El patio de luces (2)



Tener una habitación interior que mira al patio de luces es aislarse en la arquitectura del edificio, en el espacio que se cierra al exterior y se vuelca sobre sí mismo. Confinarse al hueco que se construyó en el centro del mismo, circundado por una parte importante de sus habitantes. Cuando me asomaba al mismo, me sentía seguro por ese doble caparazón que parecía poder protegerme de cualquier cosa que pudiese llegar del exterior, la del inmueble como primera barrera de la calle, y pasillos y puertas de la vida en el apartamento. Centrarme en su caída era el equivalente del molusco que cierra sus conchas o el caracol amagándose en su caparazón. Mirar la cavidad que dividía a unos vecinos de otros, de algún modo era volverse hacia el interior de uno mismo. Cuando no había nadie más allí, podía sentir esa obligación de mirarme a mi mismo sin necesidad de espejo. 

Por contra, cuando coincidimos allí varios inquilinos, la oquedad del edificio se convertía en una metáfora del mundo, en el lugar en el que las distintas facetas del mundo se concentraban en un único lugar. Como el prisma que atrae los rayos dispersos de luz para concentrarlos en un mismo punto. Así nos veíamos también atraídos parte de los arrendatarios a los ventanales y galerías minúsculas, entre las que circulaba el ascensor como un elemento amenazante. Conformábamos un pequeño microcosmos donde se aglutinaba gente de diferentes religiones y de todos los continentes: europeos, asiáticos, africanos y americanos. A veces creía estar en el centro del mundo, rodeado de formas de vida y un sinfín de idiomas diferentes. Era nuestra pequeña torre de Babel, nuestra propia red social. Todo lo que en el mundo era posible, existía allí dentro. Lo exterior, en su totalidad, siempre está contenido en lo interior, y también en su centro, es decir en el patio de luces. Allí se expresaba y se vivían todas las emociones del mundo, aumentadas por los ecos de sus paredes por las que trepaban y resbalaban las palabras y sonidos guturales de gozos y tragedias. A diferencia de las redes sociales digitales, donde los sentimientos y emociones están disgregados en sus diferentes formatos; la amistad son el centro de Facebook, los celos y los odios, el de Twitter, Tender, concentra el deseo, LinkedIn, las ambiciones de sus usuarios, mientras que Instagram ensalza la admiración y el amor, mi patio de luces lo tenía todo. En él se manifestaba el conjunto de las inquietudes humanas en su totalidad, sin necesidad de recurrir a ningún otro espacio para observarlas.

Algunos viernes el hombre de la planta baja se sentaba a primera hora de la mañana en la galería, recostado sobre uno de los brazos de plástico de la silla, a recitar por más de media hora, versículos del Corán. Los entonaba monótonamente, como un mantra, sin descansos, un sonido detrás del otro, balanceando ligeramente el cuerpo sobre su asiento. La primera vez que escuché aquel canto metálico desde mi lecho, aún en el duermevela, me imaginé de vuelta en Turquía o en Marruecos, donde las llamadas de los almuédanos desde los alminares convocando a sus feligreses a las horas de oración, me habían despertado en numerosas ocasiones. Luego, al asomarme a la ventanilla, descubrí al hombre, con sus gafas de estructura metálica en la punta de la nariz y el libro sobre las rodillas, del cual iba pasando páginas de derecha a izquierda. Lo observé un rato, pero enseguida dirigí la mirada a la primera planta, justo por encima de su cabeza. 

Había detectado movimiento allí e inconscientemente, de una manera incontrolada, volqué la vista en ese nuevo objetivo. Retrocedí un poco desde mi posición en la ventana, como el gato que se encoge y se arrima al suelo ante la presencia de un pájaro, con la intención de saltar sobre el mismo. Era el piso de la pareja rumana. De él apenas me acuerdo, apenas lo veía, pues desde mi puesto, lo que veía era prácticamente parte de la cocina cuando dejaban la puerta abierta y la galería donde tenían la lavadora, la fregona, la escoba y tendían la ropa. Al parecer, dominios del apartamento a los que el miembro masculino raramente accedía, siendo ella la protagonista, más cuando solía pasearse por la cocina, con frecuencia en esos meses calurosos, desnuda. Resguardado a una distancia prudencial del hueco de la ventana, me gustaba mirar aquel cuerpo, casi siempre en parte velado por la penumbra de la cocina. Las sombras ayudaban a que mi imaginación completase aquel esbozo de curvas que entraba y salía permanentemente de la negrura en la que se difuminaba el apartamento. No entendí nunca esa reacción mía a esconderme para no ser visto, pues ella parecía disfrutar exhibiendo su cuerpo al vecindario. Si tendiendo la ropa descubría a los hermanos del cuarto observándola, los saludaba, les sacaba la lengua y seguía con su tarea. Si la que la descubría despojada de cualquier prenda, era su vecina de enfrente, la colombiana, ésta empezaba a proferir una ristra de palabras que parecía interminable: zunga, fufurufa, perra, chunchurria, hueva, balurdoloca, loba, ramera, chuchona, gurrupleta, garbimba, tarada, culicagada, tápase la zurupa desvergonzada, y otras muchas expresiones que no recordé registrar en su momento. La rumana, lejos de intimidarse, se limitaba a decir alguna cosa en su lengua mientras bamboleaba sus senos acompañada de una risa de adolescente traviesa. Disfrutaba desafiando a la sudamericana. Mientras ésta seguía atosigándola con su vocerío, extendiendo sus brazos hacia ella como si quisiera asirla por el cuello para estrangularla, ella se retiraba hacia la penumbra de su cocina, no sin antes elevar su trasero. En ese momento, se oía la risotada que caía de los chiquillos del cuarto, al tiempo que la colombiana solía arrearse una palmada en la frente para luego rascarse, con todos los dedos, el cuello y los hombros. Entraba a veces en un estado de histeria ante aquella actitud, que la inducía a seguir desgañitándose, –¡Zunga! ¡Furufa! ¡Culicagada!–, mientras probaba de saltar la tapia que las dividía. En ocasiones, algún otro vecino tenía que salir entonces a abrocarla para que se callase de una vez. Que los dejase descansar o que no podían seguir lo que decían en la televisión. Otras, era el marido de la mujer rumana, quien harto de escuchar tantas injurias se personaba en la galería y le respondía con las frases más chocantes que he escuchado en mi vida. "Mete tu mano en mi culo y mastúrbate con mi mierda", "usa como champú tu saliva para el pelo de mi verga" o "seco mis calcetines en la cruz de tu madre". Ante ese elenco de improperios de perversión y blasfemia desmesurados, la mujer no podía hacer más que callar, retroceder y encerrarse en su casa. Ya tendría la ocasión de ajustar cuentas en otro momento. Allí nunca cedía nadie. La rendición no existía.  

La tapia que delimitaba ambas galerías era nuestras versión particular de todos aquellos muros vergonzosos que se levantaban en el mundo. Venía a corroborar que el mundo interno abarcaba todas las posibilidades del mundo externo. Que aunque a veces me sintiese allí protegido de los agentes externos, en realidad seguíamos siendo vulnerables a todo lo que sucedía fuera y lo reproducíamos en el patio de luces, incluso lo magnificábamos, por la intensidad del espacio reducido que nos recluía. El paisaje de alambre y hormigón habían proliferado en los últimos años en el mundo, se dejaba ver entre Ceuta, Melilla y Marruecos, entre Marruecos y el Sáhara Occidental, entre Israel y Siria, entre Israel y el Líbano, entre Israel y Cisjordania, entre Israel y Gaza, entre Sudáfrica y Zimbabue, entre Sudáfrica y Mozambique, entre las dos Coreas, o entre la India y Pakistán, entre Pakistán y Afganistán, Irán y Afganistán, entre Irak y Arabia Saudita, entre Arabia Saudita y Yemen, entre Birmania y la India, entre la India y Bangladesh, en el muro que separa Guantánamo del resto de Cuba, o los alzados entre Grecia y Turquía, Bulgaria y Turquía, entre Chipre y Chipre del Norte, entre Estados Unidos y México, entre Túnez y el Líbano, entre Ucrania y Rusia, entre Rusia y Estonia, entre Rusia y Letonia, o los alambre alzados en Eslovenia, Croacia, Hungría y Serbia para frenar el avance de refugiados del Próximo Oriente por Europa. Recuerdo la alegría con la que se vivió en casa el día que los berlineses salieron a la calle con pequeños martillos caseros y entre todos, a base de patadas, de saltar sobre el mismo, de aporrearlo con todo tipo de objetos, miraron de echar a abajo aquel muro que había divido su ciudad y el mundo durante más de veinte años. Mi abuela paterna, lloraba de júbilo, no daba crédito a lo que mostraban los noticiarios, el muro caía, por fin sus amigas de infancia, las que seguían vivas y habían quedado al este, podrían acudir al oeste a las reuniones anuales de amigas del instituto. Todo el mundo estaba de celebración. Se pensó entonces que las verjas, los alambres y el hormigón pasarían a la historia, una vez agotada la Guerra Fría, pero lejos de eso, no hicieron más que crecer los kilómetros reforzados con estructuras que nos dividen o nos impiden el paso. Están por todas partes, en las fronteras, en las urbanizaciones que se encierran tras vallas guardadas por miembros de seguridad, en las zanjas que levantan las casas entre sus jardines y propiedades dentro de las urbanizaciones, las alarmas antirrobo en puertas y ventanas, los pestillos para encerrarnos en nuestras habitaciones protegiendo nuestra intimidad, las púas en las ventanas para que las palomas no puedan posarse en el alféizar, y la tapia de las galerías de mi patio de luces. El mundo se había globalizado y los individuos ansiábamos más que nunca aislarnos los unos de los otros.

Aquel era, sin duda alguna, el mayor conflicto dentro del inmueble, si no el más grande si al menos el más ruidoso. Todos los vecinos tenían constancia de su existencia y repartían sus posiciones por las dos partes implicadas. La desnudez, el cuerpo del otro, seguía siendo causa de confrontación. No deja de ser intrigante que lo que nos conforma, la materia de lo que estamos hechos, haya sido a lo largo de la historia un campo de batalla contante. Más, cuando el cuerpo es uno femenino. Recuerdo que en las fiestas del pueblo, durante varios años consecutivos, siendo yo todavía un adolescente, siempre saltaba al escenario, donde estaba tocando una de esas orquesta chimba-chumba-pim-pom, un hombre que sin avisar dejaba caer sus pantalones. Todo y que algunos se tapaban los ojos o le increpaban a abandonar el entablado, la mayor parte de la audiencia reía y aplaudía la acción, incitando al hombre a proseguir con su baile para mofarse del pene flácido que colgaba entre sus piernas. Mis amigos y yo, entonces unos rostros salpicados por granos y pequeñas infecciones purulentas, comentábamos su longitud, considerando, entre bromas, cual sería el largo del mismo en estado de erección. Otro diálogo interno, no compartido con los otros, era la inevitable comparación con nuestros respectivos miembros viriles. Resultaba interesante escuchar los comentarios de las muchachas que nos acompañaban sobre el mismo, para tener una referencia femenina sobre la transcendencia de la longitud y envergadura del miembro. Y si bien aquel exhibicionismo se trataba como un acto festivo, no entendí nunca, porque ese otro exhibicionismo, el de la rumana, restringido a los límites físicos de su propiedad, despertó tanto debate en el vecindario. Encontró la oposición de muchas mujeres que encontraban que su cuerpo era ofensivo. No podía permitirse que sus hijos o sus maridos estuviesen expuestos a una desnudez ajena. El recitador del Corán también se mostró a favor de prohibir el salir desnudo a la galería o la terraza, todo y que desde su posición nunca había podido ver a la vecina que le quedaba justo encima. El pakistaní del tercero también se sumo al grupo de los prohibicionistas, alegando que era un mal ejemplo. Igual hicieron los padres de los hermanos del cuarto. Restaban importancia a que sus chiquillos se pasasen el día escupiendo al resto de los vecinos, pero los pechos y curvas de aquella mujer si les parecían de lo más perturbador. Imagino que los inquisidores del desnudo querían prohibirlo porque en realidad se lo tenían prohibido a sí mismos. Y en cualquier caso consideraban el mismo como un anticipo de sexo. Una invitación al pecado y el desenfreno de pasiones que preferían mantener bajo llave. Fueron pocos los que se decantaron por la libertad de la rumana a andar por casa como quisiese. 




2 degustaciones:

Carmela dijo...

Hola Aka, es increíble el análisis casi intimista que haces a partir del patio de luces, cual molusco cerrando sus conchas.
Y también como llevas ese análisis a compararlo, a presentarlo como esa metáfora del mundo, concentrado en su espacio. Y me ha llamado la atención lo de las redes sociales y lo que asocias a cada una de ellas, yo apenas tengo noción de ellas, tengo que confesar que no me gustan o que no me atraen. Si es cierto que uso FB de vez en cuando pero más que nada por saber de algunas personas amigas que se expresan a través de esa red. El resto ni las conozco ni me atraen, y no entiendas por ello que las desprecie o menosprecie, pero no las conozco y no puedo opinar sobre ellas.
Hablando de muros, que es otra acertada comparación que haces en el patio de luces, y no tiene nada que ver con tu relato, voy la semana que viene a Berlín!! estoy deseandolo, y seguro que visitaré algo del muro

La rumana, es curioso, como la intimidad de nuestra propia casa termina donde comienza la visión del que está fuera, parece que solo podemos hacer lo que queremos mientras no nos ven. Es curioso y triste.

Bueno, para rollo el de mi comentario, podría estar muchos renglones mas jajajaja y mira que soy callad pero tus entradas me dan pie para expresarme con comodidad y muy a gusto, pero ya me callo. La entrada como siempre, me ha encantado.
Un fuerte abrazo, Aka

Aka dijo...

Tampoco yo soy muy dado a las redes sociales, mi conocimiento personal, se reduce a Facebook, pero con poca interacción y Twiter, con una vocación más bien profesional y con aún menos interacción... como ya has comprobado, lo de sintetizar cosas en 120 caracteres no se me da nada bien, soy más de rollos :) O no digo nada y me mantengo en silencio o me suelto y no callo, la comunicación tipo telégrafo de las redes sociales no se ajusta a mi manera de comunicarme, de hecho creo que ni el blog, encaja mucho, donde la gente se ha acostumbrado a leer cosas breves y donde mis textos cada vez son más extensos... por eso agradezco y mucho tus comentarios y los de Maquinista y vuestra paciencia por deteneros, no sólo a leer sino también a comentar de una manera tan extensa lo que publico. Muchas gracias, de verdad. Lo que sé de las redes sociales, es más de artículos que he leído sobre ellas y sus diferentes funciones o especializaciones, por decirlo de alguna manera... es conocimiento de "libro" que no práctico :)

Qué bien que vayas a Berlín. Es una ciudad interesante, no diré que es bonita, porque comparado con otras ciudades alemanas que reconstruyeron sus cascos antiguos medievales, Berlín no lo hizo, y durante la Segunda Guerra Mundial quedó todo su pasado reducido a ruinas, así que es una ciudad "rara" con dos segmentos curiosos, donde se combina la arquitectura imperialista o burguesa con edificios de tinte comunista, y siempre la sombra del muro por todo el centro de la ciudad... seguro que lo visitas, lo que queda de él :) Es interesante, donde ya no está, sigue invisible su presencia con paneles explicativos por todas partes explicando que por allí pasaba el muro, o desde esa ventana salto gente al otro lado, o cavaron túneles, etc... en fin, lo que sigue haciendo todo el mundo cuando se le encierra tras un muro. Espero que disfrutes la visita, si te gustan los museos de historia, el de arqueología de Berlín merece la pena, con sus restos y no tan restos de Mesopotamia y otras civilizaciones de esa zona, que en su momento, como ingleses y franceses se dedicaron a llevarse no solo objetos y estatuas, sino templos, puertas y edificios casi completos. Yo lo visité la única que vez que visité la ciudad hará un par de años y me encantó. De pequeño había cruzado el muro con mis padres, para visitar a unos primos que mi padre tenía en la Alemania del Este pero apenas recuerdo nada, son esas memorias vaporosas de detenerte en una frontera llena de alambradas y alta presencia militar por todos lados... siempre he oído, de mi padre y sobre todo de mi abuela cuando iba a visitar a sus amigas, que era muy difícil conseguir el acceso, que todo tenía que estar por escrito, los días, donde ibas a alojarte, a quien ibas a visitar esos días, actividades a realizar, etc... por suerte eso ya ha desaparecido en esa parte del mundo, ojalá lo haga en todas con el tiempo, pero me temo que la tentación de levantar muros y controlar a la gente y es algo innato en muchos humanos.

Hala, otro rollo, por decir que te gustan :)

Un abrazo bien fuerte Carmela y que disfrutes la visita a Berlín!