Hojas secas (III)



Cuando la taza quedó seca, Gustav articuló otro de sus sonido apagados, un cuervo había decidido habitar su pecho. Depositó la porcelana en el suelo y buscó la mirada de Hermann y Olga, que seguían ensimismados entre las flamas. Carraspeó levemente para aclarar la voz en desuso y dijo: Gebhard vino ha verme el otro día…
–¿Otra vez? –interrumpió Hermann– ¿Sigue insistiendo en…?
 –No, no. Ya hace tiempo que no me molesta con eso.
–Entonces, ¿qué quería? Porque ese puerco sólo aparece por aquí cuando le interesa algo –preguntó Hermann encrespado.
–Vino a mofarse… –los ojos de Gustav se apagaron. Encorvado sobre la silla y la cabeza baja, su silueta parecía cada vez más la del cuervo que le había robado la voz.
–¿A mofarse? ¿De qué? ¿De qué puede permitirse el lujo de reírse ese canalla?
–Pues de eso, precisamente de eso…, de lo que lleva tantos años insistiendo –Gustav hizo una pausa para levantar la mirada, encarando a sus dos oyentes–. Vino para "agradecerme", que durante tantos años fuese tan terco como para no venderle los terrenos de la ciénaga…
–¿Agradecer? Ese gorrino no sabe lo que es agradecer.
–Esa fue la expresión que uso.
–Pero no entiendo, ¿dónde está la mofa?
–En lo que me dijo a continuación. Vino para comunicarme, extraoficialmente, que el nuevo plan regional va a expropiar esos terrenos del municipio.  Que la nueva carretera entre Frankfurt y Müncheberg va a pasar por ellos.

Los ojos de Olga, hasta ese momento concentrados en el tizón de la chimenea, se iluminaron aterrados y miraron a Gustav. Giraron de un lado a otro, buscando primero a Gustav y luego a Hermann, para volver a repetir la secuencia, volviendo de un viejo a otro unas cuantas veces más. Las noticias de Gustav hicieron mella en ella. Invocó, impotente, el nombre de su marido, Hermann, esperando una explicación, una reacción al menos, por su parte. Pero el hombre siguió mudo, con las sombras flirteando con sus arrugas. Eran un oleaje que permitía a su rostro disiparse en la negrura del salón. Lo probó con el de Gustav, pero no hubo respuesta. Su rostro también iba y venía, irreal, como si de una ilusión se tratase, de la oscuridad al resplandor de las llamas. La única respuesta: el crepitar del tizón. El silencio volvió a envolver la casa. Lloviznaba fuera, el liviano goteo se dejaba escuchar sobre el tejado. Un arrítmico toc-toc que golpeaba la pizarra y llegaba a sus oídos como un sonido ingrávido, suspendido, como el mugido aislado de una vaca que la niebla trajo desde las dependencias para los animales. Olga volvió a insistir con su marido, la ansiedad la devoraba. Había aprendido a convivir con el pecado, a que aquella mancha tiñese toda su vida, hasta el último de los días, sabía que sólo la abandonaría con el último suspiro. Que incluso se la llevaría consigo al otro lado, cuando, a veces, recuperaba la esperanza, creencia, de que algo más existía. Aunque fuese el infierno, nada podía ser peor que lo vivido, se decía, y sin embargo ahora aquella revelación había venido para alterar su aceptada mortificación. ¿Es que no tendría fin aquel martirio?

El aire que los rodeaba no circulaba, estaba viciado, adormecido y triste, fatigado y atormentado. Funesto. Olga recordó el pez moribundo entre los lodos negros de la turbera. Su ojo fijo, de pupila inmutable, que la miraba hasta el improperio. Una de las paladas ciegas de Hermann lo había malherido y sacado a la superficie. Su cuerpo argénteo había ido resbalando de la amalgama negra que lo contenía, y ahora yacía sobre el ondulante colchón de cárices calcícolas y musgos pardos, aguardando a que alguien le asestase el golpe definitivo. Su ojo parecía suplicar por ello, sin embargo, ella no se lo dio. Nadie. Abandonaron el lugar, calados, naufragando en sus aguas varias veces, dejando al pez agonizando a solas. Se giró un par de veces, en su marcha hacia tierra firme, hasta que dejó de apreciar el centelleo de sus escamas. Una estrella que se había descolgado del cielo. Nunca había pensado en él hasta aquel momento. Había vuelto a aquella escena miles de veces en los últimos años, sus sueños siempre gravitaban alrededor de ella, pero sólo aquella noche evocó aquel detalle; la de aquel absurdo pez que expiraba mientras ellos horadaban la turba.

Hermann, reiteró levantándose de su silla y encarando a su marido. El hombre le dedicó una mirada para retirarla inmediatamente. ¿Qué puedo decirle?, se preguntaba, ¿qué esperas de mí? ¿Acaso no ves que no tengo palabras? Nunca he sido hombre de palabras. No se me dan bien. He sido hombre de actos. Y mira donde estamos. Somos el producto, el deshecho, de ellos. Hazlo, me dijiste, e hice lo que me pediste. Así que no me pidas ahora que diga algo, porque no puedo. No ahora. La mente de Hermann ardía. Sus pupilas brillaban, proyectaban el incendio interno o, quizás, simplemente reflejaban las ascuas del hogar. Olga permaneció un rato de pie ante él. Su nombre volvió a escurrirse entre sus dientes. Sin vocalizar. Sin esperanza. Ahora sus hombros colgaban, como dos cuerpos inertes, los brazos se habían vuelto pesados, y el corazón, débil, no podía cargar con ellos. Aquellos que habían labrado el campo y cargado fardos tantos años se habían rendido. Su organismo la abandonaba. El pez sobre la turba. El chapoteo. El olor sulfuroso del agua. El cuerpo embarrado. El brillo dorado de la pirita en sus piernas y brazos ennegrecidos. El ojo. Ese ojo de pez. La pupila impasible. Acusadora. El cuerpo denigrado. Deshonrado. Las memorias exhalaban un gusto agrio. Su lengua, cansada, bisbiseaba sonidos confusos, hasta que las cuarteadas manos de Gustav, arroparon sus hombros e invitaron a su rendido cuerpo a volver a su asiento. Poco a poco, hundiéndose en la silla, Olga se apagó.




4 degustaciones:

el maquinista ciego dijo...

Aka, qué placer leer esta historia. Desde que vi ese primer (I) en las Hojas Secas he leído con la emoción del que sabe que le darán más. Ahora, sólo puedo pensar en la pupila del pez moribundo (qué poderosa imagen) y no sé si dejarme llevar por el egoísmo y desear que continúes trayendo un capazo de hojas secas cada día o por disfrutar también la terrible sensación de desamparo si lo dejas aquí. Es curioso cómo una historia abierta puede provocar infinitamente más sensaciones a veces que aquellas que desvelan todo o casi todo.
Mi más sincera enhorabuena por cómo has tejido este tenebroso manto que en lugar de dar calor, da frío, como esa lumbre que miran Olga, Gustav y Hermann por no mirar más hacia dentro de sí mismos y su pecaminoso pasado...
PD: he decidido que, aunque está perfecto como está...soy una lectora egoísta, quiero más, mucho más, por favor :)

Besos y un abrazote de año nuevo. Que el 2017 te sea propicio en aquello que tú más desees, y en el día a día, que te traiga toda la música, amor, aventuras y especias que necesites para avivar esa imaginación tuya tan fabulosa :)

Carmela dijo...

Tus palabras me siguen atrapando y como dice el maquinista ciego...quiero más, mucho más, por favor.

Un abrazo, Aka.

Aka dijo...

Muchas gracias Maquinista, miraré de acabar el relato que va creciendo y mutando, y veo ahora que el principio que no aspiraba a relato tiene un tono difícil de mantener, pero veremos como piden Gustav, Hermann y Olga que siga su historia. Si acceden a que su secreto se conozca o no... :)

Feliz año nuevo también para ti, un abrazo bien fuerte!!

Aka dijo...

Gracias Carmela, seguiremos un poco con el relato a ver hasta donde nos lleva, aunque tiendo a perderme en los detalles y dejar la historia a un lado... procuraré ir recogiendo detalles aquí y allá y ver si la historia que voy zurciendo resiste los estirones.

Un abrazo y feliz año año!!