Sabemos lo que es la luz
pero no sabemos decir que es.
El universo no ha sido todavía satisfactoriamente explicado
Seguimos experimentando con la ficción
con el lenguaje
haciéndolo extranjero
desconcertante
sorprendiendo la narración
llevándose a lo ignoto
recordándonos lo que no sabemos
lo mucho que desconocemos
Experimentamos sin saber a dónde vamos
como ratas reconstruyendo el laberinto por resolver
tenemos que mentirnos
el arte de la mentira está en decadencia
son precisas para que brillen las evidencias
como las sombras para apreciar la luz
Podría decirse que el humanismo sigue siendo algo así como una religión secular improvisada, lo que queda de la descomposición europea del mito cristiano. Durante años, los que se oponían a la teoría de Darwin, temían que ésta redujese la humanidad a un ente insignificante. Un animal más. Uno entre los millones que se desplazan por los mares y tierras del planeta. Pero, lejos de eso, el darwinismo no ha hecho sino encumbrar al hombre aún más, si eso era posible, sobre el resto de los organismos. Tras dos siglos sacudiéndose su fe cristiana, la filosofía y la ciencia moderna, siguen anclados en uno de los errores esenciales del cristianismo: pensar que somos radicalmente distintos del resto de los animales.
Los humanistas modernos se aferran a la teoría de la evolución para argumentar que sólo el hombre es capaz de trascender a su innata naturaleza animal y dominar, no sólo su naturaleza, sino el planeta entero. La humana es una especie privilegiada, piensan, es la única que sabe de su existencia accidental y por tanto la única que puede hacerse cargo de su destino.
Siguen arraigados a la idea de que la conciencia, la individualidad y el libre albedrío nos definen como individuos, que son la base de nuestras decisiones, elevándonos por encima de cualquier otro animal. Cuando aquí, en mitad del bosque, como en una calle transitada de cualquier ciudad, los instintos siguen siendo los mismos: buscar comida y aparearse, como cualquier otra bestia que habita la Tierra. Muchas de nuestras decisiones más fatídicas las tomamos sin tener la menor conciencia de ello. ¿Pero qué somos? ¿Qué sería de nosotros si silenciamos de nuestro pensamiento el diálogo de Dios, de la inmortalidad, del progreso de la ciencia y la humanidad? ¿Qué sentido queda entonces, una vez borrada toda esperanza de progreso?
El cristianismo introdujo la percepción, la idea, en Europa, de que la historia humana, tanto la del individuo como la del colectivo humano, ha de tener sentido alguno. El progreso es la nueva máscara con la que el mismo concepto sigue aferrado a nuestra mentalidad: la historia humana, su evolución y su sentido especial en el mundo. En la Grecia y la Roma clásica la historia humana era una serie de ciclos naturales de crecimiento y declive sin fin, como el sueño colectivo repetido infinitamente por los hindúes. En la mente actual humanista sólo se concibe el progreso, como en el capitalismo el crecimiento continuo de la economía. El humano sigue siendo un ser sublime por encima del resto de los organismos vivos, quizás por ello la hipótesis de Gaia de Lovelock, en la que la atmósfera y la superficie de la Tierra conforman un todo para mantener la vida en la tierra, no tenga la aceptación debida en la comunidad científica. Su mundo es circular, no tiene dirección alguna, su único propósito es mantenerse. No hay un espacio especial para el hombre. Poco importa su presencia. Nos arroja a enfrentarnos al vacío existencial como especie.
En el Mundo de Margaritas soñado por Lovelock y Watson, el planeta había sido sembrado sólo con dos variedades de margaritas: unas blancas y unas negras. Las blancas reflejan la luz y las negras la absorben. En un origen frío, las negras proliferan más, absorben mejor el calor y se expanden por casi la totalidad de la superficie, incrementando la temperatura del planeta, tanto que empiezan a morir y las blancas al reflejar la luz ocupan su lugar, haciendo descender con ello la temperatura del planeta. Las mareas de pétalos blancos y negros se suceden por generaciones hasta que alcanzan un punto de equilibrio, con una temperatura estable favorecida por la presencia de los dos colores. Cuando al Mundo de Margaritas se le incorporan conejos que comen aleatoriamente unas u otras variedades, zorros que cazan los conejos, y otros organismos que hagan el modelo más complejo, la estabilidad se alcanza con mayor velocidad y es más duradera. Mundo de Margaritas demuestra que la estabilidad de los organismos biológicos, el ecosistema terrestre, no requiere de explicación teleológica alguna. Que no hay progreso en el mundo orgánico, la evolución carece de diseño preconcebido, es una sucesión de revoluciones que lo que procuran es que todo quede igual.
En el mundo distópico de Nosotros (1920), de Yevgueni Zamyatin, se lee:
–¿Te das cuenta de que lo que estás sugiriendo es una revolución?
–Por supuesto, es una revolución. ¿Por qué no?
–Porque no puede haber una revolución. Nuestra revolución fue la última y nunca puede haber otra. Todo el mundo sabe eso.
–Pero querido, tú eres matemático: dime, ¿cuál es el último número?
–Esa pregunta es absurda. Los números son infinitos. No puede haber un último número.
–Entonces, ¿por qué hablas de la última revolución?
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