Gaviotas




–¿Qué es la vida?
–¿La vida? –su boca expulsa lentamente el humo del cigarrillo antes de responder– Un terrón de azúcar en una taza de café.
En ese momento, una gaviota nos arroja una risotada y desplegando sus alas alza el vuelo. A su cínica carcajada se suma la de otra palmípeda de dorso ceniciento a nuestras espaldas, y a ésta le secunda otra. Y otra y otra más. Una tras otra, decenas, centenas, miles de gaviotas de todos los rincones del muelle se unen en bandada, acompañando a la primera en sus movimientos por las arquitecturas del aire en un bullicio estridente y perturbador que envuelve el cielo sobre el puerto. Alboroto blanco que crece y crece devorando el azul celeste, hasta acaparar toda la escena y la imagen adquiere un color níveo. Un estrépito incoloro hasta extinguirse en el silencio dejando tan solo un espacio falto de contenido. Vacío. Vacío por unas fracciones de tiempo, hasta que el mismo se descompone y se convierte en una luz intensa y deshabitada.

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Estimuladas mis pupilas despierto, y descubro de nuevo el azul enmarcado tras la ventana. Me asomo a ella aliviado, respirando ese cielo añil. No existe lugar alguno con un azul como el del Mediterráneo, me digo admirando el mosaico de colores desplegados en el horizonte. Como lo he añorado. Hace años dejé mi ciudad a orillas del mismo mar huyendo de un fantasma y ahora soy yo también un fantasma.

Me siento sobre al alféizar para descubrir la calle que se va habitando; los comercios abriendo sus puertas y la cafetería reponiendo sus mesas en medio del callejón. La esencia del café recién molido que escapa a sus puertas desentumece mis sentidos de golpe.

Ayer el aroma del café me descubrió tendido en el sofá de mi apartamento mirando a la calle a través del ventanal. Fuera lloviznaba. Las gotas golpeaban con suavidad los cristales de la ventana entreabierta que capturaba palabras suspendidas del exterior. Una pareja joven paseando al perro, una pareja de jubilados camino a la panadería, una puerta que se abre y se cierra, una cremallera que sella y unos pasos que se alejan. Una radio mal sintonizada llega desde la casa de enfrente, música acompañada por el rumor de una cafetera. Un gato escurridizo girando la esquina evitando el hilo de agua que corre calle abajo. Todo esos estímulos constituyeron mi amanecer ayer. Fue domingo, ese día el barrio amanece sin relojes, más en una mañana lluviosa nórdica.

Ayer desperté muy lejos del mar que me ha visto crecer, en la nórdica y gélida península escandinava en la que vivo desde hace años, pero hoy despierto a su orilla. Puedo oler su aroma inconfundible y el salitre aflorando en las paredes de la habitación. Resulta remota la imagen de la pintura escarchada en el ventanal y la persiana descoyuntada de mi apartamento sueco. Siempre me resulta fácil dejarlo atrás. Como si se tratase de una realidad independiente, una ilusión temporal no relacionada con la pluralidad de mis otras realidades allende de Suecia. Una parte de mi vida descolgada totalmente de las otras infinidades de partes. Un tiempo que no he sabido nunca como hilvanar con el resto, de manera que de lo allí acontecido no puedo inferir presente alguno que no sea el de añoranza y evocación del Mediterráneo, y el gozo de descubrirme de nuevo junto a sus aguas. Arrinconaré rápidamente el ayer nórdico y mi condición de fantasma.















Peces




A la mañana siguiente acompañé a mi abuela al mercado del barrio y escuchamos la historia de la chica que cerró la puerta y fue engullida por el apartamento. Me estremecí por el relato que la tendera relataba a un par de atentas clientes con las intervenciones de su ayudante. Luego descubrí que besugos, merluzas e ictiofauna en general me seguían con la mirada. Acechaban imperceptibles, desde el hielo sobre el que reposaban, fisgoneando cada una de mis acciones. Sus órbitas circulares de pupilas sin párpados examinaban nuestros pasos de un puesto a otro. Cientos de ojos mirones repartidos por todo el mercado. Oteaban mis pasos, cada vez más indecisos e inseguros. El Avia seguía con sus quehaceres ajena a todo aquello, mientras a mí se me calaban los calcetines, embebidos de una humedad fría. Los pies chapoteaban, se hundían para reflotar en un suelo gelatinoso que crujía. Hasta que finalmente cedió y me precipité.
        Hundiéndome.
           Sumergiéndome con la ligereza de una pluma.
                En la verticalidad de una gravedad amortiguada.
                    Cayendo.
                        Cayendo.
                              Cayendo.
                                        Cayendo.

Cayendo con suavidad en una masa acuosa gélida habitada por pupilas fijas y bocas abiertas. Destellos pálidos, esquirlas plateadas que se movían aleatoriamente a mi alrededor. Aparecían y desaparecían trazando órbitas inconsistentes mientras me sumergía en la nada, esa nada que no toma forma, porque no puede contenerse así misma, pero se esconde detrás de todo objeto y persona. Porque lo sólido, lo íntegro, es una mera ilusión visual. Un espejismo. Un error construido en el nervio corneo para superar el vértigo del vacío. Un negar la altura como remedio. Inventamos todo tipo de trampas, resortes, salidas, entradas, pasadizos secretos, puertas, ventanas, sótanos, agujeros, cielos, mares abiertos, ayeres, mañanas, de todo hacemos con todo lo que tenemos a nuestro alcance para superar el mal de altura que conforman el gran vértigo: el de la existencia y también su inevitable cese.

Una fosa abismal en la que me hundía irremediablemente, en su masa acuosa que digiere en su blanda amalgama toda dimensionalidad, volumen, y cualquier otra propiedad física. Aguas que se tragan sin masticar todo aquello que adolece de condición terrenal. Me ahogaba en ellas, y me angustié por un momento, luchando por salir, hasta que llegado un punto, casi dulce, justo antes de no ser consciente ya, caí en la cuenta que yo también soy acuoso. Y estoy vacío, o lleno de vacío, porque el mar se me metió dentro y ya formo parte del él, y ya no tengo porque pensar, ni entender, sólo ser. Dejarme acariciar por las turbulencias sin resistirme, sin cuestionarme. Como las piedras que arrojaba al mar aquel final de verano junto a mi abuelo. Piedras que hacían estallar la mar hacia arriba.






El abuelo



Era setiembre, la primera quincena del mes, la despedida del verano. Con viento de tramontana, arbustos enmarañados y barcas danzando en una mar revuelta. Había caído la tarde, la gente había abandonado la playa y solo restaba el ruido admonitorio del mar arrastrando los guijarros. Al final de la cala, sobre las rocas salientes, un par de pescadores herían el agua con sus anzuelos repetidamente. Lanzándolos una y otra vez. De la mano de mi abuelo llegamos hasta ellos, y mientras entablaban una conversación banal sobre el estado de la mar y la pesca, mi curiosidad infantil se centró en el cubo de plástico de uno de ellos.

Al asomarme a su interior encontré un pez herido. Exasperado. Ahogándose. Sus branquias se expandían y contraían espasmódicamente, pero aún así sus agallas colapsaban en masa ante la ausencia de la ingravidez que le proporcionaba el medio acuoso. La espina dorsal contorsionada y tensa se revolvía en aquel limitado espacio de plástico. Sacudiendo coletazos. Repentinos y violentos coletazos. Sus golpes resonaban en el interior del cubo como las palpitaciones de un corazón arrítmico próximo al desfallecimiento.

       Al final, rendido, dejó de moverse, y fue entonces cuando me miró. Percibí el gesto. Atrapado, como si me hubiese arrojado el anzuelo que aún lucía sobre su labio, no pude evitar su mirada inmóvil. Me incomodó hasta el punto, que de tener párpados los peces, se los hubiese bajado para así deshacerme de su visión, y así esconder mi vergüenza. Huir de aquellos ojos piadosos y acusadores al mismo tiempo, que imploraban ser rescatados, ser retornados al mar. No hice nada. No me moví. Ni dije nada. Le negué la vida, como quien niega una limosna, no por falta de buena alma, sino por tener que actuar. Por tener que hacer algo, tomar una decisión que no pude elaborar. Así pues, me limité a observar como se cerraban sus branquias y expiraba. Yo sí cerré los ojos. Los cerré para borrar su imagen de mis retinas, pero al abrirlos, los suyos seguían allí. Me miraba el ojo del pez fijo hasta el improperio, condenándome por su destino. Los gritos de las gaviotas se transformaron en carcajadas despiadadas, y las piedras movidas por el oleaje en murmullos acusadores. El cielo oscureció y pareció caerse de repente, colapsando sobre el mar embravecido. Pese al ruido, se percibía el silencio. Se notaba el frío del mismo, pequeño y furtivo resonaba aquí y allá. Era una especie de amalgama, un contrapunto a la tormenta resonante en el horizonte. Era el sonido paciente e impasible de algo que espera la muerte. El silencio del que sabe que la vida le ha sido negada. El silencio que ya no me abandonaría.

Un enorme cuerpo oscuro con la piel de una ballena, lisa y aceitosa, me acosó aquella noche. Se suspendía en el aire con la ayuda de unas aletas minúsculas y ridículas que no hacían ruido al batir, y una cola que sacudía de manera inquietante y sin necesidad aparente. Pero lo peor de todo es que en su rostro lucía un enorme ojo fijo de pez. Me sobrevolaba y observaba, sin emitir sonido alguno. De eso, del ruido, ya se encargaban las gaviotas que aleteaban a su alrededor o cabalgaban sobre su dorso. Bramaban sin voz un reclamo afónico y ahogado. La escena estaba toda ella envuelta en el silencio resonante y creciente que había experimentado aquella misma tarde en la playa. Cuando desperté sobresaltado, me pareció seguir oyendo bajo mi pecho los coletazos que se resistían a lo imposible. Me atormentó aquella aparición no solo esa noche, sino unas cuantas aquel final de verano. Luego cayó en el olvido hasta bastantes años más tarde.

*****

Deberías ir a verle, me sugirió mi madre, seguro que agradece tu visita, ya sabes cuanto te quiere, añadió para mirar de convencerme.

En los últimos años habían ingresado a mi abuelo varías veces en el hospital, siempre por el cáncer que le había sido detectado más de veinte años atrás. En todo ese tiempo, ni uno ni otro daban su brazo a torcer. Ni el cáncer que no cesaba en su empeño de expandirse, ni mi abuelo en su empeño de sobrevivirle. Así pues, siempre, a los pocos días de observación, lo enviaban a casa sorprendidos por su repentina recuperación. El doctor cada vez que le firmaba el alta bromeaba con él, con el humor propio del cuerpo de médicos y su irónica manera de convivir próximos a la muerte. Aquellas recuperaciones, que calificaba de milagrosas, decía, eran dignas de estudio. Incomprensible para la ciencia, remarcaba. Las últimas veces, mi abuelo ya no solía escuchar demasiado ni sus comentarios ni sus recomendaciones, mucho menos sus ironías. Años atrás ya había modificado sus hábitos, renunciando al tabaco y reduciendo la ingesta de comidas copiosas. A sus años, se decía, ya no valía la pena regular el placer, después de todo, consideraba todos aquellos años como un gran regalo de tiempo extra. Unos años en los que las cenas se repetían de un día para otro. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, sus cenas siempre consistieron en un arroz blanco caldoso con ajos y una tortilla francesa de un huevo y una pizca de sal. Sin variaciones: arroz y tortilla un día, arroz y tortilla al siguiente. Arroz y tortilla hasta el fin de los días. Una dieta para resistirle a la muerte. Su actitud fue siempre la vida. Como la de aquel otro anciano siciliano que me explicaría su viuda años más tarde. "Tres días. Solo tres días antes de morir, le propuse hacerme con algo de veneno y suicidarnos juntos. ¿Sabes qué respondió a mi propuesta? '¿Suicidarnos? Si quieres, tú puedes suicidarte, pero yo confío en vivir todavía un tiempo más'. ¡Tres días! ¡Sólo tres días más tarde moría el desgraciado! De eso ya hace ocho años".

        Nunca me han gustado, y en lo posible siempre he mirado de evitar ir a los hospitales, pero aquella recaída parecía realmente seria. Eso decían los otros, yo no entendía nada. No quería entenderlo. Ya llevaba unos días en el centro y a diferencia de las veces anteriores, no daba señales de recuperación, así que me dispuse a visitarlo. Lo necesitaba de vuelta en casa. Sentado en la butaca de su comedor, y yo a su lado, en el sofá, extinguiendo la tarde hablando de dibujo, libros o ciencia.

*****

El bullicio del ruido de la calle, con sus coches y peatones y de la gente concentrada en la entrada del hospital desapareció a medida que iba adentrándome en sus pasillos, hasta el punto de escuchar tan solo el eco de mis pasos, ese leve tap que producían en el suelo, y cuya presencia añadían un silencio furtivo. De repente me encontraba sólo. Me detuve, desorientado por el vacío experimentado y mareado por el inconfundible olor dulce y penetrante a hospital. Podía oír el latido de mi corazón. Sístole y diástole. Acelerando. La oquedad se hizo patente y se extendió hasta el infinito, fuera del alcance de los sentidos. Bajo el encerado suelo apareció, para inmediatamente desaparecer, la silueta de aquella ballena amorfa y aceitosa que tantas veces había perturbado mis sueños de infancia. Aquel ojo fijo, esa pupila velada acechando mis pasos, siempre condenándome por su destino. Quedé paralizado hasta que una enfermera me arrancó de aquella ilusión.

"¿La habitación cuatrocientos tres? Sí, tuerce en el próximo pasillo a la derecha, y una vez allí, la segunda puerta. Otra vez a mano derecha". Seguí sus indicaciones, hasta dar con la puerta identificada con dicho número. Habitación cuatrocientos tres. Cuatro cero tres. Tres cifras, tres cifras a las que había quedado reducido mi abuelo. Respiré hondo, hice lo posible por secar el sudor frío de las manos y giré el pomo.

El cuarto estaba con claroscuros, con las persianas a medio bajar para evitar el sol de la tarde. Cerca de la ventana destacaba una cama que yacía vacía. La presencia que confirma la carencia. La materialización de la ausencia. Dí unos pasos hacia el interior y enseguida me percaté que el suelo estaba húmedo. Un charco se extendía desde debajo del camastro. Lo seguí y fue al alcanzar el otro lado del lecho cuando lo vi. Sobre la mancha de agua estaba el pez. El pez agitando la cola. El pez de movimientos espasmódicos. El pez fuera del agua. Desorientado. Buscando un mar que le había sido arrebatado. Intentando brazadas imposibles en un medio que ya no era su mar. Hasta que, agónico, cayó de lado y volvió a mirarme fijamente. Hasta el improperio, en una mezcla de mirada piadosa y acusadora. Allí quedó tendido, y yo junto a él, sin mediar palabra, con las dos libretas de dibujo bajo mi brazo. Cautivado por todo lo que aquella mirada expresaba. Por todo lo que no quería entender. Por un imposible.
El mar.
        El imposible.




Re+volvere



La palabra "revolución", después de todo, nació como tecnicismo de la astronomía y se refería a un giro que terminaba en el mismo sitio: re + volvere. El término aludía desde Nicolás Copérnico a la descripción de una órbita completa de un cuerpo celeste. Cuando Copérnico a mediados del siglo XVI escribió De revolutioniobus orbitum coelistium, estaba pensando en el término matemático de "revolución" que implica un "giro" o una "vuelta". En su obra, Copérnico, explicó su teoría en la que establecía que era la Tierra la que se movía sobre su propio eje y alrededor del Sol. El término revolutionibus del título se refiere a las vueltas que describen los planetas en torno a su estrella.Por lo tanto se trata de un movimiento, que nunca puede definir un nuevo comienzo, no nuevo en el sentido casi místico en el que se envuelve hoy en día.

La hemos dotado, a la palabra, de un significado noble y la hemos convertido en un mito. Llamamos revoluciones a todos aquellos aspectos políticos, sociales, artísticos y económicos que introducen cambios radicales de ideas en las poblaciones. Que le dan la vuelta a la forma de ver las cosas. Astronómicamente hablando esperaríamos que con la revolución la órbita cambiase, el cuerpo celeste dibujase a partir de ese momento singular una trayectoria diferente, cuando en realidad los elementos que componen la palabra, los que determinan su significado (se origina en el verbo volvere, del que hemos derivado "volver" y el prefijo re), hacen referencia a que el cuerpo vuelve inevitablemente a su estado originan para iniciar un nuevo giro igual al anterior. El uso actual es convencional y arbitrario, lejos de ceñirse al significado etimológico de la misma.

Fue la enorme convulsión que la obra de Copérnico produjo en el mundo occidental, al desplazar el sistema terrestre, y con ello a los humanos, del centro del Universo, la que hizo que la palabra pasase a adquirir el significado actual que implica un cambio brusco en cualquier campo humano, bien sea el político, el social, el artístico o el económico.

Cuando Stravinsky en 1942 publicó su libro Poética musical, tras impartir una serie de clases en la Universidad de Harvard en la que describe su concepción del proceso creativo, aprovechó para reivindicar su postura de compositor tradicional, alejándose de la imagen de compositor moderno, revolucionario; de la reputación de enfant terrible de la música clásica que su pieza, Le Sacre du printemps estrenada en 1913, le había reportado con su disonancia polifónica.

The Musical Times escribía sobre él: "Todas las señales indican una fuerte reacción contra la pesadilla del ruido y la excentricidad que fue uno de los legados de la Gran Guerra…¿Qué ha sido de las obras que componía el programa del concierto de Stravinsky, que conmocionó hace unos años? Prácticamente toda la colección ya está en la estantería, y permanecerá allí hasta que unos neuróticos hastiados sientan una vez más el deseo de comer despojos y llenar su vientre con los vientos del Este".

Relató, en las páginas de Poética musical, la importancia de la tradición y de la naturaleza ilusoria de las revoluciones aplicadas a los campos artísticos, haciendo para ello uso de una anécdota previamente descrita por el escritor GK Chesterton. Al parecer, cuando Chesterton desembarcó en Calais mantuvo conversación, en una de esas posadas de puerto hoy en día en desaparecidas, con un tabernero francés. El hombre no hacía más que quejarse de la cada vez mayor falta de libertad del país. "Es lamentable haber hecho tres revoluciones para volver a caer sobre el mismo lugar", concluyó el tabernero. Fue entonces, cuando el escritor le contestó que lo que sucedía en el país era una "revolución" en el sentido propio del término, que describe el movimiento de un elemento que recorre una curva cerrada y vuelve así al punto de partida.

También en su Poética musical, aludía a que cuanto más normas, reglas y disciplinas se imponían a un arte, paradójicamente se conseguía una mayor libertad del mismo: "Cuanto más controlado, limitado, analizado y trabajado es el arte, mayor es la libertad de la que goza". Una línea de pensamiento muy similar a la de la escuela de literatura experimental OuLiPo (Ouvrior de Littérature Potentielle, Taller de literatura potencial) creado en 1960, que alejándose del surrealismo y el culto al azar del dadaísmo, se aplican consciente y razonadamente toda una serie de restricciones que les permitan así explorar nuevas formas de creación. ¿Qué es un autor oulipiano?, preguntaba Marcel Benabou "Secretario provisionalmente definitivo" de OuLiPo. "Es una rata que construye ella misma su laberinto del cual se propone salir. ¿Un laberinto de qué? De palabras, sonidos, párrafos, capítulos, bibliotecas, prosa, poesía, y todo eso".

No hay día que me levante que me visualice como una rata construyendo y demoliendo al mismo tiempo el laberinto en el cual me encuentro. Giro sobre mi mismo. Corro. Doble esquinas. Cavo túneles o agujereo paredes. Uso todo tipo de triquiñuelas para encontrar una salida, hasta me asomo por encima de los muros, cruzo entre los setos, y todo para ver que al final siempre acabo en el mismo sitio. Que la entrada y la salida son lo mismo, reflejo una de la otra. Una cinta de Moebius que lleva momentáneamente a otra dimensión pero que acaba retornando en un ciclo interminable al mismo punto.

Los individuos, como las sociedades nos imponemos y nos imponen normas y leyes, como los autores oulipianos o Stravinsky, para hacernos la vida más fácil. La verdadera libertad, el libre albedrío genera vertigo y nos bloquea. Por eso las aceptamos, porque vivir dentro de unos límites resulta más confortable, hasta que el laberinto se cierra demasiado y nos da por salirnos del mismo. Entramos y salimos continuamente. Ese eterno retorno al mismo punto que percibe todo individuo y sociedad, siempre sintiéndose atrapada por las circunstancias del momento, por la inercia histórica que roba su identidad y vitalismo. Circunstancias que condenan al individuo a la desidia, a la apatía generalizada de vivir en un mundo de revoluciones que vuelve una y otra vez a pasar por el mismo punto de origen. "No me quedan ya reservas de paciencia para soportar esta Europa donde el otoño tiene cara de primavera y la primavera olor a otoño", reconoce el personaje Marta de El malentendido de Camus. Otro de sus personajes, Diego, en Estado de sitio, afirma: "Cada uno de nosotros está solo a causa de la cobardía de los otros", en un relato donde la solidaridad es el protagonista ausente, donde la desunión de sus personajes permite el avance imparable de la desgracia. Del cierre del círculo. Un nuevo giro completo sobre la misma órbita. Otra revolución mal llevada y que sin buscarlo se ajusta perfectamente al significado etimológico de la palabra, lejos del mito que le atribuimos.