Asomarse al vacío e intentar arrancarme para descubrirme. Ya que por naturaleza soy incapaz de gritar, de correr hasta lo alto de un abismo y chillar, escribo. O al menos cuando me dejo, eso intento. Superar el pánico de enfrentarme a mí mismo. Anular en la mayoría de los casos a ese cobarde que soy, y antojarme vivir como yo mismo, sino fuese yo. Llevar a cabo la vida que imagino y que en realidad me existe.
En el interior la realidad imaginada se muestra clara y sencilla. Elocuente. Pero en la práctica el mecanismo es arduo, y resulta frustraste no ser tan siquiera capaz de explicarme a mí mismo como es mi imaginario. No consigo escaparme ni en estas circunstancias. He ido aprendiendo algún que otro truco para evitarme y anularme. Si es en una libreta, primero suelo ensuciar con un garabato mal dibujado el silencio del papel. Cualquier cosa que me despiste, y que al mismo tiempo quebrante la pureza del folio para facilitarme posteriormente escribir sin remordimientos, sin temor a estropear la belleza del vacío. Dibujar sin sentido para embriagarme y redactar a continuación.
La versión moderna con el procesador de texto es similar. Teclear palabras y frases aparentemente inconexas, para luego retroceder con el tabulador: borrar, borrar, suprimir,…letra, letra, letra, espacio, letra, letra, etc., y vuelta al borrar, borrar, borrar. En general un proceso de lo más infructuoso e improductivo en términos modernos de productividad: a razón de una palabra cada 464 segundos.
En la mayoría de los casos el resultado no es más que un intento desesperado y ridículo de corregir errores vividos o vivir errores ya imposible. Pero en ocasiones sucede y al final algo queda, algo desconocido que se alojaba dentro, en algún lugar. Y esas cuatro frases releídas con el tiempo suelen descubrirnos.
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