Cuentos de la extinción



Los han soñado desde hace 33.000 años. Quedan pinturas de esos años en sus cuevas, montañas de fotografías y películas de los últimos siglos… y sin embargo ellos ya no están. Ya sólo quedan recuerdos entre los más ancianos de ellos, de los afortunados que los vieron andando, descansando, recostados contra horizontes que ya no existen. Se han desvanecido. Jirafas, elefantes, rinocerontes, tigres, linces, gorilas, orangutanes, osos, lobos, ranas, lagartos, abejas, peces, plantas, etc…Todos ellos conforman un imaginario del pasado con el que ahora solo pueden pintarse sueños.

Hubo un momento en que percibimos que la naturaleza andaba enlutada, venerando a esa luz que es la vida que parecía escapársele. Pero ese momento pasó, ahora somos nosotros los que llevamos su luto, porque la vida sin ellos ha cambiado de significado. Los mundos de nuestra memoria, son sólo eso: memoria. Han dejado de existir. Hemos puesto límites al misterio infinito de lo vivo. A la riqueza de esos universos microscópicos donde se sentía el latir de las células. Su exuberancia se ha difuminado ante nuestra mirada impasible. No existe el solsticio, no volverán, aquello fue un holocausto. Debemos ser conscientes de ello. Afrontarlo y avergonzarnos por ver venir la tragedia sin hacer nada.



En un par de generaciones caerán en el olvido. No se les mencionará, sus nombres serán palabras vacías de sentido, al que sólo el mundo académico e historiadores volverán como lo hicimos nosotros con el tilancino, el bandicoot de pies de cerdo, el dodó, el norfolk kaká, el antílope azul, el tigre del Cáspio, el Quagga, el perico de Seychelles, el Wallaby de cola puntiaguda, el toolache wallaby, el dugong de Steller, el emu negro, el bilby, el ciervo de Schomburgk,  el jambato esquelético, la rana amarilla de Maracay, el sapo dorado, el solitario de Rodrigues, el alca gigante, el escribano patilargo, el zampullín del lago Atiitlán, el nínox reidor, el pinzón koa mayor, el bucardo, el guará, el lirón gigante de Mallorca, el elefante cartaginés, la foca monje del Caribe, la pantera nebulosa de Formosa, los lémures gigantes, el león negro del Cabo, el tigre de Java, la pika corsa, el oso del Atlas, el león marino del Japón, la lagartija del desparecido islote de Ses Rates, el olivo de Santa Helena, o el sándalo de Juan Fernández de Chile, cuya aromática madera condenó a la especie a existir como imágenes religiosas y cajas de reliquias. Nombres exóticos que la mayoría de gente no asociaban a nada. Carecían de la imagen. Habían incluso dejado de ser parte del imaginario humano. Un goteo constante de extinciones desde nuestra aparición que tuvo su apogeo a lo largo del siglo XXI.

Antropoceno, le llamamos a ese período en que nuestra presencia alteró completamente y para siempre el mundo natural y con ello, irremediablemente, a nosotros mismos. En el mundo científico se conoció como la sexta extinción, la que introdujo el silencio en bosques y junglas. Ya nada canta en la rambla en la que jugaba de pequeño. Los atardeceres dorados, que mueren entre los sauces llorones de su cauce, lo hacen sin el croar de las ranas y sin el revoloteo de los murciélagos. El sol vuelve, emerge a las pocas horas, pero ya sin los mirlos y los ruiseñores alabando el nuevo día. Allí chapoteábamos los niños con los pantalones arremangados capturando renacuajos en los cuencos de nuestras manos. En una de sus fuentes, donde se internaba en el bosque, era incluso encontrar larvas de salamandra. Bañarse en verano, en una de las pozas que mantenían agua a la sombra de los zarzales, rodeado de zapateros deslizándose sobre sus aguas o insectos nadadores de espalda remando vigorosamente con sus largas y peludas patas traseras. Marc, el hijo del ferretero, cazaba allí los pájaros cantores, que lloraban en su balcón, con trampas de pegamento. Cuando más tarde llevé a mi hijo a ese lugar apenas se observaban un par de lavanderas caminando gracilmente entre el agua encharcada y el plof de alguna rana verde al sumergirse en ellas. No vimos libélulas ni caballitos del diablo entre los cañizares y las colas de caballo que crecían en las orillas. Mi nieto no ha visto lavanderas ni ranas verdes, sólo unas aguas eutroficadas tomadas por las algas y aparentemente vacías. Un espacio moribundo, al cual van a dar el golpe de gracia, urbanizando la zona. Nadie lo lamenta porque el rincón, sin vida, no tiene valor alguno, más que para unos cuantos viejos nostálgicos que guardamos escenas de otros tiempos cuando todavía era posible ver alguna serpiente deslizándose en sus aguas, o zorros y tejones caminando de puntillas por su cuenca seca.

Cada extinción deja un vacío, siempre hay alguien que siente que le han arrancado un pedazo de vida. Fuimos, somos y seremos verdugos y víctimas. Hasta que al final no nos quede otro rol que el de víctima. Descubriremos vida en otros planetas, comprobaremos satisfechos que la vida es replicable en otros lugares y otras condiciones. Que su naturaleza y estructura puede reducirse a una visión mecanicista, que existe también un orden biológico en el Universo, que la evolución no es un proceso juguetón y caprichoso, que hemos sido capaces de entender sus secretos y domarlos para nuestro uso. Nos convenceremos de nuestros hallazgos, hipótesis y teorías, y del precio que tuvimos que pagar por ello: dejar de soñar con ellos. Quizás entonces comprendamos la pérdida, nuestra incapacidad de reproducir la diversidad infinita, porque nuestra mente no la abarca. El infinito se le escapará siempre, puede intuirse pero entenderse, por ello quizás lo simplificamos todo. Hasta el mundo que nos rodea, para controlarlo mejor, reduciendo sus variables a su mínima expresión. Sólo lo básico, lo útil permanecerá.




2 degustaciones:

el maquinista ciego dijo...

Pensé que había comentado aquí, pues lo leí varias veces e incluso lo compartí.
Una de mis mayores pesadillas ya es una realidad con cronómetro. Estamos en tiempo de descuento, y yo personalmente no soy de las que mantienen ninguna esperanza a este respecto...
Duele, y más que dolerá. Y no servirá de nada lamentarse, como siempre. Desde pequeña es algo que odio: alguien se está portando mal, al nivel que sea, es consciente, y después, cuando llegan las consecuencias, llora desconsolado. No lo soporto. Y así será esta vez también, aquellos que más (o menos) hacen, los que dejarán que todo se pudra, muera y resquebraje, serán también los que más alto alzarán su llanto.
El más triste cuento éste de la extinción... Pena que no seamos los humanos antes de que todo lo bello desaparezca de la faz de la tierra... Bueno, sí tengo una esperanza, la de la 'autorregulación' del planeta, que tarde o temprano se sacudirá y nos mandará al infierno, para después renacer una vez más. Ésa sí la conservo ;)

Bicos!

Aka dijo...

Así es Maquinista, el de la destrucción de la naturaleza, es de todos el más triste de todos los cuentos, porque lo engloba todo, y nos afecta a todos. No sólo en lo material sino en lo espiritual y cultural. Pero la sociedad, sobre todo aquellos con más responsabilidad, no parecen de momento estar muy interesados en resolver los problemas que llevan ya décadas proclamándose... como siempre, responderemos sólo cuando los efectos sean tan evidentes y nos afecten tanto, que muchas cosas ya serán irrecuperables. Quizás esa sea la triste realidad humana, que toda y nuestra capacidad de entender la naturaleza y poder predecir los acontecimientos, raramente respondemos hasta que los sentimos. Quizás tengamos una tendencia a ser conservadores, a extender lo "de siempre" hasta sus límites, aún a sabiendas que lo "de siempre" es perjudicial para nosotros. Pero como dices, queda la "esperanza" de que la vida no acaba con el hombre, y el día que éste sucumba, la naturaleza seguro su curso. La evolución seguirá con su sencillo pero eficaz algoritmo generando nueva diversidad, y transcurridos unos cuantos miles de años, el desastre desencadenado por el hombre será imperceptible, igual que lo son las causas que provocaron extinciones masivas en el pasado.

Besos