Sergei Rachmaninoff: Sonata in G Minor for Cello and Piano Op 19 No.3
Tiras de las sábanas hacia arriba dejando la cama a medio hacer, un hábito heredado durante nuestra convivencia, nunca te convencí para que arreglaras bien la cama. Éste acto te parecía más que suficiente para que la casa se viese arreglada, en unas horas volverá a estar deshecha, me decías siempre. La camisa y los calcetines del día anterior son arrojados al fondo del armario donde se va amontonando la ropa sucia esperando a ser limpiada. El plato de la cena y la sartén que utilizaste anoche siguen en su sitio. Los platos de los últimos tres días se van amontonando en el fregadero, te has acostumbrado a vivir con el desorden. Has hecho de tu hogar un refugio, en cual raramente entra nadie que no seas tú mismo cuando vuelves de tus cortas salidas al exterior. Como cada mañana, en los últimos años, te sientas frente al piano y tras desarrollar unas cuantas escalas para desentumecer los dedos, empiezas a tocar aquella melodía que nunca acabamos de componer. Mi marcha precipitada, dejó los pentagramas a medio escribir, e intentas cada día darle continuidad a esa línea de piano.
Empiezas con la mano izquierda dibujando una línea suave de graves, mientras los dedos de la derecha van picoteando notas que poco a poco van armonizando con la línea hasta configurar una melodía dulce. Melodía que se va deslizando hacia la derecha, agudizándola, elevando la harmonía, hasta que el dedo corazón presiona la tecla. Desafinada. La tecla vuelve a estar desafinada. Con aquella nota fuera de tono eres incapaz de seguir tocando. Te resulta impensable continuar. Es a partir de ella que la melodía debería desbordarse para convertirse en el eco del mundo invisible que te habita. Decepcionado dejas el piano y vuelves al violonchelo, a practicar la pieza que estáis preparando con la orquesta. En una semana tenéis concierto, luego llamarás al afinador de pianos para que revise la nota discordante.
Han tensado y destentado su cuerda los mejores afinadores de pianos de la ciudad y alrededores, siempre con el mismo diagnóstico: el piano está en perfectas condiciones, no le pasa nada a la nota en cuestión. Has cambiado el percusor un par de veces pero el problema persiste, no se resuelve. La edad va asentándose sobre tu castigada espalda, erosionado tus articulaciones y empequeñeciendo tu cuerpo. Reduciéndote. La casa sigue un deterioro paralelo a tu decrepitud, en un proceso irreversible, hasta que al final ya no hace falta que tires de las sábanas. Que éstas han quedado extendidas sobre tu cuerpo hasta que un vecino se ha percatado del silencio prolongado, del enmohecimiento repentino de tu precioso violonchelo, el que nunca te ha fallado.
Ahora por fin podremos sentarnos otra vez, compartir la banqueta del piano como hicimos durante tanto años, y finalizar nuestra pieza inacabada. Prometo no volver a desafinar la nota.