Olga, Hermann y Gustav no tenían memoria de esos acontecimientos, sólo recreaciones ficticias a partir de las habladurías de los vecinos. Nunca de testigos directos, sino de un paisano, que ha oído a otro decir, que se dice por allí, que cuando los rojos ocuparon el pueblo Gerhard los recibió con los brazos abiertos. Hay habladurías en las que incluso descolgó una bandera soviética de la ventana.
Si hombre, la que confiscó a Karin al registrar su casa. Es cierto, su amante era comunista. ¿Qué fue de ella? No se sabe nada, la envió a Berlín y no volvió. ¿Y con el novio?¿El comunista? He oído que acabó en Buchenwald. Las mujeres platicaban mientras cargaban el cesto de carbón o se internaban en el bosque a proveerse de leña para mantener calientes unos hogares vacíos de hombres. Mientras hurgaban el suelo en busca de raíces que roer con los dientes. Mientras alimentaban las monturas de los nuevos habitantes o limpiaban, de las calles, el estiércol de las mismas. El frío del invierno contenía el hedor agrio de los excrementos y urines de los cuadrúpedos. Primero fue el heno el requisado de todas las casas, luego, los alimentos. Los nuevos inquilinos se colaron en los sótanos, en las casas, en las despensas, en las tiendas, encontraban cualquier orificio donde se había podido esconder comida. Abrían frenéticos los portones de los armarios, tiraban de los cajones. Los portazos saltaban de casa en casa a ritmo de kalinka. Rebuscaban detrás de los anaqueles de la cocina revolviéndolo todo. Se llevaron todas las conservas. Todo el grano. Donde su instinto no llegaba, lo hacía el de los perros que tiraban de sus correas. Con la derrota llegó la hambruna.
Tres años antes Isabelle había sido voluntaria en Polonia, limpiando las granjas de los deportados que no habían superado el examen racial. Tenían que dejar sus viviendas y pertenencias a los colonos alemanes. Los expropiados sólo pudieron llevarse con ellos un total de treinta quilos. Los militares desordenaban las casas, arrastrando grandes bultos y muebles de un lado a otro, creando nuevos espacios. La mayoría de los objetos acababan, para desesperación de sus propietarios, amontonados enfrente del edificio. Una enorme pila de bienes. Hombres, mujeres y niños, de pie desesperados, llorando sin saber que hacer con todo aquello. Su mundo desparramado en la calle, junto a sus almas.
Los niños lloraban. Las madres lloraban. El cielo lloraba. Todo lloraba: el colchón, el reloj de pared, los libros destripados, los platos y vasos quebrados, las lámparas, las sillas, los cuadros que representan la naturaleza polaca. Una pira abstracta y un par de maletas. Sólo podían cargar un par de maletas. Se agachaban e instintivamente, con lágrimas en los ojos, las llenaban con ropa, porcelana Chodziez, cubertería, fotografías retratando a familiares, sortijas de todo tipo, cartas recibidas, libros, saquitos con frutos secos, mantas, sábanas, jabón, cepillos, tijeras, lentes, documentos, llaves, y quilos y más quilos de incertidumbre. Isabelle, veía marcharse esas figuras negro-grisáceas de sus hogares; luego se ponía el delantal, barría, quitaba el polvo de las estanterías, limpiaba las vajillas, la cocina, las sábanas que habían dejado atrás, y cuando todo estaba listo adornaba la mesa de la casa con un mantel bordado y un ramo de flores para acoger a la nueva familia alemana que ocuparía la casa.
Había visto los efectos del hambre y la incertidumbre en los rostros de la gente. Los cuerpos enflaquecidos de los vencidos y los niños huérfanos, se mezclaban con los de los jamelgos y los chuchos huesudos. Juntos pululaban por todos lados buscando algo que mascar. Todas esas pieles descarnadas rastreaban algo con lo que desgastar las muelas y ejercitar los músculos maseteros. La carestía devoraba su rostro, su humanidad, sólo los ojos mantenían vida en unas facciones que se disolvían. La escasez convierte a la población en seres mudos. Sin habla. Sin moral ni conciencia. No dejaría que eso le sucediese a ella, ahora que eran ellos los invadidos, intuyó enseguida que para ello lo mejor era ganarse la confianza de uno de los oficiales soviéticos. Un hombre que la protegiese de los saqueos, que le garantizase un mínimo de comodidades. Si lo trataba bien, quizás incluso consiguiese algunos privilegios. Chocolate. Nueces. Pan. Huevos. Algo de carne. Adios a la sopa de patata rayada.
Era una mujer joven, modesta, de caderas anchas, que no usaba ni maquillaje ni pendientes, rubia con una corona de trenzas, forjada en los cánones del ideario gobernante, y aún así no había conseguido cónyuge alguno. Antes de la guerra acudió a uno de los
Lebensborn, Fuente de Vida, donde las mujeres solteras se ofrecían para ser fecundadas por los sementales más idóneos según el régimen. Hermann y Gustav visitaban cada año la feria de Frankfurt am Oder con el fin de alquilar un
toro terminal para incrementar el peso y crecimiento de sus terneros. Seleccionaban animales de complexión fuerte, de raza pura, padres reconocidos, libres de enfermedades de transmisión sexual y carácter bravo. El toro calmado es más impredecible. Más peligroso que el bravo. La uniformidad del ganado dependía de la pureza del macho. Los ganaderos siempre lo han sabido. El régimen lo sabía: para eso había creado el Tribunal de Salud Hereditaria que aprobaba la procreación de las parejas. "La mujer también tiene su campo de batalla; con cada niño que trae al mundo y ofrece a la nación participa en la lucha por el bien de ésta".
Diez días después de la menstruación Isabelle fue examinada médicamente por los especialistas del
Lebensborn y se acostó con un miembro de las SS. El diagnóstico de embarazo fue negativo. Volvieron a repetirlo con otro hombre de las tropas. La gestación tampoco funcionó. Ni una tercera ni una cuarta vez, en cada intento la preñez le fue denegada. Al final el equipo médico la designó como una
bevölkerungpolitische blindgäger: un "fracaso demográfico". Nadie quiso casarse con ella. Ahora, veía en el invasor, al igual que Gerhard, una oportunidad de empezar una nueva vida. Un par de buenas comidas al día y seguridad física, bien valía el no cerrarse de piernas a un oficial soviético. Otras podían reducir sus vidas a alimentarse de raíces usurpadas al bosque, a comerse las hierbas como las bestias y el ganado, pero ella no. Su vientre nunca gestaría la cría de uno de aquellos hombres del Este. Lo importante era que el hambre quedase al otro lado de la puerta. Que pasase de largo. Sobrevivir a la Historia, siempre traidora con la vida. Disfruta de la guerra, le dijo una vez un gerente del
Lebensborn al abandonarlo, porque la paz será terrible. Ni corazón ni cerebro, la que manda es la barriga. Cuando el hambre asoma, se piensa y se actúa con el estómago.