Subía. Primero un pie, pausado, cachazudo, cansado, que se afianzó sobre el peldaño, luego el otro se levantó, frágil y tembloroso. Orquestaba el movimiento una rodilla rígida, enquistada por el tiempo, y una mano, de papel arrugado, que se sujetaba a la barandilla, que sube, o baja, en la entrada que lleva al tren de cercanías. El segundo pie seguía suspendido en el aire, aún no había sobrepasado a la pierna que le antecedía, cuando en un gesto minúsculo, la vista de la mujer, en una cabeza enclavada en una espalda que lastra demasiado pasado, se cruzó con la mía que descendía rápida por la boca de la estación.
Era una mirada que no veía. Se proyectaba.
Palpaba el vacío.
No tenía luz. Pero tampoco sombras.
Era algo ruidoso que llegaba desde el silencio.
Algo que no entiendo o entiendo demasiado.
La luz que ciega al salir de un túnel.
Un algo que parte del inconsciente buscando la conciencia.
Un algo que me busca para revelarse.
Que se ha revelado pero se ha desvanecido.
Un algo que al contenerlo todo no contiene nada.
Un algo de silencio que da paso al más estruendoso de los sonidos.
Un algo que no encuentro al otro lado de la ventanilla, donde los árboles se desenfocan y desaparecen.
Mi imagen se refleja en el cristal, pero no me devuelve lo que la mirada de esa mujer me ha transmitido. Temo que se pierda, como el sol se está perdiendo tras la cordillera. Una chispa y el cielo se apaga. Mudo. El mundo sigue sumido en el monótono traqueteo del convoy que avanza sobre la cicatriz dentada que lo guía.
Me bajo en la estación que me corresponde. Quizás debería seguir, ver donde me lleva la dejadez, pero los automatismos se imponen. Somos pocos, no llegamos a la decena los que abandonamos el ferrocarril y rápidamente nos dispersamos por la plaza de la estación en diferentes direcciones. Cojo el paseo que baja al centro al pueblo. Alguien está apilando las sillas de la terraza. Otro con el pie acaba de sellar la persiana de un comercio. Bajo por la calle solo. Hace bochorno, hay cierta neblina sobre los adoquines, perceptible en los tramos donde irradian las farolas. Un hombre viene a mi encuentro. Echa humo por nariz y boca. Una gasa de vaho embala su rostro hasta que estoy muy cerca. Es un hombre mayor, de aspecto modesto, que camina con la cabeza algo ladeada y fuma. Su cabello es blanco. Brilla bajo la luz del fanal público, como su piel blanca cubierta de póstulas rojas. Parece contemplar algo del exterior que nos envuelve, pero en realidad sus ojos lechosos miran al vacío. Percibo otra vez el vértigo. Siento un escalofrío y aparto la mirada de él. Por un instante he salido de mí mismo y me he visto como él me ve. Mientras estamos fundidos el uno con el otro, el viejo y yo, puedo entrever por un momento mi propio fin.
No sólo el mío.
Sino el fin.
Un destello sordo y la ceguera de nuevo.
Ese algo a la deriva en el oceano vacuo.
Desconozco quien guia mis pasos.
Intuyo que ese algo me está rondando.
Miro, pero no veo.
El hecho de no ver.
Lo que se busca no puede verse.
Me busca invisible para abandonarme.
Sabe que quiero capturarlo. Fijarlo.
Cartografiarlo. Poner coordenadas al infinito.
Escribirlo.
Porque los mapas se “leen” no se “ven”.
Construir con palabras una prótesis a la exhibición inagotable de la vida.
Pero ese algo que me permitiría combatir la memoria es escurridizo.
Me lleva de paseo para perderme.
Quizás para escucharlo.
Para ensordecerme con su ruido.
Me duermo al final hostigado por las sombras minúsculas que siempre se cobijan entre la cornea y la pupila. Nadan ante el diafragma circular. Le gritan pero la pupila es sorda. No escucha los secretos que le descubren. El cansancio me va venciendo. El pliegue de piel va cubriendo el esqueleto de mis ojos. Ahora las sombras son invisibles. Duermo.
Aquella misma tarde había quedado en la vermutería de la calle Bruniquer con Patricia. La elección no había sido aleatoria, posiblemente aquel diminuto local enquistado en una esquina, alejada de las calles centrales de Gracia tan concurridas por los turistas en cuanto caía la tarde, era de los pocos que había sobrevivido a las innumerables bajadas de persiana de un comercio vecinal para levantarse a los pocos días metamorfoseado en algo completamente diferente. Las mesas de la mayoría de los cafés y bodegas del barrio que compartimos en el pasado ya no existían, pero allí, entre algunas viejas barricas y ante la atenta mirada de una pequeña barra que no exhibía más que unos sencillos berberechos, anchoas, boquerones en vinagre, aceitunas y navajas, perduraba una de las mesas de mármol empotrada contra el rincón del local donde tantas veces nos habíamos reunido años atrás. Cuando llegué, ella ya estaba dentro, encajada entre las dos paredes que constituían el recodo donde la había visto por última vez casi tres años atrás. Me alegré de verla. Andaba ensimismada en una libreta que solo logré descubrir una vez que llamé su atención y levantó la cabeza, las páginas aparecieron entonces reposando sobre el mármol de entre su larga melena ondulada. Cuando todavía nos estábamos haciendo las preguntas de rigor, propias de quienes llevan una larga temporada sin verse, la dueña del local, con su ajuar característico de un delantal y unas zapatillas a cuadros de andar por casa, nos interrumpió para preguntarnos que deseábamos.
–Yo tomaré un vermut –respondió Patricia sin dudar.
–¿Con sifón?
–Si, por favor.
–Y, ¿usted?
–Pues, yo creo que me decantaré por una cerveza –contesté.
–¿De barril?
–No, de botella, una mediana. Sin vaso.
–¿Alguna cosa más?
–Una de patatas de bolsa –añadió Patricia.
–Vale. Un vermut con sifón, una mediana y unas patatas. Ahora os lo traigo.
En cuanto la mujer se dirigió a la barra, Patricia opinó sobre mi elección.
–Deberías haber pedido un vermut.
–¿Por qué?
–Porque estamos en una vermutería, cerveza puedes tomar en cualquier sitio. Un buen vermut no es tan fácil de encontrar.
–Pero a estas horas de la tarde no me apetece un vermut, al mediodía quizás, pero ahora me apetece más una cerveza.
–¿Ni aunque sea para acompañarme? El vermut no se puede beber sólo, debe hacerse en compañía.
–¿No había escuchado eso nunca? Te lo inventas. Me he tomado muchos vermuts.
–Tu, porque eres un animal poco social. Ya te digo yo, que lo normal es compartirlo. Tu experiencia no cuenta, porque tu comportamiento nunca ha destacado por ser “normal”.
–Gracias. Creo que me tomaré eso como un cumplido –la propietaria volvió junto a nosotros. Interrumpió la conversación el sonido agudo, casi metálico, del vaso de vermut y el botellín de cerveza al percutir contra el mármol. El del sifón fue un sonido más ronco, pesado, en contraste con la brillantez del platito blanco que acogía a las patatas fritas que habían sido rociadas con una salsa picante que les confería unas motas anaranjadas.
–¿Está todo bien? –inquirió la dueña antes de retirarse.
–Todo bien –confirmó Patricia– O, ¿quieres alguna cosa más?
–Esta todo bien. Perfecto –corroboré a la mujer que dicho eso, se alejó como había venido, silenciosa, con pasos cortos y arrastrados, como si fuese así limpiando el suelo con las zapatillas.
No tardó en ocupar su posición tras la barra, donde apenas asomaba su cabeza. Por encima de la misma, unas estanterías saturadas de botellas de vermut de color indefinido por el polvo acumulado, y sifones enfundados en sus mallas de coloridos plásticos. A sus espaldas, contorsionándose junto a la barra unos refrigeradores de madera adheridos a la pared, con portezuelas a diferentes niveles. Al otro lado de la barra un hombre de poblada barba grisácea agotaba una cerveza, pinchaba un berberecho, pasaba de página el periódico, atendía a lo que decían en la televisión suspendida sobre la puerta y daba conversación a la dueña. Todo al mismo tiempo. Una pareja de vecinos, que debían rondar los sesenta años, sentados bajo el monitor, triangulaban la cháchara con la mujer tras la barra y el barbudo multitarea. Eran unos asiduos en la bodega. Que los identificara como tal, revelaba que también yo lo era. O estaba en el proceso de serlo.
–Así, ¿has decidido asentarte aquí una temporada? –preguntó mientras se hacía con una de las crujientes tentaciones.
–Eso creo. No lo tengo claro. Bueno, ya sabes, me conoces. Pero digamos que sí. La idea de momento es quedarme unos meses por aquí, al menos lo que dure el verano y luego ya se verá.
–Qué bien, así tendremos ocasión de vernos más veces y sin la urgencia de las últimas veces –degustó la patata–. Mmm, están buenas.
Conocía a Patricia del verano que siguió al estío almeriense, el aire vaporoso que me había causado su primera impresión no me había abandonado nunca, aquella tarde, en la vermutería volví a sentirlo. Hice entonces, al poco de conocerla, un dibujo de ella, un esbozo ingenuo y espontáneo usando el poso de un café en la libreta de notas. Unos pocos trazos gruesos ocres de ondas que descendían desde su cabeza, cubriendo gran parte de un rostro casi vacío, blanco, sólo cruzado por una boca ancha, hasta fusionarse con un vestido gaseoso que le confería un aspecto incorpóreo, como si se tratase de un ser volátil envuelto en una nube de locura ligera que la trasladase de un sitio para otro. Me pareció haber visto ese dibujo no hace mucho, no recuerdo donde lo guardo, pero por ahí, en algún sitio debe andar. Posiblemente en el armario de las libretas.
Por aquel entonces, en aquel verano pretérito, ella trabajaba en la librería Tartessos, en el barrio gótico. Lo había comentado en un encuentro anterior, no el nombre del establecimiento, que no me atreví a preguntar, pero sí su oficio y la zona, así que una mañana me dediqué a deambular por el barrio. Entré en varias de las entonces numerosas librerías de libros nuevos y de segunda mano que enriquecían las calles del distrito. Me asomaba cuidadosamente en algunas de ellas, inspeccionando primero a través del escaparate para no encontrarme por sorpresa con su presencia. Cuando no la veía desde fuera, entonces cruzaba el umbral de la puerta para adentrarme en esas cuevas colmadas de páginas escritas. Entrar en ellas siempre generaba cierta fascinación, el olor del papel recién impreso o el del viejo humedecido con sus páginas virando del blanco al amarillo, entraba seducido entre el surtido de aromas que activaban algo instintivo en mi, pero la posibilidad de encontrar a Patricia entre ellos era el súmmum. Al final la encontré en Tartessos, un local de techo alto, con estanterías que se enfilaban por sus paredes hasta sus confines, y en la que se respiraba un gran desorden. La entropía propia de los libros que se movían, que estaban vivos, que no eran mero adorno. Miles de libros se amontonaban en sus estantes, cientos lo hacían sobre las mesas o en el suelo, junto a la bicicleta del que era el dueño del negocio. Y entre todo aquel mar de letras estaba ella con su sonrisa amplia. Siempre adornaba su rostro con esa sonrisa dulce, esa boca ancha enmarcada por la larga melena espiral y el vestido largo y holgado, como el de mi dibujo. Creo que nunca llegué a ver sus pies, ni si llevaba calzado, ¿para que necesitaría una persona tan etérea una prenda tan mundana? Los zapatos son para los que se ven forzados a pisar el asfalto, ella parecía flotar sobre el mismo.
Tenía conocimiento de todos los libros que escondía aquella tienda, incluso los que habitaban sus rincones más viejos. Tiraba de uno y otro y al final siempre acaba apareciendo el libro por el cual el cliente había preguntado. De existir varias ediciones de un mismo título, desentrañaba sus secretos, la calidad de la traducción, el interés del prólogo o de la impresión de cada una de ellas. Aquella mañana le pregunté, aparentando una sorpresa poco creíble por encontrármela allí, por “Las noches blancas” de Dostoievski. Aún hoy me pregunto porqué tomé aquella elección. ¿Por qué Dostoievski? ¿Por qué sus noches blancas? El cuento ya lo había leído. Ya tenía una copia del mismo en casa. No deseaba ser vinculado a su protagonista, ese ser desvalido y timorato, que rehuye de su realidad y se esconde de la misma, como si la única redención posible, a su turbio pasado de sufrimiento, fuese la soledad. Me aterraba la idea de convertirme en un misántropo melancólico. No quería ser visto así, y sin embargo allí estaba preguntando, mostrando un gran interés, por las diferentes ediciones que tenían de aquel narrador nostálgico y de su amor nunca consumado por Nástenka. Si mal no recuerdo, compré dos ediciones de bolsillo distintas, dos colecciones de sus cuentos que contenían diferentes relatos. También debería guardarlos todavía por aquí, en alguna de las estanterías.
Al fondo de la librería, alejado del ajetreo de los compradores, fue donde me enseñó por vez primera su proyecto de libro. Un poemario ilustrado con fotografías de Chloé, una chica francesa, llegada desde Normandia y con un humor más variable que el de las mareas de sus playas nativas. Trabajaban en la misma calle. Patricia en la librería y Chloé en el restaurante de bagels. Eran casi vecinas, tan sólo un pequeño establecimiento, que se dedicaba a crear marcos artesanales para cuadros, se interponía entre ambas. Las fluctuantes demandas del mercado turístico que haría metástasis en los próximos años fulminarían los tres negocios en poco tiempo. La pequeña y dinámica Chloé pasaba horas en aquel establecimiento preparando y sirviendo esos panecillos circulares a los que se les roba el centro y que hasta entonces yo desconocía. Por no ser los bocadillos allí servidos, de una mera barra de cuarto de pan blanco, el lugar gozó por un cierto tiempo de cierto éxito comercial. Aquellos panecillos que se cocían en agua aromatizada con miel antes de ser horneados para que ganasen en densidad, gustaban y tenían una clientela fija. Hicimos del lugar un punto de encuentro aquel verano. Yo que seguía esperando la resolución de unas becas solicitadas y acudiendo a las llamadas de una empresa de trabajo temporal de vez en cuando, disponía de tiempo para vagabundear por las mañanas por los callejones, sentarme en las plazoletas a ojear algún libro o entretenerme elaborando garabatos de tinta china. Podía pasar hasta una hora aguardando en uno de los bancos de la plaza de la Villa de Madrid, la hora acordada para encontrarnos en el restaurante de bagels. Patricia y Chloé no podían ser más diferentes, mientras Patricia era aire, un soplido suave de calma, como una brisa, Chloé era pura materia. Todo acción. Su pasión, lejos del restaurante, era la fotografía y se entregaba a ella a todas horas. Cuando podía, robaba imágenes a la urbe y sus integrantes llevada de un sitio a otro por una bicicleta de paseo adornada con topos de colores. Patricia hablaba pausadamente, escuchando, Chloé era un aguacero de verano, un chaparrón de ideas que como un vendaval sacudía las conversaciones y las arrojaba de un lado a otro. Igual que la podías ver pasar por una callejuela rodando a toda velocidad sobre su moteado vehículo, podía zarandear una charla cualquiera para llevarla vertiginosamente hasta lo que quería expresar, sin escuchar y sin importarle lo más mínimo de lo que se estaba hablando. Lo importante era exteriorizar lo que en aquel momento pensaba. Patricia, etérea, se mostraba encandilada por la intensidad de Chloé y el empuje que ésta añadía a su vida. La francesa le entregaba casi diariamente nuevas fotografías, la mayoría en blanco y negro, movidas y difusas, como si tan siquiera se hubiese detenido o bajado de la bicicleta para llevar a cabo la toma de las mismas. En primera instancia podía apreciarse en ellas la vibración y flujo de la urbe, sin embargo al leer los versos que Patricia añadía a la imagen, la figuración metamorfoseaba para representar sosiego, la quietud que queda cuando alrededor todo se vuelve borroso. Cuando la bruma, silenciosa, nada calmosa como un animal sobre el pavimento.
Patricia sabía beneficiarse de la turbulencia normanda. Ponía palabras a las formas inquietas que captaba la lente de Chloé, quien nunca satisfecha con los espectros que capturaba en sus negativos, no cesaba en su empeño buscando el desenfoque perfecto, el que según ella captaba el instante, la realidad del momento, pero sin detener el movimiento. Quería narrar con cada toma lo visto, lo que conocía de las calles, pero que al mismo tiempo las imágenes fuesen estéticas, atemporales, mágicas y utópicas, enfocadas en la belleza más que en la realidad. “Por eso deben estar desenfocadas”, decía, “para desprenderse de los matices reales de la escena que pudiesen constreñir su eternidad”. “Mi fotografía”, añadía, “es una anticipación, una profecía del futuro y de la muerte, ese paso que deja atrás el mundo conocido, ese a partir del cual todo se vuelve incierto”. Eran escenas en las que abundaban los claroscuros, los contrastes de luz y sombra que acentuaban las asimetrías y deformaciones de los paisajes retratados, a los que Patricia debía devolver su composición armónica mediante la lírica.
Patricia tenía ese don, el de alterar las cosas sin estridencias, con palabras y gestos modestos. Sutiles. A veces, casi imperceptibles.
En uno de los encuentros de aquel primer verano, paseando por el barrio gótico, al acabar su turno en la librería, ella me dio la mano para que cambiara de dirección. Fue un gesto suave, pero firme, sentí su mano llevando a la mía por un momento breve, apenas hasta que mis pasos rectificaron su ruta, luego la retiro con ligereza, como si se desvaneciera entre mis dedos. Sentí el vació que quedó entre la palma y la pinza de mis dedos. Ella no le dio la más mínima importancia a aquel minúsculo gesto, pero en mi generó un sentimiento contradictorio, como no podía ser de otra manera, por un lado, lástima de no poder seguir caminando por la calle cogido de su mano, porque la sensación había sido de lo más agradable y me hubiese encantado andar por el centro sincronizando mis pasos y los movimientos de mi brazo con el suyo, por sentir mía parte de su levedad y que la gente nos viese pasear juntos, pero al mismo tiempo alegría porque esa irrealidad abstracta de la que parecía estar constituida seguía intacta y con ello nuestra amistad. Patricia no era material. No era sexual. Nuestro vínculo, el que estaba engendrándose, no podría embarrarse con el deseo carnal. Me sentí afortunado y liberado por aquel pensamiento a medida que el cosquilleo depositado por su mano se diluía en mi palma. Nunca creí que la felicidad se pudiese alcanzar con tan poco.
–¿Todavía dibujas? –preguntó Patricia. Había mojado los labios con el vermut y detenido el vaso allí, a medio camino, cerca de su rostro pintado por los destellos proyectados por el recipiente vítreo.
–A veces. Va a temporadas.
–¿Te animarías a hacer una o dos ilustraciones?
–¿Para quién?
–Para mi –hizo una pausa para dar un pequeño sorbo. Esta vez apartó el vaso de su boca para dejarlo sobre la mesa–. Me han pedido un cuento en una revista literaria, y aunque todavía no lo tengo escrito, he pensado que si todavía dibujas podrías ilustrarlo.
–¿Tienes algo en mente?
–Algo, pero nada definitivo de momento. Le estoy dando vueltas. Me han pedido que el texto tenga un contexto político. No estoy muy acostumbrada a este tipo de escritos, así que voy buscando como enfocarlo.
–¿Tiene que ser de política actual? ¿Con políticos del país?
–Se supone. Tengo una idea, algo que lleva unos días rondando por la cabeza pero no acabo de visualizarlo.
–¿De qué se trata? Cuenta –le animé curioso por escuchar la trama, robando una de las patatas picantes del platillo.
–Es sólo un esbozo, no sé como desarrollar la idea ni hacia donde llevarla de momento, pero tengo una imagen. No definida, pero es la siguiente. A ver como la explico. Imagina un lugar, un espacio indefinido, uno al que se llega a través de caminos sin orillas, un horizonte plano donde parezca que no hay nada. Un paisaje desteñido, homogéneo, sin elementos diferenciales en los que reposar la vista. Hasta el cielo es incoloro, aparece blanco. Había pensado en un blanco hueso, no uno cualquiera, este tono. Lejos del blanco puro y perfecto, el cielo de ese no-lugar es sucio, un color mate carente de todo brillo. Ausente de vida. Tiene que ser un lugar vacío que transmita insensibilidad. Imagínate que habitaras la cuenca de un cráneo. Esa es la luz, la sensación que quiero transmitir. ¿Lo ves? ¿Imaginas un sitio así?
Asentí mientras daba un trago al botellín. Patricia prosiguió con su relato.
–En medio de ese espacio, de ese desierto horizontal, hay vida. Puede escucharse desde lejos el ruido de unos animales, y si avanzamos hacia la fuente del sonido por el sendero sin márgenes, llegamos hasta ellos. Allí está, un pequeño conjunto de animales. Todavía no veo bien de que animal se trata, la imagen es borrosa, pero no son animales salvajes, eso lo tengo claro. Son animales de granja. Mansos y domesticados. Son ellos, allí están todos ellos…
–¿Quién?
–Los políticos. Todos ellos. Los de ahora y los de antes. Porque ese no-lugar tampoco tiene tiempo. Allí han tomado forma todos los políticos actuales, en el futuro, una vez muertos, van reencarnándose en un animal domesticado. Forman todos ellos un rebaño, todos iguales, de todos los colores e ideologías. Imagina, a Rajoy, Felipe, Aznar, Pujol, Soraya, Mas, ZP, Fraga, Rivera, Pablo Iglesias, Aguirre, Cifuentes, Colau, Anna Gabriel, Susana Díaz, Montoro… buf, bueno, todos ellos hacinados y apacentando juntos. Cuando mueren aparecen allí, se integran a la manada.
–Pero, ¿todavía no sabes de que animal se trata?
–No. Primero pensé en una piara de cerdos. En una granja en medio de ese paisaje infinito y un pequeño lodazal por el cual siguen peleándose entre ellos por revolcarse en sus aguas y refrescarse con su barro. Pero me parece que la metáfora de vincular cerdos con políticos ha sido demasiado usada. Pobres gorrinos. Así que pensaba en otro tipo de animal, alguno más pasivo, menos protestón y guerrero, uno que aceptase su posición de animal sumiso. Vacas quizás. Son animales apacibles, me los imagino a todos ellos allí, filosofando sobre su destino, la razón que los ha llevado a acabar convertidos en ungulados tranquilos pastando en un campo yermo, aislados de cualquier otra forma de vida. Preguntándose, ¿por qué? ¿Por qué ellos? ¿Dónde estamos? ¿Dónde está todo el mundo? Otros lamentándose de los tiempo pasados, de aquellos en los que gozaron de poder, para verse ahora así, conectados a una máquina que exprime sus tetillas rigurosamente, cada día, sin indulgencia alguna, una ventosa que succiona y succiona hasta que no queda nada. Hasta dejarlos secos cada día, para repetir la operación al día siguiente. Uno al lado del otro, quejándose de esa injusticia.
–¿No son las vacas unos animales demasiado majestuosos para un político reencarnado?
–¿Sí? ¿Eso te parece?
–No sé, son tan bonitas. Hasta me parece bestias orgullosas.
–¿Una majada de ovejas, mejor?
–Me parecen demasiado complacientes, demasiado ordenadas. El relato parecería demasiado inverosímil. ¿Qué te parece un rebaño de cabras? Las cabras son independientes, de comportamientos errantes, amantes de las alturas. En vez de gorrinos empujándose por un baño de fango, podrían ser cabras desplazándose por subirse a lo alto de las únicas ramas secas existentes en aquel páramo infinito.
Había vuelto a la sierra de Alhamilla, a la casa de aquel hombre abandonado en las montañas con sus cabras. Veía en el macho cabrio renegrido que me observada desde el tejado de la casa, unos ojos familiares, un movimiento vacilante inconfundible en el cual el blanco de los ojos se deja ver por arriba o por debajo. El ojo izquierdo hace un guiño, descontrolado mientas observa al resto de cabras, y la boca de vez en cuando le hace un óvalo hacia el ojo del tic. Ese macho cabrio es Rajoy. Ese es el no-lugar que Patricia había visualizado. Le mencioné el pastor. Un hombre sencillo y rudo, de ropas sucias y gastadas, de la cuerda que mantenía los pantalones en su lugar, de sus manos quebradas que cada día retorcían las tetillas de las cabras exigiendo su leche. Le gustó el personaje, creía que podría encajar en el relato. Todo un parlamento de cabras sometido a un campechano y bruto hombre de ojos arrastrados, que sobrevive en un yermo rajado sin orillas, desbordando la vista, con un cráneo por cúpula.
Anotó contenta las ideas en la libretita y alzó el vaso para que me uniese a un brindis. Golpeé con mi botellín, cristal contra cristal. Bebimos.
recolectar recuerdos, recolectar personas, el olvido, la mirada del otro, las risas, una mañana radiante, el silencio, un buen abrazo, evocar rostros, coleccionar cuentos, ronroneos y vinos conversados...