Había pasado allí, en el parque natural, todo un verano durante mis años de estudios universitarios, ayudando a un chico en unos experimentos que formarían parte de su tesis doctoral. No recuerdo el año exacto, pero debía ser a finales de los años noventa del pasado siglo. Yo y otro compañero de clase, nos presentamos como voluntarios para participar en los experimentos de campo, la estancia estaba cubierta, la administración del parque había puesto a disposición una casa en Rodalquilar, sólo teníamos que comprar los billetes de autobús hasta Almería y algo de dinero para comida. Aquel año, del pueblo antiguo no quedaba nada, cuando llegamos, las casas estaban medio derruidas, y sus interiores y exteriores mostraban grandes manchas negras fruto de grandes llamas. El complejo minero había sido expropiado, y los que alegaban ser descendientes de los mineros que en su día habitaron aquellas casas simples, fueron forzados a abandonar las residencias. Al hacerlo, tras semanas de conflicto, se aseguraron que nadie las ocuparía en su lugar. Ante sus puertas, así como entre los espacios que las separaban, se amontonaban enormes bultos carbonizados entre los que era posible distinguir colchones destripados calcinados con sus enormes tripas de muelles cubiertos de tizne y polvo, así como maderos que antes de consumirse habían conformado un mueble. Más tarde, en los días sucesivos, descubriría entre los escombros de aquellas hogueras toda suerte de objetos, desde sartenes a libros que no habían desaparecido del todo entre las llamas que sus propietarios habían prendido pocos días antes de nuestra llegada, como acto reivindicativo por el desahucio de los inmuebles. Parte de los techos se habían derrumbado, acumulando escombro en la sombra de su interior. Era un pueblo fantasmagórico, de paredes ribeteadas por borrones de hollín. La nuestra, era la única casa que sobrevivía, las únicas paredes blancas inmaculadas entre un desierto de casas que se desmoronaban bajo el sol almeriense. Sobre nosotros, la mina de oro, cuya última actividad tuvo lugar en 1966, con sus balsas circulares donde se destilaba el oro mediante una serie de complejos lavados, incluyendo una de las fases el uso de una solución cianurada, y el esqueleto de sus estructuras transportadoras que salvaba desniveles de un tanque a otro hasta completar todo el proceso. La explotación llevaba años clausurada, pero los suelos y las aguas acuíferas de la zona, seguían exhibiendo altos niveles de arsénico y plomo, entre otros metales utilizados en la obtención del oro. Entre las casas vacías había lo que en su momento había sido una fuente pública. Desprendía un olor extraño. Al accionar su mecanismo, dejaba ir agua, pero cuanto más se la dejaba correr, más turbia se volvía ésta, hasta el punto que al final era sedimento el que vertía de su boca. El olor no cesaba nunca. Era el mismo hedor que exhalaban los grifos de la casa que nos habían cedido. También la ducha, pasado un rato empezaba a hipar y su agua a espesarse. Si para entonces uno no había enjuagado su cabeza, lo mejor era abandonar la bañera y esclarecerse el cabello bajo el grifo del baño antes de que éste también empezase a devolver sedimentos. Independientemente del champú usado, cabello y cuerpo conservaban siempre un olor sulfuroso. El agua nunca era incolora y transparente, era de un amarillo ligero virando a rojizo a medida que los sedimentos ganaban presencia.
Jordi, quien estaba entonces acabando su doctorado, nos informó, que nadie de los alrededores debía saber lo que estábamos haciendo, ni que vivíamos en aquella casa. “No somos bienvenidos, bueno… de hecho son los ecologistas los que no son bienvenidos, pero para muchos, un biólogo, un ecólogo, un ecologista, son todos iguales. Sin distinción", nos alertó. La casa, la única que seguía en pie en toda la colonia minera, se suponía estaba reservada para los voluntarios del cuerpo de bomberos de la zona, así que desde el parque le sugirieron que para ahorrarse problemas lo mejor era no mencionar que estábamos allí. La panadera del pueblo, a pocos cientos de metros de nuestra base, en la parte nueva del pueblo, dirección a la playa, nos miraba de reojo cada vez que acudíamos a comprar el pan. Era una de aquellas mujeres pequeñas, encorvadas por la edad, de tez morena cuya frente el sol y viento del levante habían moldeado con profundos surcos. Las manos con las cuales despachaba el pan y en las que recibía nuestras monedas estaban encartonadas, adustas como el paisaje de la zona. Un erial yermo y árido salpicado por alguna palmera datilera de vez en cuando y líneas de agaves limitando, a ambos lados, carreteras y caminos. Para evitar levantar sospechas, solíamos abastecernos en el supermercado o los puestos del mercado de San José a kilómetros de distancia.
Sólo en un local, el Hostal Diego’s, regido por Diego padre, su mujer y Diego hijo, un chiquillo que entonces tendría diez o doce años, emplazado en el Pozo de los Frailes, cerca del área de estudio, conocían nuestra verdadera actividad. Pasamos mediodías y tardes enteras allí, así que resultaba inútil ocultar nuestra presencia y ocupación. El grandote Diego padre, bromeaba sobre nuestros horarios, éramos los "catalanes locos". Las únicas personas que bajo la canícula del verano nos pasábamos horas bajo el sol a pleno mediodía, protegidos eso sí, bajo pañuelos y sombreros de esparto. Acentuó aún más lo de "locos", cuando supo que el material de nuestro estudio no eran otro que las tarántulas que habitaban un yermo no muy lejos de su establecimiento. Un campo seco, salpicado con azufaifos, palmitos, cornicabras, lentiscos y grandes cepellones de esparto dispersos aquí y allá, el resto dominado por gramíneas marchitas que habían caído rendidas por el sol en un suelo rojizo quebrado. En ese terreno polvoriento lleno de piedras, anidaban las tarántulas, cavando pequeñas perforaciones las hembras en las que resguardarse de las altas temperaturas durante el día, y desde donde acechar a sus presas por la noche. Los machos, para liberarse de las tareas domésticas, se contentaban con guarecerse a la sombra de cualquier piedra o mata arbustiva hasta la llegada del crepúsculo cuando se dedicaban a vagabundear en busca de comida o de alguna hembra. Allí pasábamos horas y días enteros, marcando las patas de las arañas con esmaltes de uñas de colores durante el día y siguiendo su actividad durante la noche. Probamos todo tipo de combinaciones de horarios, desde levantarnos tarde, ir al mediodía a trabajar y aguardar en el Hostal Diego’s a que cayera la noche para enlazar, hasta volver a casa, dormir unas horas y levantarnos a las dos de la madrugada para volver al trabajo y desayunar en el Hostal Diego’s, a dormir siesta, ir incluso de fiesta a San José a tomar algo fresco y volver a medianoche al trabajo, y así alterando y experimentando horarios hasta dar con el más conveniente, que parecía no ser ninguno. Como fuese, acabamos con las 24 horas capturadas entre las lineas de agaves que limitaban los caminos de el Pozo de los Frailes a Rodalquilar, y de Rodalquilar a San José. Todos los caminos nos llevaban tarde o temprano al Hostal Diego’s, su diana y sus dardos y los juegos con el pequeño Diego, a quien Jordi encandilaba con algunos juegos malabares de sus tiempos mozos y su estruendosa risa. La pasión por lo que hacía era tanta, que los constantes cambios de horarios no parecían hacer mella en su energía. Unos cuantos cafés diarios ayudaban, pero vigor y vivacidad era interna, no precisaba de estupefacientes externos.
De las pocas veces que el automóvil escapó de aquella estrecha red de caminos, una de ellas fue precisamente para visitar la Sierra Alhamilla que se levantaba ante nosotros siempre y el pueblo de Níjar. Del pueblo no recuerdo mucho, poco más allá de calles empinadas, casas de una planta, con terrados en lugar de tejados, caladas de blanco, flores en los balcones y numerosos cestos, sombreros y otros objetos elaborados con esparto mostrados en las aceras de las tiendas de artesanos y vendedores de souvenirs, junto a telares de jarapas y piezas de alfarería almeriense. Los edificios, desde la distancia, se deslizaban alrededor de un barranco emborronado por la calima. Si recuerdo en cambio muy bien a aquel anciano pastor que encontramos más tarde, lejos, muy lejos de cualquier villa y rastro de población humana a la que nos habíamos dejado llevar por el coche entre senderos que trepaban polvorientos y llenos de guijarros secos y quebradizos por la sierra, al ritmo enfurecido del radiocasete alimentado con una cinta de Jello Biafra and the Mojo Nixon, que nos hacía sentir como un avanzadilla de vaqueros exploradores. No recuerdo su nombre, pero sí la imagen de aquel pequeño hombre ajado, de camisa desabotonada, pantalones sujetos por una cuerda a modo de cinturón y botas de agua de plástico rotas, dejando a la vista la protuberancia de uno de sus tobillos que asomaba por la raja de un plástico demasiado viejo. Un hombre de risa fácil y amigable que nos invitó, sorprendido, pero agradecido, por aquella visita inesperada que se había adentrado sin saberlo en sus tierras. Vivía el hombre allí aislado, con la única compañía de sus cabras. Consumía un cigarro detrás de otro. “Hace años me prohibieron fumar. También me prohibieron beber. Les escuché. Luego mi mujer murió. Si un hombre no puede follar, ni fumar ni beber, ¿qué le queda? Nada. Así que volví a fumar y beber”. Nos enseñó a ordeñar las cabras. Plantó un pequeño taburete ante nosotros, trajo una cabra cuya enorme ubre delataba su gran carga de leche y nos dio indicaciones de como proceder una vez dispuso bajo los dos pezones un cubo. Llegado mi turno, la leche no salía. “Aprieta la tetilla con ganas, muchacho. Retuércela como si fuese la de una mujer”, el hombre reía ante mis intentos infructuosos, cauteloso y temeroso por dañar a la cabra, “Pocas tetas debes haber tocado en tu vida muchacho. Hay que estrujarlas”. Al final, ruborizado tuve que rendirme a la evidencia: no iba a salir leche de esas mamas. No al menos agasajadas por mis manos. El pastor constató mi inaptitud cuando tomó asiento en el taburete y en un momento vació la ubre del paciente animal. Llenando un pequeño cazo nos lo tendió. “Probad. Es la mejor leche de la zona”. Los tres intercambiamos miradas, buscando el consenso, la confirmación de los otros de que nadie quedaría sin probar la leche. Antes, paseando por entre el cercado de las cabras, nos había relatado como hacía años que ningún veterinario visitaba sus animales. “Me fijé en lo que les inyectaban y ahora lo hago yo mismo. Me ahorro así pagarles”, argumentó. De intoxicarnos, lo haríamos todos juntos. No lo más inteligente, pero lo más solidario. La leche estaba cálida, todavía conservaba el calor del animal, era un líquido blanco hueso con tímidos tonos dorados, de un sorprendente sabor dulce. Nada que ver con el gusto con el que nos encontramos dos días más tarde cuando siguiendo las instrucciones del pastor calentamos la leche que nos regaló en un cazo a fuego suave durante un tiempo determinado, el líquido tratado, resultó mucho más agrio y fuerte. No pudimos beberlo.
Aquel hombre simple, llevaba toda su vida en aquella montaña, siempre al cuidado de sus animales. Habló, al humo del tabaco que se consumía enganchado en sus labios tronchados por el sol y el viento de la sierra, de sus sueños juveniles de abandonar aquel lugar. De unirse a sus primos, que migraron a la periferia de Barcelona, a trabajar de camareros. Escuchó de ellos relatos sobre turistas rubias, mujeres de largas y pálidas piernas que se bañaban en bikinis en la costa catalana, mientras allí, su madre y otras mujeres seguían adentrándose en el mar con vestidos de franela en cuyas faldas habían cosido pequeñas plomadas para evitar que se levantasen al entrar en el agua. “Me hubiese gustado unirme a mis primos, pero mi padre a golpe de cinturón me hizo entender que mi lugar estaba allí, con las cabras”. Se casó, pero no tuvo hijos, no quería que nadie heredase el rebaño que lo habían retenido. “El día que muera serán libres”. El corral de madera era un elemento decorativo, una construcción adyacente a una pequeña edificación de piedras secas que constituía la casa del propietario del ganado cabrío que se manifestaba por todas partes. Un macho cabrío grande y olor tan penetrante como el color tizón de su pelaje, nos observaba desde el tejado de la casa, al igual que seguía con la mirada al resto de animales subidos a cualquier elemento, desde las vallas que debían contenerlas, a las rocas circundantes del camino, o, a las ramas de los dos acebuches que parecían vivir en simbiosis con las piedras que constituían la casa. Estábamos sitiados por cuadrúpedos que mascaban algo, incansablemente, moviendo en círculos el mechón de pelos largos que colgaba sobre sus barbas, mientras conversábamos junto a la puerta. La sierra parecía estar llena de ojos. Sin duda eran sus oteadores, las miradas que vagaban por el talud del monte, sus verdaderas propietarias. El día de su muerte, el único liberado sería él, pensé mirando a mi alrededor. El resto ya lo eran. Probablemente siempre fueron libres, condena sólo fue la suya.
Nos fuimos, seguimos el sendero una vez más con el radiocasete rugiendo mientras subíamos para obtener una visión extensa de aquel paraje desértico de hermosa fragilidad y tan sumamente sencillo, en la que la gente sobrevive como en cualquier otro sitio en medio de sus diarias contrariedades. El pastor había fantaseado con las turistas ligeras de ropa que se acercaban a la ciudad de Barcelona, de boca de sus primos, los cuales casi seguro nunca mencionaron la desorientación, el desarraigo que todo desplazamiento infringe en los humanos, que pudieron experimentar al habitar los entonces los barrios periféricos, tan diferente de las pequeñas aldeas que brotaban de la sierra. No fue el único, en numerosas conversaciones con gente en los mercados o en locales, muchos hacían referencia a familiares que llevaban décadas viviendo en Barcelona, ésta ciudad construida por todos y tan capaz de engullirnos a todos. Aquel páramo me cautivó desde el primer momento, sustituí la verticalidad de la ciudad por la horizontalidad del desierto. Allí la soledad que ya llevaba un tiempo rondándome se sentía cómoda. No enclaustrada. Podía estirarse hasta el infinito. El coche nos llevaba de un lado a otro, zigzagueando la ladera, permitiéndonos apreciar las luces que el sol proyectaba en cada una de las ásperas sierras y sus puntos de unión marcados por barrancos y ramblas secas. Jordi paró el motor alcanzado un punto suficientemente alto. Saltamos fuera del vehículo para apreciar las vistas. Aquel día, la calina era enorme, desde la altura, el Cabo de Gata parecía envuelto en papel de celofán, como si los plásticos sucios de los invernaderos que lo preceden lo hubiesen abarcado todo, mar incluido. Un mar acerado de olas quietas, una franja acuosa que se precipita en el horizonte.
Del Níjar del que me hablaba aquel muchacho, mientras engullía el shawarma de pollo, apenas recordaba nada, pero el encuentro con aquel hombre que habitaba en su sierra, perdido en uno de sus senderos, lo había conservado siempre bien fresco. Es curioso el funcionamiento de la memoria y sus mecanismos de selección. Habían pasado veinte años aproximadamente de aquella experiencia y la veía, sin escuchar a mi interlocutor, como si estuviese ahí de nuevo. Hasta creí apreciar de nuevo la calidez de la leche dulce besando mis labios.
Aquel verano de trabajo en Almería, compartiendo la fascinación de Jordi por la investigación y la estadística, siempre consideré que fueron el desencadenante en mi firme decisión de querer dedicarme a la investigación, a la ecología evolutiva concretamente. Ahí cambié. No fui consciente al momento, me pasó desapercibido el cambio, lo asumí como algo intrínseco, nada anómalo, pero mi cambio no paso inadvertido a todo el mundo. La que entonces era mi novia en la facultad fue la primera en darse cuenta, el mismo día que regresé a Barcelona, tras darme uno de sus hercúleos abrazos de oso, como ella los llamaba, al bajar del autobús, me hizo saber el cambio que se estaba gestando dentro de mi. Lo había percibido en mis escritos, en las cartas que le había mandado desde Almería. El tono había cambiado, también el contenido, pero sobre todo la visión de las cosas. Eso dijo. Había cerrado mi ojo sensible, aquel nutrido por el sentimentalismo empático y el gusto estético por el lirismo del Romanticismo del que tanto me había nutrido en la adolescencia, empezaba a dar muestras de agotamiento, o cambio por una pasión creciente por la materialidad del lenguaje. Mi yo del adolescente lírico de los años previos, estaba naufragando, y su escritura se hundía conmigo. Los textos de las cartas se habían despersonalizado, sus letras se habían objetualizado, vuelto más analíticas, licuando mi propia identidad anterior por una nueva más escéptica y distante. Un yo científico se estaba fraguando destituyendo para eso al amante del artificio retórico, pero más importante aún, erradicando el elemento personal que pudiese confundir al sujeto con el enunciado. Al parecer las últimas cartas que le dirigí no eran confesionales, apenas daba cuenta de mis sentimientos, mis problemas privados o sufrimientos, eran meras descripciones realistas de mi vida en Rodalquilar, del trabajo realizado en el Pozo de los Frailes y nuestros avances en los experimentos. Llegó a decir que leyéndome había perdido la ilusión referencial que identificaba aquellas experiencias conmigo, que podía ser cualquier otro el que hablaba y daba cuentas de sus aventuras y observaciones del mundo exterior, que mi mundo interior había quedado al margen, exiliado. El contenido de las cartas no daban pie a la ambigüedad. Rezumaban neutralidad en cada uno de sus trazos. Hasta los dibujos que solíamos incluir en nuestra correspondencia habían usurpado mi yo antiguo. Eran bosquejos simples del paisaje que afrontaba cada mañana. Un horizonte plano, sutilmente ondulado, con alguna que otra palmera. O una capilla abandonada, muros carcomidos con piedras amontonadas a sus pies, y una puerta rota, abierta como una boca de grito mudo en medio del desierto. En una de ellas incluí un esquema del área de trabajo con apuntes sobre el diseño experimental y su distribución sobre el croquis adjunto. La ciencia, la pasión por observar, describir y analizar lo natural me había poseído. No pudo, no supo, o simplemente no quiso entenderlo. Pocos meses más tarde ponía fin a una relación que había durado varios años.
“En esta ciudad es tan fácil sentirse alienado”. El joven de Níjar había acabado su comida y acomodado con la espalda contra la pared y la cerveza en su mano derecha. “¿Has leído este libro?” Me enseñó la solapa de una pequeña edición de bolsillo que guardaba en su pequeña bolsa. Se trataba de “La Peste” de Albert Camus. “Me está costando un poco, pero hay días que en Barcelona me siento como uno de los personajes de Orán. Con la soledad que describe padecen todos los individuos, donde nadie espera la ayuda del vecino, y cada uno avanza solo en su preocupación. El Orán en cuarentena es como esta ciudad. En Níjar nunca me he sentido así. Nunca llegaría a convertirse en Orán por mucho que la peste llegase a ella”. De nuevo volví a codiciar el reposo espiritual de aquel individuo y su firme confianza depositada en un paraíso material. No osé decir nada, no me sentía con autoridad alguna para desgranar su utopia. Hacía mucho tiempo que la experiencia se había ensañado con cada uno de mis intentos de cumplir mis sueños. Quizás, el secreto de los sueños consiste precisamente en dejarlos en eso, en preservarlos como anhelos, lejos del alcance, en maravillas que se nos aparecen de vez en cuando para revelar otras posibilidades, pero sin correr tras ellos. Cada sueño realizado ha sido una decepción. La decepción debe ser el elemento primario con el que están moldeados los sueños. Está en su naturaleza. Preferí callar, callar y oprimir mi versión más negativa para pensar que era posible, que allí en las laderas yermas de Sierra Alhamilla, no muy lejos de donde un día habitó aquel hombre solitario amarrado a un rebaño de cabras, existía una población, un universo cerrado, en las que los sentimientos y los comportamientos de las personas mantenían siempre su humanidad por encima de cualquier adversidad. Ni sometida al ataque de una plaga como la descrita por Camus, aseguraba aquel muchacho, sus conciudadanos se darían la espalda los unos a los otros, se plantearían la situación en la que se encuentran, ni al parecer, nunca se levantan desorientados. Mientras tanto, yo sigo soñando con despertar un día así: no desorientado.
Fotografías de Aka (Rodalquilar 1996)