El pasaje


Otro episodio de fluctuaciones del estadio cognitivo. Una vez más, me encuentro bajo el techo colmado de conductos y tuberías. Se pierden en la oscuridad del corredor largo y angosto. A unos metros, un único punto de luz fría, de una lámpara de pared. Un pasillo familiar, tantas veces andado. Poblado de palabras en una lengua extranjera. Empiezo a caminar por la galería guiado por las cañerías. Moriré escoltado por éstademencia senil. Como mi abuelo paterno. Se extinguió sin que nadie se despidiese de él. ¿Quién lo iba a hacer con tanta antelación? Cuando ya era evidente, ya no estaba presente. Ausentes sus recuerdos. Ausente su vida. Ausentes nosotros, su mujer, su hijo. Había dejado de existir meses antes. No nos despedimos. Tampoco lo hice de mi abuelo materno. Por cobardía. No tuve el valor de aceptar lo eminente, ni de cogerle la mano y decirle cuanto le quería. A otras se lo dije demasiado, las amé excesivamente. ¿Es eso posible? No las amaba tanto. Creí que las recordaría siempre, pero no fue así. Las confundo. Recuerdo lugares, escenografías y circunstancias, pero no sus rostros. No a ellas. Las caras, las personas dejaron de ser importantes. Las olvidé hace tiempo. Mucho antes de aliarme con la demencia para raspar mis memorias.  

Sigo avanzando, la luz ha quedado atrás. Los conductos emiten sonidos extraños, orgánicos. Mi sombra me ha adelantado. Me huye en la negrura de la galería. Como la vida, borrada a pinceladas blancas que ciegan mis recuerdos. En la penumbra unos senos y una cintura a la que abrazaba cada noche. Un amor parido antes de tiempo, muerto antes de nacer. Silencioso como la noche de primavera que pasé esperándote. Aquel día el teléfono enmudeció para siempre. Se quedó sin voz, al igual que nuestro hijo. Encapsulado en círculos concéntricos de incomprensión hasta que con el tiempo se esfumó, y calló para siempre. Una familia muda, marcada por los genes dominantes de la omisión de sentimientos. He llegado hasta aquí solo.

Cada vez hace más calor en este inagotable corredor. Soy un lastre para mis exhaustas piernas. Me detengo a descansar. La pared está húmeda. Rezuma líquido de las cañerías. Está tibio, como el viento en verano. Las orejas de nuestro perro ondulan al viento. Vuelvo a tener quince años y mis piernas pueden seguirlo a la carrera. El resoplido del gato lo obliga a esconderse. Donde siempre, bajo la mesa de la cocina, entre las piernas colgantes de mis hermanas pequeñas. Sudo mucho. El pasillo se dilata y contrae, el suelo y sus paredes se mueven con un ritmo sinusoidal. Mis hermanas hacen temblar el suelo. Corren gritando por toda la cocina. El gato se escabulle despavorido. Mi abuela siempre consigue tranquilizarlas. Todos se rinden a su sonrisa. Un último trazo de reminiscencia. La oscuridad agota mis ojos. Los párpados pesan, caigo al suelo. Me acurruco. La ceguera extirpa los recuerdos. Me vacío. El corredor me engulle y me zarandea. Unas manos tiran suavemente de mí. ¿Y mis padres?¿No los recuerdo? Gimoteo. Lloro.
-Es un niño- informa satisfecha la matrona a los padres.
Nazco un 21 de octubre.





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