Zorros domesticados (2)



Una tarde, al salir de la escuela, se acercó hasta la puerta tras la cual trabajaba su madre. «No puedes entrar ahora, precioso», dijo un mujer faro desde el fondo del pasillo. Su figura estaba recortada por diferentes sombras descubriéndose apenas una pierna sobre el pedestal de un tacón alto y un pequeño punto de luz rojo intenso como el pelaje de las zorras en invierno. El punto desapareció. Dio lugar a una espesa fumarada blanca que trazaba diminutas turbulencias. La bocanada ascendía con calma. Pausada, como la voz de la mujer: «Ven para acá precioso, tu madre acabará pronto». Se acercó tímido, como si entrase gateando en una madriguera que no fuese la de su madre. Uno nunca sabe lo que puede encontrarse; todo tipo de bestias hacen de los túneles su guarida. Después de todo, la vida muchas veces es más apacible y llevadera bajo tierra que en la superficie, incluso para las bestias, o mejor dicho, especialmente para las bestias. «Vamos, precioso, no voy a morderte». 

De cerca fue descubriéndose la silueta. Estaba sentada en un silla. A sus ojos los asediaban unas ojeras, los laberintos de piel de una sonámbula, que parecían haber escrito una nota de suicidio. El cigarrillo volvió a los labios excesivamente encerados. Un golpecito sobre las piernas, un «venga, sube», y Quim apareció sobre sus rodillas con su cara junto a los pechos, no especialmente grandes pero firmes, duros, unos que conservaban su forma bajo la blusa, no como los de su madre, caídos, esculpidos en arenisca. Desprendía el mismo olor dulzón mezclado con tabaco de su madre. Mientras una mano sostenía el cigarro, la otra se dejó caer sobre las piernas de Quim. Acariciándolas. Subía y se colaba entre ellas como un animal curioso, husmeando, fisgoneando –«¿Qué tenemos aquí?»–, en aquella cosa flácida que escondía entre ellas. El de Quim era un pene pequeño y blando, nada que ver con aquellos falos grandes y erectos que había visto, años atrás, desfilar por el cuarto de su madre. «¿No te gusta ni un poquito? Vamos, precioso, eso no puede ser, el cuerpo es deseo desde que naces hasta que te mueres». 

Aquella mujer todavía no había entendido que Quim, Joaquim Blanch, había nacido enterrado. Que aquel cuerpo que estaba apunto de escurrirse dentro de sus protuberantes pechos no era un cuerpo para estar vivo, sino uno para esconderse en madrigueras bajo tierra. Que no siempre adoptaba la forma de cachorro de zorra sino que a veces podía ser un conejo asustado, o un jabato aterrado, un cachorro imprevisible. «No pareces hijo de tu padre, a ese, con lo que le gusta colgarse de los pezones ajenos, cualquier día de estos lo van a encontrar ahorcado de uno de ellos. Vamos, baja, vete, que tu madre ya debe estar acabando». 



El padre no acabó ahorcado sino trinchado. Fue el día de Nochebuena, al acabar la plegaria de la Misa de Gallo, aún repicaban las campanas cuando el asesino saltó sobre él. La hoja del cuchillo dejó de lanzar esquirlas al cielo unas horas antes para derramar una mancha carmesí. Fue entre los camiones donde se vació el corazón del padre y su sombra se hizo transparente, mientras el asesino, tenso, se escuchaba a sí mismo. Escuchaba como se reanudaba su respiración. Oía a su cuerpo rehacerse pieza a pieza. Oía calmarse lentamente la sangre de sus venas y calmarse la tormenta. Detuvo los vientos de la duda y el desatino que se habían apoderado de él y desapareció. 

Poco después llegó la policía con sus luces y el alboroto propio de las jaurías de perros, se llevó el cuerpo e hizo preguntas. Los lebreles de la policía buscaron por los alrededores, la gente los oía hablar entre ellos a lo lejos, pero nadie se acercaba a ellos. Nadie vio nada, nadie escuchó nada, nadie se explicaba lo sucedido. Siempre es igual. Hay cosas que no cambian. Tampoco la policía. Archivaron el caso, lo olvidaron. Todo el mundo sabe que se requiere de una jauría grande para dar caza a un zorro. No estaban dispuestos a invertir tanto esfuerzo. Tampoco nadie iba a exigirles nada. Aquellas cosas pasaban en el pueblo fronterizo. Las fronteras tan nítidas desde la distancia allí se hacían difusas. Las fronteras inventadas parecen nítidas, perfectamente delineadas sobre un mapa, aunque las fronteras reales sean difusas, tanto las geográficas como las individuales. Todas ellas inventadas. Como las éticas. La ética no son más que fronteras nítidas de ideales acordadas para acotar las difusas fronteras reales, pero la realidad siempre acaba imponiéndose. En el pueblo todo era difuso, de tan real, el mundo se hacía irreal. Todo era posible. Así lo creyó Quim aquella noche, la de la muerte de su padre, pensó que aunque el sol siempre había salido por el este, al alba podría salir por el oeste, por el sur e incluso por el norte.



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