Miradas sin párpados


Coulisses: Shadow tree

Escuché en el mercado la historia de la chica que cerró la puerta y fue engullida por el apartamento. Me estremecí con el relato que la tendera relataba a un par de atentas clientes con las intervenciones de su ayudante. Luego descubrí que besugos, merluzas e ictiofauna en general de los tenderetes me seguían con la mirada. Orbitas circulares, miradas sin párpados tras los que esconderse, que escaneaban mis pasos. Sentí que mis pies se hundían, que el suelo cedía y me precipitaba en una masa acuosa gélida habitada por pupilas fijas y bocas abiertas que se movían aparentemente de manera aleatoria a mi alrededor. Aparecían y desaparecían trazando órbitas inconsistentes. 

El círculo no se percibe cuando una empieza a girar. Las Líneas, meras sucesiones de puntos infinitos que dibujan planos cruzándose unas con otras. Planos que se acumulan, atraviesan y acoplan conformando volúmenes. Rellenando el vacío. El vacío que sigue siendo un vacío insalvable cuando una lo mira de cerca. Fosas abismales entre los trazos del plano. Precipicios entre los puntos que aparecen como una línea continua. Lo continuo, lo gradual, es una mera ilusión visual. Un espejismo. Un error construido en el nervio corneo para superar el vértigo. Negar la altura como remedio. Cuando nos adentramos en algo percibimos los huecos, los vacíos que no se apreciaban de lejos pero que siempre están allí. Creando inconsistencias. En la distancia el mundo parece sólido, la corteza terrestre una masa rígida y las personas cuerpos íntegros… de cerca la inconsistencia toma forma y resulta fácil precipitarse en la vertical. Sumergirse en la nada. Esa nada que no toma forma, porque no puede contenerse así misma, pero se esconde detrás de todo objeto. Caer es sencillo si nos asomamos a ella, cuando nos adentramos en lo pequeño, en los detalles, en la proximidad. Un juego de escalas. Las reglas de la fractalidad pierden todo su sentido. La dimensionalidad de las cosas no es invariable a todas las escalas, cambia tomando diferentes dimensiones hasta perder la propiedad dimensional y diluirse en un vacío vertiginoso. Acuoso lo imagino siempre. Aguas opacas en las que no entra la luz, como la de las fosas abismales pobladas por extraños seres de miradas ciegas y sin párpados. 

Abandono el mercado húmeda para cobijarme en casa. Me sobrecojo desde entonces cada vez que el suelo de madera gruñe bajo mis pasos. Más si lo hace bajo los suyos. Cuando nos abrazamos tengo la impresión de que las maderas se abren y que los ojos que habitan bajo ellas gravitan sobre mi para arrastrarme al vacío.  


En 1975 el matemático Benoît Mandelbrot propuso el término fractal (del latín fractus: quebrado, fracturado) para definir aquellos objetos semigeométricos cuya estructura irregular se repite a diferentes escalas. Los objetos fractales son demasiado irregulares para ser descritos en términos geométricos tradicionales. Se forman a partir de copias más pequeñas de la misma figura, de manera que las copias son similares al todo pero diferentes tamaños. Su dimensión es estrictamente mayor que su dimensión topológica, se mueve entre dimensiones no enteras. La mayoría de los elementos de la naturaleza pueden ser descritos mediante la geometría fractal, desde las nubes, las montañas, las líneas costeras, los copos de nieve, el sistema circulatorio, el ritmo del latido de nuestros corazones, o los movimientos de una lagartija tomando el sol pueden definirse como fractales naturales. Sus representaciones son aproximadas, pues las propiedades atribuidas a los objetos fractales ideales, como el detalle infinito, tienen límites en el mundo real. 

El copo de nieve de Koch descrita por el matemático sueco Helge von Koch en 1904 es uno de los ejemplos más usados para demostrar las propiedades de los fractales. En ella un segmento es dividido en tres partes iguales y la parte central sustituida por un triángulo equilátero. Luego con los cuatro segmentos obtenidos se procede igual obteniendo 16 segmentos más pequeños que se vuelven a dividir de igual manera y así sucesivamente hasta obtener una imagen como la de un copo de nieve.






Kid Koala: Basin street blues


EL DESHIELO

Una tarde leyó en la puerta de un lavabo: "Comparte tu sonrisa, anima al triste, apoya al enfermo bajo dieta insípida y cama incómoda con un dulce y con un abrazo, ama a tus semejantes, a tus distintos y tus distantes". Más tarde al llegar a casa se percató que el oso la observaba sentado desde la cama. Mirada diminuta y dulce de iris luminosos y pupilas resplandecientes que transcendían tiempo y lugar en una desproporcionada cabeza de húmedo hocico. El colchón guardaba silencio. Resignado se doblaba sin emitir lamento alguno por la carga que sobre sus espaldas reposaba. Resuelta, buscó entre las estanterías de la cocina el tarro de miel y de un salto se sentó sobre el plantígrado pardo. Abrazó lo que sus pequeños brazos abarcaron del animalote y untando sus dedos en la miel se los ofreció al afligido y adormecido oso para endulzar su día. El tiempo del sueño agonizaba, el invierno se fundía en los claroscuros del bosque y fluía pendiente abajo en forma de pequeños arroyos. Una nueva estación estaba brotando. Dejar atrás la hibernación y volver a la vida de las luces tamizadas por las nubes y las lluvias. Mano untada en dulce jalea la que despertó su sueño aquel mediodía. 


HIJAS Y HERMANAS

Nací un catorce de mayo. Me llamaron "última mujer" pues era la cuarta hija de mis padres. Deseaban un hijo, un varón en la familia, pero me precedieron Najla, Parvin y Aanisa. Luego llegué yo, la cuarta hermana en sucesión: así que para romper aquello que mis padres consideraban una maldición me denominaron como marca la tradición, confiando que llevando aquel nombre realmente me convertiría en la última mujer en nacer de aquel matrimonio. Pero meses más tarde mi hermana Nahid hizo su aparición, y mi padre se negó a seguir intentándolo. Cinco hijas son suficientes, demasiadas, pensaría él más tarde. Crecí con un nombre erróneo, que no se correspondía con la realidad, con el estigma de haber fracasado desde su más prematuro inicio, y quien sabe si ello fue lo que hizo que mi vida se convirtiese en un acumulo de equivocaciones. Leí una vez que el nombre con el cual los padres llaman a sus hijos puede determinar su desarrollo personal, su carácter y su actitud ante la vida. No por el nombre en sí, pero porque el nombre escogido dice mucho de los padres y suele ser un fiel reflejo de lo que los padres esperan del hijo, y en función de aquello lo cuidan y educan. ¿Qué esperaban mis padres con el nombre que me pusieron? Lo único que de mí aguardaban es que fuese la última niña en nacer de la familia y que el siguiente fuese un niño. Eso era todo. Nada más aguardaban ni tenían pensado sobre mi futuro. Y a los meses de vida ya había defraudado sus expectativas fracasando en mi objetivo. Perdieron toda esperanza en mí. Tras una docena de meses de existencia mi nombre ya carecía de valor y funcionalidad, ya nada se esperaba. ¿Cómo hacerlo? ¿Cómo reinventarse una vida? ¿un objetivo? cuando éste cae tan pronto.





Punto de fuga


Matt Elliott: Dust flesh and bones


Preguntas, sueños y esperanzas se codean con nosotros en la mesa.
Anidan en nuestros bolsillos como una nota escrita de una o dos líneas que se reencuentra en el futuro. El invierno ingiere desproporcionadas cantidades de luz, oscureciendo los días –esa porción de tiempo que antes pertenecía al día–.
Imposibilitándolos. Negros, los días  visten de luto.
Los sueños hastiados de esperar la luz del alba se vuelven desvergonzados,
se asoman a los grandes ventanales y ondean las cortinas con sensualidad.
Danzar sobre los adoquines.
Eso quieren.



Zurce lugares y días, en una memoria desgastada de recuerdos encauzados por raíles y traviesas infinitas, mientras va deteniendo la locomotora. El anciano maquinista reconoce su último apeadero, abandona la terminal y se espanta. ¿Dónde ir? Le han despojado de las vías que lo han dirigido toda su vida.

La carcasa de una enorme ballena férrea, esa fue la sensación que le transmitió la estación la primera vez que la vio. El ruido indefinido en el cual se confundían zapatos marchantes, equipajes arrastrados, diálogos fugaces, exhalaciones de vapor y silbidos codificados fascinó al niño que llegó a ser. De sus ruidosas vísceras partían railes paralelos a la inextinguible lejanía. A tierras ignotas de ciudades veladas. Qué placer dirigir una de aquellas locomotoras y partir al horizonte a descubrir lo que allí se esconde.

Empezó de joven a trabajar en la estación. Aprendió el oficio de mecánico, a entender e interpretar el lenguaje de las máquinas, de los depósitos y cilindros y la combustión interna que les propiciaba vida. Confiando que un día podría conducir una de ellas, abandonar la panza de la ballena y abrirse al inagotable horizonte. Transportar las expectativas de la gente que se abrazaba a las maletas. Conectar las ilusiones que vivían distanciadas. Muchos cambios de pistones, quemaduras de vapor y reparación de tuberías desgastadas le sirvieron al final para que le permitiesen conducir un tren y así partir de aquel espacio cautivo para  explorar los férreos senderos. 




"El tren parte a las nueve y ocho minutos", respondía a los pasajeros que le preguntaban antes de subirse al vagón. Sus trenes nunca salían a la hora en punto o los cuarto de hora. Evitaba partir en minutos múltiplos de cinco. Esos horarios le resultaban artificiales. Una reducción simplista del tiempo como si éste fuese regular, predecible y divisible en porciones similares. El siempre ha tenido muy claro que no es así, que el tiempo tiene su propio calendario y su transcurrir independiente, pese a nuestros innumerables y continuos intentos por capturarlo. Por ello nunca intentó competir con el mismo, mostrándose más preocupado por el buen funcionar de su máquina y la seguridad de sus viajeros que de las agujas del reloj.

Solo una vez estuvo involucrado en un accidente. Arroyó sin poder evitarlo un automóvil que se cruzó en las vías. El ruido debió ser despiadado. La locomotora destripó el coche y arrastró su cadáver mecánico varios metros. La campiña se tiñó de un terreno inhospitalario,  con el hedor de frenos quemados y hierros candentes por el que vagabundearon por unas horas sus pasajeros que no sufrieron más que pequeñas contusiones por el impacto. 
–¿Qué, cuántos murieron? No lo sé –respondía siempre que se le preguntaba por las víctimas del automóvil–. Qué más da, eso es incuantificable. La muerte es infinita.
Siempre rehusó hablar de aquel incidente, de rememorar en voz alta lo que le atormentaba por las noches y en sus prolongados silencios mientras se sumergía en el paisaje. Los compañeros que lo conocían desde hacía más tiempo aseguran que nunca volvió a ser el mismo. Que sus silencios eran penas atragantadas, compunciones contenidas que nunca consiguió consumir.  

Hoy se ha apeado en esa misma estación por última vez. Observando la carcasa metálica que sigue conteniendo a toda esta multitud: sus ilusiones, afanes, desesperanzas, monotonías. Su figura se pierde entre el tumulto de gente preguntándose ¿qué hay más allá de las vías? ¿Qué se nos esconde tras el punto de fuga? Toda una vida en pos del horizonte y sigue sin respuestas.