Me desperezo y encuentro nuestros cuerpos entrelazados. Recuerdo que nos quedamos dormidos abrazándome a su espalda en el sofá. Miro los tejados de enfrente desde la ventana. Hilos finos de humo disipados antes de alcanzar el cielo, y olor a cafeteras. El ruido del papel de un periódico, cucharillas tintineantes, la banda sonora de una mañana de domingo. Todo sabe a lluvia, e invita a despertarse sin levantarse, a perpetuar el instante.
Al abandonar la casa, besos inagotables y peligrosas ficciones. El mismo inventario de otras veces, la misma soledad, los mismo ardores, la pelvis soñada con un tatuaje. Mi marcha no es más que la confirmación de que he cambiado un sueño por otro, como he hecho muchas otras veces antes. Pese a la tristeza, no puedo evitar sentir sino alegría. La alegría de poder alimentar las ficciones, de tragarme aquel cielo con sus luces y saborear los colores de aquella ciudad. Acude a mí todo el ruido callado de los dos últimos días, cuan lastre sobre mi espalda por si no consigue seducirme, al menos agotarme, y arrastrarme de nuevo a esa ninguna parte que he visitado con demasiada frecuencia. Y vuelvo entonces al dulce tormento que me atrajo hasta aquí, de nuevo al extravío, y entiendo que sólo así, no siendo soy.
Andaba, alejándome, y al caminar sabía que ella había dejado de existir para transformarse en una fuente inagotable de peligros y fantasías. En parte de la lluvia que desdibuja el sol, que oxida la caja de las memorias nunca vividas. La cajita rebuscada en todos los anticuarios de las grandes ciudades. Paredes donde guardar el silencio, paredes donde confinar los silencios que debí expresar. Otra que encierre las veces que fue mejor callar, donde acumular las palabras que nunca debí pronunciar. Una cajita de música, con bailarina y melodía afinada que oculte mi voz cuando ésta no quiere hablar y esperen oírla. Lluvia perseverante que anega recuerdos y fantasías para convertirlos en bruma. Si el tiempo que dedico a las ficciones, los bocetos de vida, las pesadillas, y el desánimo lo dedicase a otra cosa que no solo tratar de besar sombras en la oscuridad, podría sentirme por un instante, aunque fuera un suspiro, en consonancia con la vida y la amaría sin reservas ni prejuicios. Podría emocionarme sin tener que sumergirme en una maraña de realidades construidas.
No me gustan los regresos. No me gusta volver a casa. Desearía pasarme la vida dando vueltas. Cuando regreso sigo sintiendo la inercia del viaje que me empuja. Miraré al espejo para convencerme de que estoy preso. Preso una vez más de vuelta. Demasiadas cosas se quedaron esperándome. Quizás porque nunca quise llegar hasta ellas, preferí esbozarlas en sueños, para alimentar así mis mañanas durante el duermevela. Todavía Reykjavík me espera. Sus ojos me esperan.
Vivir es un verbo suicida.
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