra. Cambios. La vida no es más que una sucesión de cambios.