Diarios islandeses (v)



En su cuarto a veces entra el sol y a veces la noche. Goza de días buenos y días malos. Su cuarto, es eso: un cuarto; ni mucho ni poco. Una medida, una unidad previamente estipulada. Ella se apaña con eso, con treinta minutos de espacio que alquila, que vende, que empeña, que dispone siempre al mejor postor. Ella trafica con todo. No es mala ni buena; ella solo se apaña con lo que tiene. 
Permanece sentada en un rincón. Mirando atrás, y adelante, pensando en dejarte… en vetarte la entrada a su cuarto. Colgar en la puerta de entrada: “reservado el derecho de admisión”. Se considera así misma una persona complicada a las que se puede intentar amar, pero que definitivamente es mejor solo acostarse con ellas. Sigue sentada, meditando en silencio queriendo decir algo. Formulas una pregunta, levanta la vista y luego la amaga entre las rodillas. 
Un minuto, y sigue sin decir nada.
Dos minutos: te respondes tu mismo. Siente, por un momento, que en su propio cuarto está de más, que sobra en las piezas que componen la escenografía de aquella relación. Curiosa ironía, piensa, estar de más por haber dicho de menos, cuando la gente suele llamarla bocazas (entre otras cosas).
Tres minutos, el tiempo se ha agotado. Es el momento de irse. Antes de marcharte deja una nota en tu mejilla. Un beso escrito con papel de fumar. De un humo que se filtra por debajo de tu boca. Cierras la puerta al salir de la habitación, quieres pensar que su adiós no era más que humo, pero sabes que no es así, que va a ser difícil desprenderse del mismo. 
Mira el reloj suspendido junto a la ventana, el que gestiona la intensidad de las sensaciones que se suceden en su cuarto. Le sobran unos minutos de soledad y se maldice por ello. Odia estos momentos, debo controlar mejor los tiempos, se dice.
En su cuarto, treinta minutos dan para mucho. 




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