Despertó Evren al día siguiente con la misma sensación de vacío de los últimos meses, que ya sumaban años. Como si acabase de llegar al mundo. Pero lejos de ser un mundo excitante que requiriese ser explorado y experimentado, como el de la infancia, ese nuevo mundo, el nuevo mundo del adulto, era un mundo yermo. Carecía de estímulos. Lejos de ser un vacío liviano, su deshabitado cuerpo parecía constituido de una densidad tan alta, que hasta en la desnudez resultaba cargante y fatigoso.
Se vistió con las ropas cómodas de trabajo. Se miró en el espejo, para confirmar que la camiseta rojo oscuro del departamento de los rabdomantes no le sentaba bien. Su ánimo no casaba con la vitalidad y ambición que ostentaba esa prenda. La actitud optimista que aspiraba transmitir a aquellos que debían adentrarse en tierras desérticas en busca de agua, no funcionaba con ella. Lejos de no ejercer el efecto deseado, añadía peso, al su ya de por sí insoportable cuerpo. Generalmente se levantaba con la cara hinchada y los ojos congestionados, pero esa mañana su rostro parecía más descansado.
En el patio, alumbrado por el cálido sol de la mañana, encontró a su madre sentada en la mesita. Desayunaba, acompañando la comida con un pequeño vaso de cristal. Un pequeño recipiente de vidrio en forma de tulipán lleno de un líquido rojizo. Un té de aroma y sabor intenso. La esencia de las mañanas. A pocos metros, en un fogón construido en el patio, una doble tetera seguía calentándose. Había cosas que parecían estar por encima del tiempo y el progreso.
–Buenos días, mama.
Besó, asomándose desde su espalda, la frente de la anciana.
–Buenos días, hija. ¿Has dormido bien?
–Sí –respondió tomando asiento al otro lado de la mesa–, bastante bien. Estaba agotada anoche. ¿Cómo ha sido tu sueño?
–Mi sueño es frágil, como mi cuerpo.
–¿No te ayudan las pastillas?
La mujer se llevó una cucharada de yogur a la boca.
–Mama, ¿no te tomaste las pastillas?
La mujer siguió callada.
–Ya veo, ¿cuánto hace que no te las tomas?
–Ay hija, déjalo.
–¿Déjalo? Pero, te aconsejaron su consumo para poder conciliar mejor el sueño. Es por tu bien, mama. Para que no andes tan cansada durante el día.
–No es el sueño interrumpido lo que me cansa.
–¿A no, qué es entonces?
La madre volvió a callar. Cogió yogur de nuevo con la cuchara.
–Dime, mama, ¿qué es lo que te agota?
La mano con la cuchara se había detenido a medio camino, entre la boca y el bol. Suspendida en el aire.
–Dime, mama.
El silencio de nuevo. Un instante de espera hasta que emerge la respuesta:
–La espera, hija.
–¿La espera?
–Sí, la espera.
–¿Qué espera?
–¿Tu qué crees? Espera, sólo hay una.
–No entiendo nada.
–Pues está bien claro.
–Si tú lo dices, pero yo, últimamente no te entiendo. No dices más que vaguedades.
–No entiendes, porque no quieres entender, hija.
–No, no entiendo, porque no te quieres hacer entender mama. Y porque no tengo, ni tiempo, ni ganas para adivinanzas.
Evren se levantó de la mesa.
–¡Aske! –gritó buscándola en el patio.
–Está fuera, en la playa con Köle. Lo he mandado allí para ver si conseguía algunas coquinas antes de que suba la marea.
–Vale. Me voy, mama.
–¿No comes nada?
–No, tengo que trabajar.
–¿Tan siquiera un poco de té?
–No, no me apetece. Nos vemos luego. Cuídate.
Un nuevo beso en la arrugada frente y abandonó el patio.
******
Un nuevo día.
Un nuevo cuadrante.
Un nuevo paisaje.
Misma aridez.
Un campo de girasoles heridos por exceso de sol junto a la carretera. Evren apenas miraba. Dormitaba en su asiento, le gustaba la sensación fronteriza de la ensoñación, en la que la conciencia tenía constancia de los suspiros de su subconsciente. De niña, y más tarde de adolescente también, programaba el despertador para que sonase temprano, mucho antes de la hora a la que se la requería despierta, para poder así disfrutar de un tiempo de reposo en la cama. Un tiempo soñoliento para disfrutarlo a conciencia. No durmiendo sino estando allí, tumbada, entre las sábanas, con los ojos pesados, necesitados de más horas de sueño, debatiéndose entre el sueño y el desvelo. Miraba entonces de recuperar imágenes y escenas recreadas por su cerebro a lo largo de la noche, traerlas a la conciencia para poder recrearse en ellas como si conformasen parte de la realidad. No quería relegarlas al mundo orínico sino transferirlas al mundo real. Creía entonces que lo que consiguiese retener en su memoria algún día constituiría la realidad. Su realidad. ¿Acaso existía alguna otra?
Tras un par de horas por una de las carreteras que se dirigía al Este, hacia el gran barranco, el vehículo se desvió por un sendero terroso que se adentraba zigzagueando en el un paisaje sembrado con piedras. Circular por aquella pista no era un deslizamiento suave, todo vibraba. La cabina sufría las sacudidas de las ruedas al rodar sobre una roca o caer en un pequeño hoyo. Aske, hasta entonces tumbada en la parte posterior se sentó sobre sus posaderas, y en más de una ocasión una pequeña nube de pulgas se desprendió temporalmente de su lomo para inmediatamente volver a desaparecer en su denso pelaje negro. Evren se ajustó el cinturón de seguridad para evitar golpearse inmersa en ese zarandeo continuo.
Al fondo, en el horizonte, se iba dibujando el destino. Sobresalían en el paisaje plano un conjunto de pequeñas edificaciones, un minarete erguido como una aguja y un conglomerado de troncos secos y retorcidos, todos ellos reverenciando a un cielo diáfano. Un azul que se intensificaba a medida que subía por la cúpula, con un sol banco amarillento enceguecedor cerca de su punto más álgido. Parecía una bola de fuego capaz de hacer arder como la yesca las construcciones a las que se dirigía Evren.
Se detuvo el coche a la sombra de una de las edificaciones. Eran ruinas, lo que quedaba de un antiguo poblado levantado a orillas de un gran lago. Del lago quedaba su hondonada, una enorme depresión que se hundía suavemente hasta donde alcanzaba la vista. Un embudo monumental de piel cuarteada. El terreno parecía un mosaico monocromo, un puzzle de arcilla con enormes quebrados. Aquí y allá se veían barcazas y algún que otro barco de pesca volcados. Ladeados sobre sus carcasas oxidadas como peces muertos, con redes y otros utensilios esparcidos a sus alrededor, como si de sus tripas se tratase. Algunas embarcaciones reposaban próximas a lo que en otros tiempos constituyó la orilla. Otras se perdían en el horizonte. Un par de pasarelas de madera se adentraban en unas aguas ilusorias, constituyendo un embarcadero irreal del cual pendían ahorcadas dos barcas.
Evren contempló el lugar. No había estado nunca antes en aquella zona. No era el primer lago expirado que veía, pero sí de unas dimensiones tan grandes como aquellas. Era un pequeño mar interior. Apenas podía percibir la otra orilla, ni adivinar donde quedaba el núcleo del lago. El lugar donde se hundía hasta alcanzar su mayor profundidad: poco más de treinta metros según los datos de los que disponía. En algunos lugares quedaban manchas harinosas, brillos albinos de sales incrustadas en las arcillas.
Buscó en la Red de Nubes información sobre el lugar, pero no consiguió conexión. Su señal no cubría aquella parte del mundo, sólo le llegaba información a través de los sistemas de posicionamiento de la Oficina. Para todo lo otro, aquella zona no estaba conectada. No existía. Lo mejor sería acabar el trabajo cuanto antes y abandonar ese no-lugar. Transmitió las coordenadas del cuadrante a cubrir a las pulgas. Estas abandonaron inmediatamente el cuerpo de Aske en un revuelo y se dirigieron al este del poblado. La perra las siguió tras lanzar una mirada a Evren. Ves, le animó ésta con un gesto de brazo.