Un hombre se quita el abrigo, se lo pone doblado en el brazo y pide un café bien cargado. Mirjam, un café largo bien cargado, ordena la mujer que lo atiende, Mirjam, con las manos un poco temblorosas, ya había empezado a prepararlo. Es su primera semana de trabajo. El estruendo del molinillo de café se adueña del local por unos instantes. Cualquier otro sonido se vuelve inaudible. En aquel rincón del mercado, es el aroma del moca, combinado con las fragancias afrutadas y florales del cacao, y el intenso dulce de las almendras con azúcar del mazapán cocidas al horno, los que predominan; pero un poco más adelante esos estimulantes olores son sustituidos por los efluvios más agresivos, rancios, agrios y sulfurosos, que escapan de la quesería.
Son las once y media de la mañana
del sábado, y un buen número de clientes aguardan su turno para comprar, la
especial selección de quesos duros de Västerbotten y los quesos de suero
caramelizados de Jämtland que suelen incorporarse en las comidas de Navidad. La
proximidad de estas fechas, sin duda contribuyen, a que hoy, el mercado esté
más concurrido que otros fines de semana.
Pero aún y así, todo y el gentío, la
visita al mercado de Saluhallen no resulta una experiencia ruidosa y
alborotadora, tal y como sucede en
mercados de otros países, sino que todo parece regirse por un orden y
unas reglas sociales no escritas. La gente coge número en las máquinas
expendedoras y aguarda pacientemente su turno. Los que no van solos hablar
entre ellos, pero nunca elevan la voz, y nunca se comunican con un desconocido.
Eso implica perturbar la intimidad del otro, y pocas cosas hay más sagradas en
esta sociedad, que ha dejado de lado los cultos religiosos por el culto al
individuo, que el respeto a la individualidad, aunque ello lleve a su
aislamiento. Desde la quesería puede escucharse el vapor de la máquina de expressos de la cafetería donde trabaja
Mirjam, y si se agudiza el oído hasta los sorbidos que el hombre, chaqueta en
mano, hace a su taza de café aunque éste está hirviendo. Como si el frío que
arrastraba del exterior le impidiese sentir el calor.
El silencio entre compradores es
evidente en la pescadería, allí lo que más se oye son los golpes secos de los
cuchillos de las vendedoras contra las tablas preparando las comandas. Entre
zas-zas y tac-tacs, un hombre mayor, identificado como Björn en su mandil,
atiende las demandas de los clientes. Es un pescador retirado oriundo de
Gotemburgo, con la voz ronca, un graznido de cuervo, y un brillo esmeralda en
sus ojos, que parecen reflejan un mar triste en el cual muchos marineros se han
ahogado. Ahora, amarrado a tierra en Uppsala, esboza una sonrisa, o amago de
sonrisa en una de las comisuras de sus labios, cada vez que se dirige a
alguien.
El surströmming, los arenques del Báltico fermentados caseros y el
salmón curado son los productos predilectos, pero el pequeño puesto es también
de los pocos donde es posible proveerse
de pescado fresco. Su escaparate exhibe filetes rojizos y blancos bien
alineados, junto al vibrante chisporroteo de los focos que danza sobre las
escamas de pescados y el nácar de brillo iridiscente de almejas, ostras y
mejillones. Entre los cuerpos que reposan sobre el hielo hay esparcidas rodajas
de limón y ramos de perejil, así como pequeñas cuencos de vinagre, con la
intención de reducir el olor fuerte propio del pescado. En un rincón destacan
los pescados de agua dulce y su característico desagradable aroma a fango,
mezclado con los olores fuertes, casi metálicos, de la hierba recién segada. En
otro, predominan las truchas, arenques y caballas ahumadas, propias de las
tierras del norte. Con sus cuerpos ennegrecidos e irreconocibles, sus ojos
fijos parecen mirar hasta el improperio a los compradores por su suerte.
La pescadería y la quesería son los
puestos propiamente suecos, donde es posible hacerse una idea de los productos
locales, el resto del pequeño mercado lo ocupa una tienda de delicatesen italianas, regida por una
pareja de refugiados iraníes llegados a mediados de los ochenta; un comercio de
caramelos y otros dulces, de propietarios norteamericanos; y un establecimiento
que actúa de bar y restaurante ofreciendo menús de mediodía, cuyo dueño es un emigrante
griego llegado en la década de los sesenta. Fui el primer griego de Uppsala, el
original, le gusta repetir cuando se le pregunta por su origen. Su rostro es un
campo arado por el tiempo y las noches interminables de cuando trabajaba de DJ
en los clubes de Uppsala y Estocolmo. Locales entonces controlados por yugoslavos,
hasta que sus mafias fueron desmanteladas en los noventa, al mismo tiempo que
se desintegraba su país allí lejos en los Balcanes.
Enfrente de su reducido bar, junto a
una de las puertas de entrada del edificio, existe otro establecimiento aún más
pequeño, apenas una barra de cara a una cocina donde se sirve sushi y arroces
fritos. Densas nubes de humo blanco siguen al fogonazo que provoca el cocinero al
arroja las verduras al wok sobrecalentado. El penetrante aroma de los vegetales
salteados en salsa de soja asalta a aquellos que acceden al mercado por esa
puerta. Como sucede en los otros numerosos establecimientos de sushi de la
ciudad, la mujer de rasgos asiáticos no es japonesa sino tailandesa. Tailandia
es el destino exótico predilecto de los suecos, un oasis de eterno verano, al
cual se evaden temporalmente de sus duraderos inviernos nórdicos las familias,
y al que acuden hombres solteros en busca de pareja. Práctica especialmente común
en el despoblado norte, donde las chicas abandonan la región para estudiar en
las universidades del sur y a la que nunca regresan, mientras que los chicos
continúan en el negocio de la madera o la minería. El cocinero y marido de la
tailandesa del diminuto restaurante de Saluhallen es uno más de esos norteños
que en su día conoció a su mujer en unas vacaciones. Sexo y compañía a cambio
de seguridad económica. Una más de las transacciones de este mundo globalizado.
Quien dijo que el amor no podía comprarse seguramente no era pobre.
3 degustaciones:
He paseado, entre tus letra, por ese Mercado, me han llegado los olores de los quesos, del pescado a pesar de las rodajas de limón y los ramitos de perejil, y hasta he visto entre humo blanco la mirada perdida y ausente de aquella pequeña mujer que quiso asegurar su futuro hipotecando su vida.
Un beso, Aka.
Me alegro de haber conseguido transmitirte con las palabras el ambiente del mercado. Gracias, como siempre, por la visita, Carmela.
Besos
Los mercados son uno de los mayores placeres para los sentidos del mundo. La verdad, me cuesta imaginar uno tan quedo, en silencio, sin roce ni charla casual ni sonrisa... curioso este mercado tuyo.
El olfato es algo muy poderoso, me hace amar ciertos lugares y huír sin remedio de otros tantos, por eso mismo me parece tan difícil describir los olores, y tú lo haces increíblemente bien. Amén de los retazos que capturas y pintas de las vidas, sin juicio, sólo observación.
Un paseo estupendo, muchas gracias Aka ;)
Abrazo grande.
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