Zorros domesticados (3)



En la colina, de espaldas al pueblo se ensimismaba con las flores que crecían como fogonazos entre la hierba mojada, así como con las espigas cargadas de cereales que cimbreaban con el viento. También zumbaban los cables de tensión que bajaban de las montañas hasta el pueblo, entre los cuales planeaban unas urracas peripuestas. Ya nunca miraba hacia abajo, a los edificios y la carretera, prefería ignorar esa realidad para centrar su vista en los campos y montes. Miraba las cabras sobre el pasto mascar los tallos tiernos. Las había blancas y las había negras, mientras las primeras desprendían un aire noble al masticar, las segundas deambulaban entre las otras con el aspecto de las viudas. 

Su madre se había vestido con esas pieles sombrías desde la muerte del padre y no acababa de entenderlo. Sentía que las cosas habían vuelto a su cauce natural, que al fin, él y su madre podían recuperar el instinto animal propio de su especie. Que la suya era una naturaleza solitaria. De madre y cachorro. Los dos solos. En su guarida. Bajo tierra. No necesitaban a nadie más, no había espacio para nadie más, la madriguera cuanto más estrecha y angosta mejor. Así era más cálida. No entraba el viento ni su sonido, ni las voces de los otros chicos: «Tu madre es una zorra».

«Tu madre es una zorra», le gritaban con frecuencia, o le perseguían por el recreo y las calles ladrando. «Guau guau Quimet, guau guau. Vamos. Habla, dinos algo… guau guau, ¿no es así como habláis en casa?» Los zorros no ladran, él lo sabía pero nunca se lo decía a los otros. Callaba. Igual que había dejado de llorar de pequeño cuando su madre no podía darle el pecho. Los que ladran son los perros, se decía, los cuchos, los podencos callejeros, animales que habían dejado de ser animales, animales que habían aceptado la domesticación. Él no. 

Los perros dependían de otros, de una mano que les diese de comer, eran dóciles por necesidad. Él no. Como cachorro de zorro ni lamía manos, no movía la cola, ni mucho menos se mostraba ansioso o deseoso de establecer contacto con los humanos. No los necesitaban. A ninguno de ellos. «Guau guau Quimet, guau guau». Nunca se dejaría domesticar. Los humanos nunca habían conseguido seleccionar zorros dóciles y serviciales, eran cazadores solitarios que se movían en la penumbra. Nunca, se repetía, desconociendo que seis años antes, lejos, muy lejos, en un aislado centro siberiano de Novosibirsk, el genetista soviético Dmitry Konstantinovich Belyaev había empezado el experimento que ocuparía sus próximos y últimos veintiséis años de vida: conseguir domesticar zorros plateados siberianos. «Guau guau Quimet, guau guau».




«¿No eres muy hablador, verdad?», la voz de la chica era vibrante, revoltosa, del color verde de la hierba con un áurea de amarillo limón. Quim negó con Ia cabeza. En completo silencio. Sólo la naturaleza hablaba. Nunca antes había subido a la colina acompañado. Aquel había sido siempre su sitio. Suyo. Único. Y ahora estaba ella, ese rostro vivaz que albergaba un almendro en sus ojos y dos pequeños limones bajo su camisa. Se tumbaron juntos, de espaldas sobre un terreno pelado color caldera. Quim miraba el cielo, su cabeza estaba llena de mapas de viento, pero ninguno orientado. Otros días se embobaba cazando estelas de aviones pero aquel día toda su atención se apiñaba alrededor de la piel de aquella chica. Era suave, pintada en tiza blanca, como seguro lo eran aquellas dos pequeñas turgencias bajo la ropa que le obsesionaban. «¿Te gustaría tocarlas?» Bajo la camisa aparecieron unos senos lechosos de pezones rosados, como limones de piel tersa, brillante y sedosa. Algo se agitó, tomando forma por debajo de los pantalones de él. Adivinó que dentro suyo vivía una cosa aún más indomesticable. Algo que había despertado. 

«Tengo sed, te dejo tocarlas, si antes me traes algo de beber», la muchacha dirigió la vista hacia las cabras, las blancas y las negras, que mascaban impasibles una hierba cada día más seca. Sin apenas dudarlo, Quim se dirigió hacia los animales. Agarró a una de ellas por sus nalgas, se tumbó bajo ella hasta que sus dos grandes ubres quedaron al alcance de su boca y metió uno de los enormes pezones entre sus labios. Sintió una pequeña descarga eléctrica sobre los mismos e inmediatamente su boca se llenó del sabor de los campos de amapolas y margaritas, dulce y tibio. Se llenó la boca con aquella cosa endurecida entre sus piernas agitándose, cada vez con mayor virulencia, como un pez atrapado en la red, una excitación más allá de su voluntad. Dejó ir a la cabra y miró a la chica con la boca sellada, llena. «¡Lo has hecho, lo has hecho! ¡Qué asco! No me lo puedo creer». Salió corriendo colina abajo, entre risas y gritos de «qué asco». Quim se quedó allí, sólo, con la boca llena de amapolas y margaritas, y la verga rígida. 



Zorros domesticados (2)



Una tarde, al salir de la escuela, se acercó hasta la puerta tras la cual trabajaba su madre. «No puedes entrar ahora, precioso», dijo un mujer faro desde el fondo del pasillo. Su figura estaba recortada por diferentes sombras descubriéndose apenas una pierna sobre el pedestal de un tacón alto y un pequeño punto de luz rojo intenso como el pelaje de las zorras en invierno. El punto desapareció. Dio lugar a una espesa fumarada blanca que trazaba diminutas turbulencias. La bocanada ascendía con calma. Pausada, como la voz de la mujer: «Ven para acá precioso, tu madre acabará pronto». Se acercó tímido, como si entrase gateando en una madriguera que no fuese la de su madre. Uno nunca sabe lo que puede encontrarse; todo tipo de bestias hacen de los túneles su guarida. Después de todo, la vida muchas veces es más apacible y llevadera bajo tierra que en la superficie, incluso para las bestias, o mejor dicho, especialmente para las bestias. «Vamos, precioso, no voy a morderte». 

De cerca fue descubriéndose la silueta. Estaba sentada en un silla. A sus ojos los asediaban unas ojeras, los laberintos de piel de una sonámbula, que parecían haber escrito una nota de suicidio. El cigarrillo volvió a los labios excesivamente encerados. Un golpecito sobre las piernas, un «venga, sube», y Quim apareció sobre sus rodillas con su cara junto a los pechos, no especialmente grandes pero firmes, duros, unos que conservaban su forma bajo la blusa, no como los de su madre, caídos, esculpidos en arenisca. Desprendía el mismo olor dulzón mezclado con tabaco de su madre. Mientras una mano sostenía el cigarro, la otra se dejó caer sobre las piernas de Quim. Acariciándolas. Subía y se colaba entre ellas como un animal curioso, husmeando, fisgoneando –«¿Qué tenemos aquí?»–, en aquella cosa flácida que escondía entre ellas. El de Quim era un pene pequeño y blando, nada que ver con aquellos falos grandes y erectos que había visto, años atrás, desfilar por el cuarto de su madre. «¿No te gusta ni un poquito? Vamos, precioso, eso no puede ser, el cuerpo es deseo desde que naces hasta que te mueres». 

Aquella mujer todavía no había entendido que Quim, Joaquim Blanch, había nacido enterrado. Que aquel cuerpo que estaba apunto de escurrirse dentro de sus protuberantes pechos no era un cuerpo para estar vivo, sino uno para esconderse en madrigueras bajo tierra. Que no siempre adoptaba la forma de cachorro de zorra sino que a veces podía ser un conejo asustado, o un jabato aterrado, un cachorro imprevisible. «No pareces hijo de tu padre, a ese, con lo que le gusta colgarse de los pezones ajenos, cualquier día de estos lo van a encontrar ahorcado de uno de ellos. Vamos, baja, vete, que tu madre ya debe estar acabando». 



El padre no acabó ahorcado sino trinchado. Fue el día de Nochebuena, al acabar la plegaria de la Misa de Gallo, aún repicaban las campanas cuando el asesino saltó sobre él. La hoja del cuchillo dejó de lanzar esquirlas al cielo unas horas antes para derramar una mancha carmesí. Fue entre los camiones donde se vació el corazón del padre y su sombra se hizo transparente, mientras el asesino, tenso, se escuchaba a sí mismo. Escuchaba como se reanudaba su respiración. Oía a su cuerpo rehacerse pieza a pieza. Oía calmarse lentamente la sangre de sus venas y calmarse la tormenta. Detuvo los vientos de la duda y el desatino que se habían apoderado de él y desapareció. 

Poco después llegó la policía con sus luces y el alboroto propio de las jaurías de perros, se llevó el cuerpo e hizo preguntas. Los lebreles de la policía buscaron por los alrededores, la gente los oía hablar entre ellos a lo lejos, pero nadie se acercaba a ellos. Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie se explicaba lo sucedido. Siempre es igual. Hay cosas que no cambian. Tampoco la policía. Archivaron el caso, lo olvidaron. Todo el mundo sabe que se requiere de una jauría grande para dar caza a un zorro. No estaban dispuestos a invertir tanto esfuerzo. Tampoco nadie iba a exigirles nada. Aquellas cosas pasaban en el pueblo fronterizo. Las fronteras tan nítidas desde la distancia allí se hacían difusas. Las fronteras inventadas parecen nítidas, perfectamente delineadas sobre un mapa, aunque las fronteras reales sean difusas, tanto las geográficas como las individuales. Todas ellas inventadas. Como las éticas. La ética no son más que fronteras nítidas de ideales acordadas para acotar las difusas fronteras reales, pero la realidad siempre acaba imponiéndose. En el pueblo todo era difuso, de tan real, el mundo se hacía irreal. Todo era posible. Así lo creyó Quim aquella noche, la de la muerte de su padre, pensó que aunque el sol siempre había salido por el este, al alba podría salir por el oeste, por el sur e incluso por el norte.



Zorros domesticados (1)


Ayer murió Joaquim Blanch. Nadie acudió a su entierro porque al igual que muchos de nosotros, Joaquim nació enterrado. Al nacer lloró para hacerse oír, pero pronto dejó de llorar, pues para llorar se necesita tener un cuerpo y los pechos de su madre parecían hechos de arena, secos, como el sexo de su padre cuando llegaba tarde a casa. 

Al padre le gustaba ser acunado por otras rodillas que no fuesen las de su mujer. Habitar otros pechos hasta secarlos. Como había hecho con los de la madre, un alma de pies doloridos y boca harinosa, que caminaba cada noche con pasos lentos. Años atrás la tiranía de su belleza la había convertido en un utensilio para su marido. Un instrumento que había puesto al alcance de otros por un módico precio. Con el tiempo y el uso el aparato pasó a ser un bártulo. Un chisme de andar silencioso que paseaba su cuerpo transparente por las calles sin porvenir ni presente. Era un pretérito desvaneciéndose.

Joaquín, al que redujeron inmediatamente a Quim, aprendió el mutismo de su madre y a chupar guijarros para engañar la sed y el hambre, sólo la muerte lo empujaba hacia la vida. ¿Conocéis alguna otra razón para vivir? ¿Un deseo mayor que el de supervivencia? Lejos. O cerca. En cualquier lugar donde busquéis escucharéis siempre las mismas preguntas y las mismas plegarias. Los sueños de los humanos que ascienden por aquí y allá, por todas partes, son todos diferentes, pero luchando entre sí todos aspiran a lo mismo: al futuro, a la obsesiva búsqueda de lo desconocido.

En aquel pueblo de fronteras, las aspiraciones eran las mismas, pero las caravanas de camioneros que lo cruzaban determinaban el futuro de parte de sus habitantes.

Con los años a Quim le gustaba pasear lejos del pueblo al salir de la escuela, subir a la colina para evitar el relumbrar desnudo del alma de su madre. La villa estaba llena de mujeres de luz como ella, todas ellas dispuestas en esquinas y calles que, como lámparas de harina, dibujaban el vecindario con una constelación. Eran contornos de luz ínfimos agazapados en las sombras. Sus ojos eran vistos porque miraban, porque llevaban a puertas que se abrían para cerrarse. Guiaban a los hombres hacia sus vidas de cristal sucio entre sábanas supuestamente limpias. Habían hecho de sus cuerpos frutos suicidas. Antes de aprender a andar Quim había acompañado las noches de su madre en las que ella ofrecía la flor descompuesta de su pubis. Había presenciado en su habitación un desfile de falos, con glandes de diferentes formas y colores, con y sin prepucio. El espacio olía a los besos de la madre, a labios encerados, a mejillas sonrojadas, a vientos estáticos, a canciones en el tocadiscos, a diales de radio, a lenguas que se lamían las cicatrices, a veces a café, a café sin azúcar y a la mentira que decía que todo iba a cambiar.  

Pero nunca cambiaba. Nada cambiaba allí. Algo mayor, desde la colina circundante, Quim observaba la horda de camiones que asaltaba el pueblo cada día. Veía todos esos enormes vehículos detenidos, ballenas varadas en la playa, e imaginaba. Imaginaba a esos hombres llegados del norte, del sur, del este y del oeste garbeando sus ahorros ante las mujeres faro del pueblo. Y como el cuerpo, la carne, se fraccionaba en tiempos: una hora, media hora, un cuarto de hora. Más dinero más minutos. Y el intercambio de mano a mano tantas veces presenciado, de la de un hombre desconocido a la de su madre, de la de su madre a la de su padre, de la de su padre a otra mujer que no era su madre.

«Tu madre es una zorra», le gritaban otros niños, y él pensaba que sí, que era verdad, y caminando hacia el bosque se metía gateando en una madriguera excavada, arrastrándose hasta el fondo, recostaba la cabeza sobre la cola encendida de su madre y se quedaba dormido. Acurrucado. Sosegado. Acunado por el leve balanceo del pecho de ella que se hinchaba y se desinflaba. Él recogía hierba para hacer un lecho para ella, ella iba enterrando bayas y otros alimentos. Los proveía con insectos, ratoncitos de campo, pajaritos con el pescuezo retorcido y algún que otro topo despistado que se colaba en su guarida subterránea. 

Desde la colina contemplaba los dos mundos: el bosque que se desplegaba en las montañas, más allá de los campos de trigo entre cables de cobre, y el pueblo desparramado por el valle. El primero generaba penumbras, el segundo había sido creado para originar contrastes. Espacios urbanos de blanco y negro, de sol y sombra, sin lugares intermedios. Todo trazado con líneas. La mayor de ellas: la carretera. Siempre la carretera. Esa vena y artería que conducía los camiones hasta el pueblo y de allí al resto del mundo. Desde esa posición privilegiada le invadía la incertidumbre sobre su naturaleza. Él sentía que era algo, una cosa, pero su estatus andaba indefinido, se debatía entre el compromiso de ser vivo en la naturaleza, lejos del pueblo, o ser cadáver. Al final siempre volvía al origen, y bajaba a enterrarse al pueblo.