Aquel verano lo pasé en uno de esos agujeros inherentemente barceloneses que se anuncian como "habitación interior". Un pequeño espacio, diminuto, en el que apenas entraba la cama, con un pequeño ventanal que se abría al patio de luces, un hueco de caída vertical, antaño ocupado por los lavaderos y donde hoy el ascensor le ha robado gran parte de su dimensión y, sobre todo, de su claridad. Los patios de luces, en los tiempos modernos, se convirtieron en galerías verticales lóbregas y cajas de resonancia. Aquella, a la que tenía acceso desde mi dormitorio, no era una excepción. Una cavidad en parte arrebatada por el elevador y el continuo ronroneo de su motor, allá en lo alto, que en ocasiones me hacía creer que habitaba el interior de un gato feliz. Luego, alguien pulsaba uno de sus botones e inmediatamente todo el ingenio empezaba a rechinar y crujir, como si el objeto, refunfuñase por su acotado destino de desplazarse en dos dimensiones, de arriba a abajo y viceversa, siempre a voluntad de los otros. El gruñido quejoso era mucho más evidente de noche, cuando algún inquilino, a unas horas intempestivas, deseaba hacer uso del mismo. Entonces la queja del mecanismo caía como lluvia a lo largo del agujero, los cables de los tenderos de ropa vibraban armoniosos y sábanas, camisetas, calzoncillos, calcetines, sujetadores y otros trapos varios, ululaban ondeando al paso cansino de la cabina, mostrando sus condolencias por aquella tarea tan ingrata de complacer, sin opción alguna, a los humanos. Uno de los humanos que solía abusar reiteradamente a esas inhóspitas horas del artilugio, era uno de mis compañeros de piso.
Trabajaba de camarero, aunque él prefería el término "bartender", en un local de la calle Verdi. Donde antes habían pequeñas bodegas, donde pasar acaloradamente una velada bajo las aspas de un ventilador entre barricas de vino y botellas de vermut locales, habían florecido locales, de cuyas falsas traviesas pendían espectaculares bombillas, cuya refulgencia se debilitaba por pantallas y mamparas metálicas de extravagantes diseños. Todas ellas mecidas por la gélida brisa del aire acondicionado, a cuyos pies se alzaba una barra llena de pinchos vascos de suculentos colores y camareros –perdón, bartenders– de barbas bien recortadas y tatuajes que parecían querer escapar de los cuerpos que los encarcelaban. Sus arabescos y geometrías célticas asomaban bajo las mangas de las camisas, trepaban por las nucas, más allá de de los cuellos de camisas, e incluso colgaban de los pabellones auditivos sistemáticamente perforados por arandelas de todos los calibres.
Uno de esos barbiespesos tatuados lleno de piercings era uno de los cuatro componentes del apartamento. Los tres metros que se desplegaban desde la salida de la cabina del ascensor a la puerta del piso, los recorría sobre su monopatín, aunque fuesen, como era habitual, las tres de la madrugada cuando volvía del trabajo. Llegué a familiarizarme con aquel golpe seco que frenaba su desplazamiento contra la puerta de la entrada, seguido del metálico tintineo de un llavero sobrecargado de llaves –que incluía llaves de casa, del trabajo, del piso de la novia, del de los padres, el abuelo, así como todos los pisos compartidos anteriores por los que había transitado–, hasta que el pestillo del cerrojo hacía "clic" y le concedía el paso. Entonces, efectuaba su ritual nocturno: encender las luces del pasillo, las de su habitación, acurrucar el monopatín en una esquina, volver al corredor, encender la luz del lavabo, levantar la tapa del mismo, orinar sin haber cerrado la puerta para que todos disfrutásemos del relajarte sonido de un fluido cayendo sobre otro a esos horas de la noche y volviésemos a dormirnos, despertar, al siempre gruñón armatoste del lavabo, tirando de la cadena y su consiguiente renegar hasta rellenar sus tripas de nuevo. Nunca le pasó por la cabeza cerrar la puerta del lavabo al llevar a cabo sus actividades íntimas. Remataba el ritual recostado sobre su cama, con algo de música y un buen porro de marihuana. No concebía mejor manera de acabar el día. Pasado un rato caía redondo. Entonces emergían sus ronquidos carrasposos. Él ya dormía, mientras yo, que hasta su llegada había conseguido congeniar el sueño, me batía exasperado con los muelles de la cama que clamaban protagonismo a través del colchón. No era breve el tiempo que transcurría hasta que lograba dormitar de nuevo.
La suerte de esa experiencia nocturna no afectaba tanto a los otros dos compañeros del apartamento. Ellos, gozando de la jurisprudencia no escrita de "compartir piso en Barcelona", que otorga grandes ventajas físicas y económicas a los miembros más antiguos del inmueble, ocupaban las habitaciones más grandes y alejadas de la entrada. Con unos dormitorios espaciosos y alegres vistas a la plazoleta, podían permitirse el exceso en las noches de más canícula, de abrir las ventanas, y sobre todo, cerrar las puertas enclaustrándose así en sus respectivos aposentos. De esta manera quedaban inmunizados ante el quejido del elevador y el orinar del compañero bartender. Intenté pasar una noche con la puerta de mi cubículo atrancada, para aislarme de las acciones trasnochadoras del compañero, y casi muero sofocado, abrumado por la calina que se formó. Sudaron las paredes y desperté en el charco húmedo y blando del colchón que yacía flácido escurriéndose entre los rendidos muelles del somier. Evidencié que no podía confinarme en mi reducido espacio. La puerta debía permanecer abierta.
Xavier, el trabajador social, sí que podía. Solía pasar las horas en su mundo privado, estirado sobre su ancho y aparente cómodo lecho, sumergiendo sus temblorosos ojos, permanentemente taciturnos, en alguna novela criminal. Su rostro triangular de ratón pendulaba pausadamente de una página a otra. Sin duda, el movimiento más vivaz y dinámico que transmitía su cuerpo, pues los brazos suspendidos sobre los hombros mustios que encorsetaban aquella cara de roedor de libros, solían afianzarse a los bolsillos de los pantalones para evitar cualquier movimiento. Disfrutaba la lectura de aquellas historias siniestras por la misma razón por la que decía gustarle su trabajo social con drogadictos y alcohólicos: para que la aflicción innata que gobernaba su organismo fuese más llevadera. Sus pasos eran tan entristecidos que ni el suelo se atrevía a crujir para no entorpecer su inapetente avance. Era tan discreto, que había días en los que uno se olvidaba de su existencia.
La presencia de Ramón era mucho más palpable, casi la mitad de los productos del frigorífico llevaban rotulado su nombre, etiquetas adhesivas impresas en la oficina del trabajo, que aparecían marcando un sinfín de alimentos y objetos. En uno de los armarios podía encontrarse uno con latas de conservas caducadas tres años atrás identificadas con su nombre. El producto que nunca se le pasaba, con la tasa de reposición más rápida, eran las bolsas de patatas fritas. Nunca andabas solas, solían ir emparejadas, sin lealtad a marca alguna, por las baldas de la cocina desfilaban en todas sus modalidades. Lo sustancial era que fuesen crujientes y que estuviesen de oferta. Muchas llevaban estampado en sus coloridos envoltorios: "¡Oferta pack económico!", "-50% en la 2ª unidad" o "50 Gr gratis". Todo aquel ahorro se acomodaba admirablemente en la masa que constituía su complexión, ejemplo de adaptación a la vida de oficina frente a un ordenador. Una figura de curvas maleables idónea para ensamblarse a cualquier silla o sillón de despacho. Para contrarrestar los pequeños ojos de Xavier, los suyos eran una gran fuente, ávidos de cualquier información de origen digital. Como las antenas que otean el vasto universo en busca de señales del origen de la materia, sus ojos absorbían toda señal transmitida por una pantalla. Acompañaba sus desplazamientos, cualquiera, por pequeño que fuese, con algún dispositivo electrónico. Incluso, cuando se encerraba en el lavabo. A diferencia del bartender, Ramón si cerraba siempre la puerta del lavabo, y era capaz de pasar largos ratos allí dentro. A veces se le oía hablar con alguien, tanto en castellano como en inglés, desde el mismo, usando el tiempo en el servicio para sus conferencias personales o profesionales. Llegué a imaginar que el móvil o la tablet estaban acoplados a sus dedos rollizos. Me preguntaba como aquellos pulgares e índices eran capaces de atinar sobre los pequeño teclados digitales de sus pantallas.
Ramón era un buen muchacho, a pesar de ostentar la jerarquía más alta dentro de aquel pequeño colectivo, que le privilegiaba con la habitación más grande, y todo y eso, con posiblemente el pago más económico entre nosotros. Nadie, a excepción de él, sabían de la contribución mensual de los otros habitantes a la renta mensual. Nadie se atrevía a preguntar al resto, de iniciar un motín, pues nadie quería poner en riesgo un posible futuro, en el cual al ir escalando en la jerarquía de antigüedad, fuese a perder los privilegios que otros habían gozado antes. Esa posibilidad, por minúscula que fuese, de ascender en derechos y económicamente, bloqueaban cualquier movimiento revolucionario de la comunidad. El contrato original con la dueña de la finca era el secreto mejor guardado de Ramón. Una información a la que los otros raramente podían acceder. De hecho, las finanzas de los pisos alquilados compartidos, han sido a lo largo de la historia tan foscas como las cloacas de la urbe que corren hacia el mar. Lo normal es resultar engañado, contribuir de una manera desproporcionada por la peor habitación y cubrir si no completamente, de manera cuantiosa, el alquiler del firmante del contrato, en nuestro caso de Ramón, aunque fuese también él, quien posiblemente tuviese el mejor salario. Así, y buscando las bolsas de patatas fritas en oferta es como se gestaban las pequeñas nuevas fortunas a principios del siglo XXI.
Fue el propio Ramón quien me entrevistó antes de aceptarme como nuevo inquilino. No mostró interés por mi persona, básicamente por mi economía, si tenía la capacidad de cubrir el alquiler mensual durante los meses acordados, era el tema que más le preocupaba. Le comenté que sí, que no debía angustiarse por ello, que en lo económico no daría problemas. Tampoco fumo, añadí, ni soy muy dado a las fiestas alocadas, aclaré, pero eso dijo que no le importaba. "¿En que trabajas, si puede saberse?" preguntó pasándose un pañuelo por la nuca. Todo el cuello de la camiseta estaba humedecido. También las axilas, así como el espacio hueco entre las tetillas fofas. Medité un momento mi respuesta. En aquel momento estaba en paro, era una de esas personas que tenían libertad para estar en la plaza durante el día, todo y no pertenecer ni a la categoría de los niños, que carecen de ocupación en verano, o al de las personas jubiladas.
Yo pertenecía a un tercer grupo, al de esas personas de mediana edad cuyas vidas son oscuras, irregulares y en mi caso particular, no servía conscientemente para nada. Era el producto de haber sido el primogénito, o eso me gustaba creer, para así despojarme de parte de la responsabilidad de mi fracaso. Había leído que era frecuente que los padres depositasen grandes expectativas sobre los primeros hijos, que ésta acción injusta y desmesurada, engendraba en el hijo la sospecha perpetua de no estar nunca a la altura, de vivir con el terror de no cumplir con cierto designio que otros habían diseñado a su imagen y semejanza para el futuro. Era un explicación muy conveniente que me ayudaba a justificar mi, entonces, perpetuo estado de apatía, salpimentado por momentos de hedonismo como recompensa por aquel período de excesiva presión que había marcado mi infancia y juventud. Había mentido tanto sobre mi persona, sobre todo a mi mismo, que no era capaz de reconocer la verdad de la mentira en mi vida. Para entonces, ya tenía creado un contorno de mi personalidad con el que presentarme a los otros, un esbozo de lo que era que quería que los otros viesen, que ellos mismos, a partir de esos trazos reconstruyesen un yo, que no era, que me evitase entenderme a mi mismo. Resultaba mucho más fácil satisfacer las expectativas de los otros que encontrar unas propias. Tanto había desarrollado esa estrategia, que adivinaba fácilmente la personalidad de mi interlocutor analizando sus gestos y sus expresiones verbales, haciéndome un perfil social y cultural del mismo y atribuyéndole lo que alguien así esperaría de alguien como yo, aunque no tuviese ni idea de como era ese yo. No me entendía lo más mínimo. No sabía quién era ni lo que quería. Pero, qué importaba, ¿quién no ha querido transformarse en un individuo diferente? ¿Quién no fue distinto y añoró integrarse en la uniformidad? Yo podía ser muchas personas diferentes, una distinta para cada grupo de gente, e integrarme así a todas las uniformidades existentes. ¿Por qué conformarme con una cuando podía explorarlas todas? Podría haberle dado esta respuesta, explicarle que andaba sumergido en una fase de eliminación y descarte de personalidades inservibles, que había ido generando con los años, con el fin de encontrar algún atisbo de originalidad o particularidad que pudiese considerar mía. Que me estaba tomando un tiempo libre para dar con algo de mi que careciese de injerencias externas. Pero temí que le indujese a pensar que era alguien atacado por episodios psicóticos, así que callé y busque entre algunos de mis bocetos, alguno que resultase conveniente para salir del paso. Así fue como ingresé en el piso compartido aquel verano de 2016.
Me llevó unas semanas, pero al final, llegué a integrarme en el cosmos del patio de luces. Despertaba por las mañanas con las voces de los dos hermanos del cuarto, un piso por encima del nuestro. El niño y la niña jugaban allí, sacando medio cuerpo por el ventanal, a sostener un hilo de saliva lo más largo posible que solía acabar perdiéndose en el hueco que atravesaba el edificio verticalmente. En ocasiones la dejaban caer, mirando que ésta pasase por la brecha existente entre la cabina del ascensor y el rellano de la entrada. Esta modalidad, la practicaban especialmente cuando algún vecino entraba o salía del aparato. La vecina de la primera planta, una colombiana que vivía allí con su pareja y su madre, era la que más sufría sobre su colada las consecuencias de aquella práctica. Justicia divina, pensaba algunas mañanas al ver uno de esos escupitajos acertar sobre la ropa limpia tendida de la susodicha. Me vi tentado en ocasiones a incorporarme al juego, a tirar a dar gargajos contra los sostenes de aquella señora de voz afilada que hablaba y hablaba hasta altas horas de la noche. Me consideraba su confidente secreto. Oía todas las conversaciones que mantenía vía Skype con diferentes familiares y amigos allá en su Colombia natal. Sus griterios y risas a pecho partido a las dos de la madrugada y la música latina que emitía su móvil cuando alguien la llamaba, al despertar me tentaba a unirme a los hermanos del cuarto. Al final nunca lo hacía. No osaba escupir sobre sus ropas. Me limitaba a observar la competencia de los niños por ver quien era el más certero de ellos en silencio, alegrándome de manera ridícula, hasta vergonzante, cuando las babas hacían impacto en la ropa de ésta.
7 degustaciones:
Buenas tardes, Aka!
Siempre me ha fascinado cómo los bloques de pisos se comportan como organismos vivos, con sus propios mecanismos, sonidos, funciones y órganos vitales, sus microorganismos... Y lo más increíble es que hay gente que es, digamos, hipersensible a todo esto, mientras que otros habitantes/organismos del sistema pueden hacer su vida completamente ajenos a todos esos elementos independientes (o quizás sea lo contrario, y lo tienen tan interiorizado que no necesitan prestar atención por separado... qui lo sa?...)
Barcelona ha de ser un lugar realmente especial en lo que a la convivencia se refiere. El chirriar de los cables del ascensor, o las aguas del baño repiqueteando serán iguales en todas partes, claro, pero las interacciones...uff...todo un submundo. Estoy segura de que esos meses el protagonista pagó el alquiler entero jejejeje Ley de la oferta y la demanda + ley de la jungla, el último paga más por lo peor...
Es genial que sigas con relatos, gracias ;)He de decir que leí tu entrada justo al publicarla -pero fue en el móvil, y hasta que no enciendo el ordenador me cuesta mucho comentar- y al día siguiente pasó una cosa de lo más curiosa. Mi casa es un primero, tengo mi propio patio, y a mayores da a otros dos (estoy rodeada de patios...). Por ser el primero, y ésta una zona de gaviotas -incluidos sus nidos-, he vivido unos siete años con el terror de que apareciera algún gavioto caído en mi patio, o una enorme gaviota incapaz de coger el vuelo otra vez (sí, me dan un poco de terror...cada vez más...). Pues justo publicas tú sobre el patio de luces et voilá, gavioto en mi patio!! Fue una mañana un poco infernal, y el ayuntamiento digamos que tarda infinito en venir a por los pobres animales. Al final vino un amigo a sacarlo. La verdad es que fue una interacción de lo más curiosa. El pobre animal aterrorizado por no poder escapar, y yo bastante histérica por no verme capaz de sacarlo (era de los grandes grandes... la teoría está muy clara, echar manta por encima, etc, pero la práctica...)
Enn finn...casi te pediría que no escribas sobre un ataque masivo de gaviotas jajajaja.
(PD: en cuanto al comentario en Las cubiertas, estaré más que encantada de seleccionar/revisar relatos/escritos si te decides a dar ese pequeñito salto que es abrir las manos y decir 'aquí está esto que he hecho, ¿quieren ponerlo en papel? ;)
Buen fin de semana! Y que los patios sólo nos traigan cosas buenas!
Hola, Aka!!
He tardado en comentar no porque no me encante leerte, que me encanta, sino por apenas tener tiempo en este raro mes de agosto. Apenas tengo tiempo de nada y menos de estar tranquila en el ordenador, enciendo, y subo algo, es mi manera de aislarme un rato de la marabunta diaria y una necesidad de expresarme a través de él. Vi tu entrada, pero no he tenido hasta ahora tiempo suficiente para disfrutarla.
Es increíble, te diré que hasta juraría que escuché el sonido sordo del ascensor y sentí el calor asfixiante de la noche (bueno, esto último te diré jajaja que ayudado por el calor que hace por aquí).
Nunca he vivido en un edificio como el que describes, y creo que no podría hacerlo, me asfixiaría y sería muy infeliz. A veces cuando entro en algún bloque de esos, me entra la claustrofobia.
Me gusta la historia que has contado, tan real y tan creíble y tan fácil de visualizar entre las líneas, de ver al bartender llegando en su patinete y escuchar su visita a roca, jajajaja, ya le valdría aprender a cerrar la puerta. A ramón me lo imagino tal cual lo describes, me es fácil hacerlo, quizás quien me ha costado algo imaginar es a Xavier, quizás porque es el más etéreo o quizás porque es tal y como dices casi invisible.
Y esos niños escupiendo jajajajaj me los imagino perfectamente.
Haciendo un inciso, en tu historia, lo que cuenta Maquinista es para mí tan real por estas tierras, cada vez hay más gaviotas acosando las casas, y a mí tampoco me gustan. Nada de nada.
Volviendo a tu relato, decirte que me ha gustado y que quiero más ☺)
Un abrazo grande Aka y otro igual de grande para Maquinista.
Jaja, mejor me abstengo de momento a escribir sobre ataques de gaviotas Maquinista. Las gaviotas en el cielo me encantan, disfruto con su silueta, e incluso con su griterío, quizás porque siempre me recuerdan al mar, a su cercanía, y de alguna manera al buen tiempo. Hubo una época, hace muchos años, en los que vivía de alquiler en un palomar (en Barcelona te alquilan cualquier cosa para vivir, y hasta los palomares que había en los terrados de los edificios antiguos se rehabilitaron de aquella manera para que fuesen habitables), me encantaba, allí ser despertado por los primeros rayos de sol y los chillidos de las gaviotas que despertaban y volaban sobre los terrados del barrio. Pero debo admitir, que entiendo el temor a las mismas, que tanto tu como Carmela manifestáis, pues pueden ser de lo más agresivas... y no precisamente pequeñas. Justo leía el otro día una escena en un libro, "La lección de alemán" de XX, el ataque de una nube de gaviotas sobre un grupo de gente en las playas del mar del norte que pretendían robarles huevos... la escena era tan visual que me pareció verla, y uno sufría con los personajes los ataques de las aves que se dejaban caer sobre sus cabezas.
No sé, si Barcelona es diferente o no a otras ciudades españolas, pero el tema de la vivienda si que es un gran problema. Siempre lo ha sido, desde que quise independizarme, la única posibilidad era compartir piso con otra gente, luego cambió un poco, pero en los últimos años con el "descubrimiento" de las plataformas de alquiler turístico, la gente que alquilaba propiedades ha visto que es mucho más rentable alquilar a turistas por semanas que a cualquier otro por un período de años. Encontrar pisos de alquiler está imposible otra vez, y la gente sigue compartiendo pisos, sólo que en vez de tener veinte años, ahora muchos ya tienen treinta o cuarenta y allí siguen. Tiene sus cosas malas, pero también buenas... da para muchas historias :) como dices los edificios son como organismos vivos, así como un termitero pero mucho más desordenado.
Muy buena semana, y sí que el patio te traiga sólo cosas buenas
Un abrazo
(PD, tendré en cuenta la proposición el día que me decida. Gracia me haría :))
Hola Carmela,
no me extraña, por tus fotografías, te imagino en una casa o un edificio pequeño, cerca del mar, un sitio tranquilo... es esa paz la que al menos respiro en tu blog y por lo que me gusta visitarlo, porque en las fotos del mar, de la vegetación de las dunas, lo que el mar deja sobre la arena y los versos con las que acompañas las imágenes, descubro la harmonía de la naturaleza que tanto echo en falta cuando habito una ciudad. A mí, me encanta la ciudad, por un lado soy muy urbanita, disfruto paseando por las calles estrechas de los barrios viejos y aprovechando la gran oferta cultural que tiene que ofrecer un espacio tan dinámico humanamente como el de las ciudades,... pero por otro lado llega un punto que me agota y tenor que huir. Escaparme a la naturaleza. Justo, la última semana estuve en casa de un amigo que tiene una pequeña casa en un pueblo francés, justo en la frontera, nada más cruzarla por un paso de montaña en los Pirineos, y he disfrutado de un buen tiempo allí para hacer excursiones por el río y los bosques del alrededor, observar las lagartijas pequeñas esconderse entre la hojarascas o las grietas de los muros, las chicharras cantando sobre los troncos, los grillos en la noche, las aves nocturnas y las que madrugan... echaba un poco de menos esta diversidad de pequeños animalitos que en Suecia no viven dadas las inclemencias del tiempo y que aquí son tan comunes... son mis referencias infantiles, justo leía esta mañana que un escritor decía que la infancia lo marca todo, que el niño sensible que cree apreciar la belleza en el brillo de un charco de pequeño, pasará toda su vida "buscando" esa imagen aunque no la recuerde. Mi imagen de belleza creo que es la de los veranos y fines de semana en el pueblo, rodeado de animalillos junto al río... y a esos paisajes tengo que volver, huyendo de la ciudad, con frecuencia...
Menudo rollo te he soltado, jajajaja... me extraña que siendo tan de costa no te gusten nada las gaviotas :) ¿Ni en el horizonte, cuando ves surcar esas alas flexionadas blancas refulgentes sobre el azul? De cerca impresionan y dan respeto, pero sobre el mar o a lo lejos, tienen su belleza ;)
Besos y abrazo grande, que pases buena semana
El libro que comentaba, "Lección de alemán", es de Siegfried Lenz... no me acordaba, he puesto XX y así ha quedado en el comentario :)
Aquí un enlace a la crítica del mismo. Más allá de las connotaciones morales del libro, su lectura, concuerdo con el crítico, es de una gran delicadeza y hermosura, en sus descripciones en la vida rural de entonces (el periodo de la 2 GM)
https://elpais.com/cultura/2017/03/31/babelia/1490957068_163706.html
Hola Aka, vivo en un edificio pequeño, tre plantas del casco antiguo de Cádiz, y somos pocos vecinos, tres por planta, con lo que nos conocemos todos. Es una casa que está en el mismo Centro Histórico de Cádiz, en todo el bullicio que tiene esta "pequeña" ciudad nada que ver con una gran ciudad como Barcelona. Enfrente muy cerquita el Puerto de Cádiz, y a la espalda, callejeando un poco, el mar....bueno la verdad jajaja que todo el centro de Cádiz está rodeado de mar.
Me gustan las grandes ciudades, pero para visitarlas, vivir de continuo me agobia un poco. Y lo que no me gustan son los grande edificios donde entras en una serie de pasillos, puertas y mas pasillos. Donde te cruzas con gente que ni te mira y donde cada uno va a lo suyo.
pero mi verdadero hogar, el que llevo en el alma, es algunas de las casitas, en concreto una, a las que solemos ir cuando podemos en Los Caños de Meca, en la misma playa, rodeada de dunas y mar :))
Las gaviotas en el mar me gustan, son majestuosas, impresionantes volando y planeando en el cielo, pero aquí en la ciudad cada vez hay más, colonizando azoteas y buscando comida como sea, atacan a las palomas y son la verdad bastante agresivas, eso es lo que no me gusta. Fuera de su hábitat son diferentes para mí. Intentan sobrevivir, eso lo entiendo. Las he visto atacar a palomas y dan miedo, la verdad.
De rollo nada, me gusta conocerte a través de tus palabras, y sí, creo que nuestra infancia, la manera de vivirla nos marca :))
Un abrazo, Aka
Creo que nos pasa a todos un poco lo mismo Carmela :) Nos gustan las ciudades, las grandes me refiero, por su dinamismo social y cultural, que sin duda tiene muchos atractivos, pero tienen esa otra vertiente que hace que muchos nos inclinemos por habitar en ciudades pequeñas donde encuentres todos los servicios y la relación humana esté más en concordancia con la escala humana que podemos experimentar como sujetos. Barcelona, aún siendo grande, sin embargo, al margen de los barrios próximos al mar, y sus problemas actuales con el turismo que están hoy en todos los noticiarios, de alguna manera ha conseguido salvar la vida de barrio en todas aquellas zonas que antes eran pueblos y fueron absorbidos a medida que la ciudad crecía. Lo ha hecho porque, como me imagino el centro de Cádiz (que me encantaría visitar algún día :)), están constituidos por calles estrechas, casi peatonales donde no entran los coches, con numerosas plazas y edificios de pueblo de tres, cuatro plantas lo máximo. Entre ello se extiende, el "famoso" Ensanche de diseño con sus casas modernistas y calles anchas, donde se trasladó en su día toda la burguesía huyendo del barrio Gótico y sus calles estrechas y oscuras... imagino que cuando apenas habían coches privados, vivir en el Ensanche, en calles anchas, edificios llenos de luz, modernos, etc... debía ser una maravilla, hoy es hacerlo en islas rodeadas de coches, motos, ruido y tiendas de moda y diseño por donde deambulan miles o millones de turistas y locales. Personalmente, prefiero los barrios antiguos como Gracia, el Raval, etc. con su nueva mezcla de inmigrantes y gente de toda la vida donde es posible seguir haciendo actividades en la calle y, a veces, puede uno sentirse como en un pueblo. Justo esta semana son fiestas en el barrio de Gracia, donde es traición que los vecinos de cada calle la adornen de una temática cualquiera y luego compiten por cual es la más bonita, los vecinos trabaja para ello juntos durante semanas y estos días sacan grandes mesas que ocupan la calle donde comen y cenan juntos. Es un barrio al que tengo especial cariño, algo pintoresco, las calles son muy cortas, cada dos o tres intersecciones, cambian de nombre, al parecer fue una treta de los vecinos en su momento para aparentar que el barrio era más grande, que tenía muchas calles y así no les anexionaran a otro barrio :) Vamos, la picaresca española tan nuestra, para lo bueno y lo malo.
La casita de la que hablas, ¿es la que pusiste una vez en fotos? Realmente parecía el paraíso, espero que podáis ir allí a menudo a disfrutar de su paz, y quien sabe si mudarse algún día allí para ver los amaneceres y atardeceres de la playa :)
También ese sería mi paraíso, temporal al menos, creo, encontrar una casita en una playa o costa, pero desierta, sin aglomeraciones, y tristemente eso en la costa catalana está ya imposible, posiblemente en casi todo el litoral del levante... en Grecia conseguí vivir esa experiencia, que me recordó mi infancia (ciertamente la infancia siempre está allí) y me encantó, disfrutar de esa paz al levantarse en un espacio silencioso acariciado por el mar y las gaviotas (pocas y en la altura :)), es algo realmente mágico. Una curación a todos los males.
Un abrazo Carmela, me encanta que te guste explayarte por aquí :)
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