Llegada del invierno


Ha amanecido blanco. La ciudad despierta con su primer manto níveo depositado sobre sus calles y edificios, otros le irán sucediendo hasta el final del invierno; siempre ha sido así. Un estrato erigido con perseverancia a lo largo de la noche, ayer, cuando me asomé a la ventana antes de acostarme, no parecía existir nada más en el universo fuera del temporal. El resto, la ciudad completa, se había desvanecido, engullida por la ventisca de copos de nieve que zurcían la túnica con la que se ha desvelado al alba.
            Es domingo, el cielo, al igual que nuevo vestido urbano, está pálido, carente de color alguno, y poca gente habita las calles. Mirando a lo lejos uno descubre que el horizonte se ha disipado. Todo parece puro, prístino, cuando me decido a salir fuera. Dar los primeros pasos sobre la capa de nieve genera cierto vértigo, la sensación de violar una armonía de la que los humanos estamos excluidos. La nevada pinta momentáneamente el gris de la urbe, hasta que lleguen los vehículos quitanieves, los coches y el continuo pasar de los transeúntes y todo vuelva al plomizo color que corresponde a la ciudad. Al bajar al centro de Uppsala, en busca de la panadería, empiezo a descubrir las rodadas de los coches y las huellas, cada vez más numerosas, de los peatones. Allí, sólo los techos de las casas antiguas y las bicicletas, ancladas en el sustrato, conservan intacta su funda nívea. Los árboles, desprovistos de sus hojas semanas antes, se sacuden los copos con cada ráfaga de viento. Sus ramalazos permiten al frío traspasar la chaqueta. Lamento el error de no haberme puesto gorro alguno antes de dejar mi confortable apartamento. No existe el mal tiempo sino la ropa inadecuada, reza un dicho sueco. Uno de los tantos que tienen para conformarse con su insufrible meteorología.
            Prosigo bajo los fanales, todavía encendidos, que penden sobre el centro de la calle, en estas latitudes del mundo al día le cuesta más romper la lobreguez de la noche en invierno. Se mecen con el cable que los sustenta de un lado otro de la avenida. Chirrían cada vez que son zarandeadas. Los pocos viandantes con los que me cruzo, avanzan encorvados, quien sabe si para guarecerse de la ventisca o temerosos de que una farola caiga sobre ellos. También yo agacho la cabeza concentrándome en el rastro de sus huellas. Todas llevan a la misma dirección.
            Uppsala parece una ciudad pequeña a pesar de ser la cuarta en tamaño de Suecia; el centro, con sus casitas de madera de colores ocres, el río Fyris que fluye a mi derecha y la catedral de ladrillos al otro lado, un pequeño pueblo más bien. Entre semana estas calles están vivas, con gente entrando y saliendo de los locales, pero hoy es domingo, temprano, las tiendas todavía no han levantado sus persianas y las cafeterías siguen con sus puertas cerradas. Sus habitantes siguen durmiendo, o disfrutando su desayuno en  sus cocinas cálidas y acogedoras. El ronroneo del río y mis pies comprimiendo la nieve, magnifican la carga de silencio reinante en el paseo.
            Junto a la puerta de la galería, que cobija la panadería, hay sentada una muchacha joven y risueña de mejillas encendidas por el frío, que balanceándose sobre sus posaderas, agita un vaso a modo de cascabel haciendo sonar las pocas monedas que lo habitan. De su rostro enmarcado entre bufandas y coloridos pañuelos, de los que escapan mechones de cabello negro, emerge una sonrisa. Entre sus piernas cruzadas anida una fotografía en la que aparece ella rodeada por una pareja mayor y cuatro niños más de diferentes edades; en un canto del marco, la postal superpuesta de un santo que parece sobrevolarlos. Al pasar ante ella bajo avergonzado la mirada. Me maldigo por ello inmediatamente, he pasado ante la pobreza indiferente y me dirijo a la panadería. Los mendigos llegados del este, son desde hace tres años, un rompecabezas disperso por las esquinas de la ciudad asentados en todos los puntos con afluencia de gente. Son individuos que impiden la acomodación, lo establecido, que viven al margen del sistema pero que al mismo tiempo representan perfectamente al sistema. Por eso resultan molestos, porque es fácil achacar en ellos las características negativas, los miedos, las culpas, las vergüenzas que nos pertenecen pero no queremos aceptar. Los desamparados que arruinan el orden preestablecido. El mundo los excluye y se rebelan haciéndose presentes. Dejándose ver. Su disposición en los lugares emblemáticos de la urbe constituye un cantar silencioso que se dibuja por las calles. Una melopea social que viene una y otra vez, a recordar, a denunciar el sufrimiento del cuerpo.
            No hay nevada, manto suficiente, que esconda esa realidad. El níveo paisaje del invierno no hace más que ensalzar su realidad.   

6 degustaciones:

Carmela dijo...

Aka, qué alegría leerte!!! Cuanto tiempo sin saber de ti.
Hermoso, aunque frío, el paseo que hemos dado hasta la panadería. He sentido el fresco traspasando el chaquetón y la nariz congeladita jajaja
Qué cierto es lo que dices, ellos, representan perfectamente al sistema, desde sus límites, lo representan en todo su mismo centro. Estamos más cómodos cuando no los vemos, cuando ignorarlos nos hace sentir menos culpables. Cruzamos la acera para no tener que pasar por delante de ellos y respiramos aliviados cuando no nos encontramos con sus ojos de frente. Con esa mirada que nos mira y nos hace ver en ella, la falta de humanidad que nos envuelve día a día. Ojalá pongamos fin a esto, ojalá seamos capaces de reaccionar a tiempo.

Muchos besos Aka y de nuevo decirte que me alegro mucho de saber de ti.

Aka dijo...

Muchos besos de vuelta Carmela, y muchas gracias por pasar siempre por aquí aunque el rincón lo tenga totalmente descuidado. Siempre es agradable ver que alguien lo ha leído y se ha detenido a dejar un pequeño comentario.

Espero que sigas disfrutando de tus paseos versados por la playa, cuanto lo echo de menos, especialmente en esta época del año cuando las diferencias entre el Mediterráneo y el Báltico se hacen más evidentes.

çç dijo...

Hola aka querido!! También yo me sentí llevado por el tránsito y mecido por el entorno. ¿Y qué decir de esa, esas realidades, esas personas con nombre….? ¿Pero en algún caso “sentirnos culpables” acostumbrarnos a un “sanción emocional” colmada en la costumbre de un sistema representativo…? No debería ser, y seguro no difieres mucho de lo que digo.

¡Qué bueno saberte aovillado aún por esos lares!!
Un cálido y hermano abrazo!!!

Aka dijo...

Querido Rider, ¡qué sorpresa más agradable leerte por aquí! Sin duda no debería ser así, pero resulta increíble que el sistema representativo siga a día de hoy inmutable, prácticamente tal y como se concibió hace 200 años mientras que el resto de la ciencia, la sociedad ha cambiado tanto. El sistema dominante actual de la democracia usa el mismo discurso del miedo que otros sistemas: o democracia o el caos, incluso cuando se admite "la democracia no es un sistema perfecto pero el mejor que tenemos". A pesar de ello no se yo de ningún país que intente introducir cambios para que la democracia acabe siendo una "dictadura" de la mayoría que puede atropellar a las minorías cuando las cosas se ponen un poco feas para la mayoría, el Brexit, Trump y el crecimiento de muchos movimientos extremistas de derechas en Europa vuelven a demostrar la debilidad de la democracia y el riesgo que el sistema supone para las minorías que nunca pueden verse representadas...

En fin, de momento seguiré una temporada por estos lares fríos tras un periodo de idas y venidas, luego a saber dónde.
¡¡Un abrazo enorme!!

el maquinista ciego dijo...

¡Cómo me alegro de leerte Aka!
Un relato tan crudo como hermosamente contado. Qué triste que todos sepamos bien de qué hablas, esa vergüenza por bajar la mirada y no ser capaces de frenar la inercia de esta vida que llevamos. El derrumbe de este sistema es inevitable, aunque no tengo que vaya a suceder antes 'por fuera' de lo que corre y corroe por dentro a todos los que nos sentimos sus prisioneros. Como bien dice Carmela, los que están en el límite pasan precisamente por eso a colocarse en el centro.
A veces quiero creer que mi granito de arena ayuda, otras simplemente me hiela hasta la médula la certeza de que no, de que o viene una avalancha que arrase todo o nada cambiará para mejor...

En cualquier caso, disfruta esos lares fríos mientras no cambies de latitudes. Cuando quieras un paseo Atlántico, no dudes que casas por aquí no te han de faltar ;)

Abrazo grande!!

Aka dijo...

Ay, maquinista, que felicidad que tu tren siga circulando por aquí a pesar de que all apeadero le han crecido todo tipo de arbustos y "malas" hierbas (que poco me gusta esta expresión, pero otras como hierbajos aún suenan más despectivas y una buena representación de nuestra relación con la naturaleza, al igual que alimaña, bestia, sabandija, etc...). También quiero creer en los granitos de arena, en el poder erosivo de las pequeñas acciones, pero en mis sueños más oscuros deseo el día en que la avalancha se lo lleve todo consigo... quizás es la única manera en que nuestra especie sabe avanzar, no a través de una evolución continúa, sino de revoluciones puntuales, con el horror humano que estas suelen acompañarse.

Un abrazo bien grande y muchas gracias por la invitación, la tendré en cuenta si el viento me arrastra hacia el Atlántico.