Llegó el panadero agitado, venía de la ciudad, donde había oído que los bolcheviques habían cruzado el Óder. Aquella noticia hizo que Gerhard determinase arrojar su copia de Mein Kampf a las llamas como ya habían hecho otros vecinos antes. Se hizo con ella un par de días después de quedar ensimismado por el río de fuego que atravesó el corazón de Berlín en enero de 1933. De los hombres de camisas pardas y botas negras, marchando alineados y en perfecto orden, con antorchas en las manos y entonando canciones marciales. El centro de la ciudad era un vasto clamor, un bosque de brazos saludando al río con olas de fuego bajo banderas y estandartes. Gerhard como otros había trepado a una estatua para tener una mejor vista del espectáculo, las ramas de los árboles y fachadas de los edificios colindantes también habían sido ocupados. Se unió a las voces que cantaban:
La bandera en alto, la compañía en formación cerrada,
las SA marchan con paso decidido y silencioso.
Los camaradas fusilados por el frente rojo y los reaccionarios
marchan en espíritu en nuestra formación.
La calle libre para los batallones marrones,
la calle libre para los soldados que desfilan.
Millones, llenos de esperanza, miran la swastika;
el día rompe, para el pan y la libertad.
Por última vez es lanzada la llamada,
para la pelea todos estamos listos.
Pronto ondearán las banderas de Hitler en cada calle
la esclavitud durará tan sólo un poco más.
¿Cuántas veces había entonado ese cántico en los últimos años? Muchas, pero ahora que los bolcheviques estaban a un día de camino, estaba predispuesto a olvidarse de los camaradas fusilados en el frente rojo, de los camaradas enviados al frente. Abriría sus brazos a la esclavitud de sus camaradas, a los camaradas comunistas que traían pan y libertad al pueblo. La swastika la sustituiría por la hoz y el martillo, el rojo sangre lo compartían ambas banderas. Brazalete y uniforme, como cualquier otro documento que pudiese relacionarlo con el partido derrotado, se fundieron en la estufa. Un nuevo partido, una nueva vida le aguardaban. Dobro pozhalovat tavárishch, así recibiría a las tropas soviéticas cuando llegasen al pueblo. Llevaba semanas practicando las frases de ruso que recordaba de sus estudios, aquellas que pensaba que podría utilizar.
Cuando finalmente el ejercito ruso apareció por el camino, la gente corrió a refugiarse a sus hogares. Se oyó un pequeño tiroteo a la entrada, la resistencia queda de unos vecinos. Aullaban y ladraban los perros de unos y otros, su sonido llegaba de todas partes, superado por rápidos estallidos. El estruendo del cañón de un tanque ligero T-26 dejó un eco suspendido en el aire. Al retirase el eco se hizo brevemente el silencio. La casa de donde provenía la resistencia quedó perforada, con las entrañas de madera colgando, expirando humo. Nadie volvió a disparar. Inmediatamente llegaron enormes columnas de camiones remolcando piezas de artillería, las ruidosas cadenas de los tanques rodando sobre el camino, el intenso olor del combustible, de la caballería con sus relinches, sus movimientos bruscos, los carros llenos de heno cubiertos con telas. Los soldados iban sentados, sin decir nada, en los camiones que los conducían hacia su objetivo: Berlín. El grueso de la columna pasó de largo, sólo un pequeño destacamento se quedó para hacerse con provisiones. Un conjunto de hombres variopintos, enfundados en gruesas y velludas chaquetas de cuero, pantalones abombados, botas y vendas que subían de los tobillos hasta la pantorrilla.
Se oyó un disparo huérfano. La que sería la segunda tumba fuera del camposanto del cementerio parroquial. El soldado Johann antes de dejar el pueblo le dejó una pistola a Elena. "Mátate antes que caer en manos de los rusos", le dijo, y eso hizo ella. El soldado de infantería no se lo perdonaría nunca. Cuando regresó del campo de prisioneros, se le vio acudir con frecuencia al bosque, allí donde los ciudadanos creyeron conveniente enterrar a Elena. En el claro dentro de la oscura frondosidad que se abre entre las cortezas bermejas de los pinos silvestres y el gris de los abetos; árboles que crecen erectos punzando el cielo. Un mar de alfileres infinito a ojos de los cuervos en el cual destaca el claro. Les gusta bajar hasta allí, otear desde las ramas que cierran el círculo. Agitar los tallos para que la nieve caiga cual lluvia desde las alturas hasta el hueco. Chasquean sus picos y graznan unos y otros en asamblea, de lo que ven cuando suben al inmenso cielo, por debajo de las nubes. Los anchos campos zurcidos por agujas verdes, y lo que hay allí abajo. Está cubierto de huesos. El campo entero está cubierto de huesos humanos, de un extremo a otro.
Johann les hizo compañía, le veían aparecer entre el ramaje y doblegarse en medio del círculo, mostrándoles la nuca. Sumiso a la quietud de aquel laberinto ancho de árboles en el que descansaba Elena. De allí no se regresaba. No había salida. Cada una de sus visitas constreñía el cosido. Las aves, negras sombras bajo el sol, veían al hombre andar y desandar el sendero, como hilo mirando de cerrar el desgarro ocasionado por su pistola. El disparo fue el nudo que urdió con mayor firmeza sus vidas. La detonación que resonó en la aldea. La que hizo correr a los recién llegados al refugio de las esquinas. La que provocó que los caballos se alterasen, que relinchasen. El sordo estallido se perdió entre el sonido metálico de las herraduras zapateando el empedrado. Fue entonces cuando Gerhard salió al encuentro de los invasores, era un Gerhard nuevo y renovado, sin uniforme pardo, sin otras insignias que la más amistosa de sus sonrisas y alguna que otra frase en ruso. Parecía que llevaba una vida entera esperándolos.
La historia tiene muchas verdades. La guerra muchas más. Quizás ninguna sea cierta. Quizás lo sean todas.
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