Rabdomantes (ocho)



Despertó Evren al día siguiente con la misma sensación de vacío de los últimos meses, que ya sumaban años. Como si acabase de llegar al mundo. Pero lejos de ser un mundo excitante que requiriese ser explorado y experimentado, como el de la infancia, ese nuevo mundo, el nuevo mundo del adulto, era un mundo yermo. Carecía de estímulos. Lejos de ser un vacío liviano, su deshabitado cuerpo parecía constituido de una densidad tan alta, que hasta en la desnudez resultaba cargante y fatigoso.  

Se vistió con las ropas cómodas de trabajo. Se miró en el espejo, para confirmar que la camiseta rojo oscuro del departamento de los rabdomantes no le sentaba bien. Su ánimo no casaba con la vitalidad y ambición que ostentaba esa prenda. La actitud optimista que aspiraba transmitir a aquellos que debían adentrarse en tierras desérticas en busca de agua, no funcionaba con ella. Lejos de no ejercer el efecto deseado, añadía peso, al su ya de por sí insoportable cuerpo. Generalmente se levantaba con la cara hinchada y los ojos congestionados, pero esa mañana su rostro parecía más descansado. 

En el patio, alumbrado por el cálido sol de la mañana, encontró a su madre sentada en la mesita. Desayunaba, acompañando la comida con un pequeño vaso de cristal. Un pequeño recipiente de vidrio en forma de tulipán lleno de un líquido rojizo. Un té de aroma y sabor intenso. La esencia de las mañanas. A pocos metros, en un fogón construido en el patio, una doble tetera seguía calentándose. Había cosas que parecían estar por encima del tiempo y el progreso. 

–Buenos días, mama.
Besó, asomándose desde su espalda, la frente de la anciana.
–Buenos días, hija. ¿Has dormido bien?
–Sí –respondió tomando asiento al otro lado de la mesa–, bastante bien. Estaba agotada anoche. ¿Cómo ha sido tu sueño?
–Mi sueño es frágil, como mi cuerpo.
–¿No te ayudan las pastillas?
La mujer se llevó una cucharada de yogur a la boca.
–Mama, ¿no te tomaste las pastillas?
La mujer siguió callada.
–Ya veo, ¿cuánto hace que no te las tomas?
–Ay hija, déjalo. 
–¿Déjalo? Pero, te aconsejaron su consumo para poder conciliar mejor el sueño. Es por tu bien, mama. Para que no andes tan cansada durante el día.
–No es el sueño interrumpido lo que me cansa.
–¿A no, qué es entonces?
La madre volvió a callar. Cogió yogur de nuevo con la cuchara.
–Dime, mama, ¿qué es lo que te agota?
La mano con la cuchara se había detenido a medio camino, entre la boca y el bol. Suspendida en el aire.
–Dime, mama.
El silencio de nuevo. Un instante de espera hasta que emerge la respuesta:
–La espera, hija.
–¿La espera? 
–Sí, la espera.
–¿Qué espera?
–¿Tu qué crees? Espera, sólo hay una.
–No entiendo nada. 
–Pues está bien claro.
–Si tú lo dices, pero yo, últimamente no te entiendo. No dices más que vaguedades.
–No entiendes, porque no quieres entender, hija.
–No, no entiendo, porque no te quieres hacer entender mama. Y porque no tengo, ni tiempo, ni ganas para adivinanzas.
Evren se levantó de la mesa.
–¡Aske! –gritó buscándola en el patio. 
–Está fuera, en la playa con Köle. Lo he mandado allí para ver si conseguía algunas coquinas antes de que suba la marea.
–Vale. Me voy, mama.
–¿No comes nada?
–No, tengo que trabajar.
–¿Tan siquiera un poco de té?
–No, no me apetece. Nos vemos luego. Cuídate.
Un nuevo beso en la arrugada frente y abandonó el patio.

******   

Un nuevo día. 
Un nuevo cuadrante. 
Un nuevo paisaje. 
Misma aridez. 
Un campo de girasoles heridos por exceso de sol junto a la carretera. Evren apenas miraba. Dormitaba en su asiento, le gustaba la sensación fronteriza de la ensoñación, en la que la conciencia tenía constancia de los suspiros de su subconsciente. De niña, y más tarde de adolescente también, programaba el despertador para que sonase temprano, mucho antes de la hora a la que se la requería despierta, para poder así disfrutar de un tiempo de reposo en la cama. Un tiempo soñoliento para disfrutarlo a conciencia. No durmiendo sino estando allí, tumbada, entre las sábanas, con los ojos pesados, necesitados de más horas de sueño, debatiéndose entre el sueño y el desvelo. Miraba entonces de recuperar imágenes y escenas recreadas por su cerebro a lo largo de la noche, traerlas a la conciencia para poder recrearse en ellas como si conformasen parte de la realidad. No quería relegarlas al mundo orínico sino transferirlas al mundo real. Creía entonces que lo que consiguiese retener en su memoria algún día constituiría la realidad. Su realidad. ¿Acaso existía alguna otra?

Tras un par de horas por una de las carreteras que se dirigía al Este, hacia el gran barranco, el vehículo se desvió por un sendero terroso que se adentraba zigzagueando en el un paisaje sembrado con piedras. Circular por aquella pista no era un deslizamiento suave, todo vibraba. La cabina sufría las sacudidas de las ruedas al rodar sobre una roca o caer en un pequeño hoyo. Aske, hasta entonces tumbada en la parte posterior se sentó sobre sus posaderas, y en más de una ocasión una pequeña nube de pulgas se desprendió temporalmente de su lomo para inmediatamente volver a desaparecer en su denso pelaje negro. Evren se ajustó el cinturón de seguridad para evitar golpearse inmersa en ese zarandeo continuo.

Al fondo, en el horizonte, se iba dibujando el destino. Sobresalían en el paisaje plano un conjunto de pequeñas edificaciones, un minarete erguido como una aguja y un conglomerado de troncos secos y retorcidos, todos ellos reverenciando a un cielo diáfano. Un azul que se intensificaba a medida que subía por la cúpula, con un sol banco amarillento enceguecedor cerca de su punto más álgido. Parecía una bola de fuego capaz de hacer arder como la yesca las construcciones a las que se dirigía Evren. 

Se detuvo el coche a la sombra de una de las edificaciones. Eran ruinas, lo que quedaba de un antiguo poblado levantado a orillas de un gran lago. Del lago quedaba su hondonada, una enorme depresión que se hundía suavemente hasta donde alcanzaba la vista. Un embudo monumental de piel cuarteada. El terreno parecía un mosaico monocromo, un puzzle de arcilla con enormes quebrados. Aquí y allá se veían barcazas y algún que otro barco de pesca volcados. Ladeados sobre sus carcasas oxidadas como peces muertos, con redes y otros utensilios esparcidos a sus alrededor, como si de sus tripas se tratase. Algunas embarcaciones reposaban próximas a lo que en otros tiempos constituyó la orilla. Otras se perdían en el horizonte. Un par de pasarelas de madera se adentraban en unas aguas ilusorias, constituyendo un embarcadero irreal del cual pendían ahorcadas dos barcas.


Evren contempló el lugar. No había estado nunca antes en aquella zona. No era el primer lago expirado que veía, pero sí de unas dimensiones tan grandes como aquellas. Era un pequeño mar interior. Apenas podía percibir la otra orilla, ni adivinar donde quedaba el núcleo del lago. El lugar donde se hundía hasta alcanzar su mayor profundidad: poco más de treinta metros según los datos de los que disponía. En algunos lugares quedaban manchas harinosas, brillos albinos de sales incrustadas en las arcillas. 

Buscó en la Red de Nubes información sobre el lugar, pero no consiguió conexión. Su señal no cubría aquella parte del mundo, sólo le llegaba información a través de los sistemas de posicionamiento de la Oficina. Para todo lo otro, aquella zona no estaba conectada. No existía. Lo mejor sería acabar el trabajo cuanto antes y abandonar ese no-lugar. Transmitió las coordenadas del cuadrante a cubrir a las pulgas. Estas abandonaron inmediatamente el cuerpo de Aske en un revuelo y se dirigieron al este del poblado. La perra las siguió tras lanzar una mirada a Evren. Ves, le animó ésta con un gesto de brazo.





Rabdomantes (siete)




Fuera Evren vio un sol que andaba bajo, volando caliente y frío, apunto de evaporarse en el mar. Las gaviotas andaban en retirada. Unas pocas siluetas surcaban los peñascos en busca de sus nidos. El viento avanzaba lentamente desde el horizonte, como si empujase piedras frente a sí, como si hubiese tirado las grandes rocas que se asomaban sobre la superficie del mar. Entre ellas descubrió a Köle, con el agua por encima de las rodillas y a Aske ladrando un poco más allá, cerca de la orilla, donde morían agotadas las olas.

El robot se giró hacia la perra y con un golpe de mano le arrojó un mechón de agua que ella intentó capturar con la boca. Luego volvió a ladrar a Köle, quien siguió adentrándose un poco en el agua. Se dobló introduciendo sus brazos bajo la lámina azul para robarle de su intimidad un fajo de algas.

Cerca de la costa no eran tan abundantes, debía caminarse la bahía entera para reunir un buen puñado de las mismas, pero un poco más adentro, traspasada la barrera de las rocas, tras las cuales el suelo marino caía unos cuantos metros, se alzaban verdaderas columnas de algas, más altas que cualquier árbol de los que Evren había visto nunca, con hojas verdes y moradas que ondeaban, mecidas por las corrientes, como si fueran cintas de colores. Conformaban un bosque de algas subacuático. Un bosque en el cual le gustaba a Evren sumergirse. Dejarse tocar. Sentir las largas hojas de las algas golpear suavemente su piel y enredarse en su cuerpo desnudo. Desconocía lo que había más allá de aquel bosque. Este se extendía hasta allí donde alcanzaba su vista. Los rayos de luz penetraban individualizados entre las columnas que servían de refugio y alimento a un gran número de peces.

En ocasiones Evren había visto focas jugando con las cintas, envolviéndose con las algas tal y como hacía ella. Un hombre del pueblo, al que gustaba adentrarse en el mar en un pequeño bote, le explicó que la extensión del bosque era enorme. Que nunca había llegado a sus límites, que la altura de las algas podía alcanzar los doscientos metros, y que más adentro se acumulaban y enroscaban entre ellas hasta formar enormes islas flotantes de algas. Evren soñaba con ver esas islas, pero nunca se había atrevido a embarcarse tan adentro. Prefería la firmeza del desierto bajo sus pies. Adentrarse en ese vacío seco no le asustaba tanto.

Köle siguió un rato rastreando el fondo entre las rocas, colgaba en su espalda el cubo rojo donde iba depositando las cintas de algas que iba recolectando. Evren contemplaba desde los escalones que bajaban a la playa la escena, dejando que la cálida y lenta brisa acabasen de secar su pelo. Había pensado en gritarlos para que volviesen a casa, pero aquella presencia la inhibió.

En el otro extremo de la bahía estaba sentada la figura blanca. Había abandonado su sombra en el callejón para pasear por la arena de la playa. Había allí, sobre la cabeza de la sombra blanca, unas antiguas estructuras talladas en la roca del acantilado. Unas formas milenarias que parecían casas, fachadas cinceladas que recreaban columnas, techos, puertas y ventanas. Eran el domicilio de los muertos. Los antiguos habían recreado sus casas para acoger a los muertos. Para dotarles de un hogar donde reposar. Casas esculpidas unas encima de las otras, cubriendo gran parte de la pared rocosa. Se desconocía como aquellos antiguos, los llamados lícios, los habitantes de “la tierra de las luces”, habían podido tallar las tumbas a tanta altura en aquella época. Las tumbas iban desde bajo el mar, pues algunas habían quedado sumergidas con el tiempo, hasta lo más alto del risco. Como fuese, aquella ciudad esculpida habitada por muertos, había formado desde tiempos inmemorables parte del paisaje de la zona. Otras ciudades como aquella se apreciaban a lo largo de la costa.

Para Evren, la mujer envuelta en blanco formaba tanta parte del paisaje como aquellas reliquias arqueológicas. Una antigualla de otros tiempos. Creía incluso que de alguna manera existía conexión alguna entre ella y aquel antiguo y extraño culto. Atribuía la serenidad de su mirada y sus movimientos al misterio de esa pared de roca. Cuando se lo había sugerido a su madre, esta siempre se lo había desmentido. Le había intentado explicar que el culto de aquella mujer nada tenía que ver con el de los antiguos talladores de rocas, que el de ella no se perdía tan atrás en el tiempo. 

“Mi abuela”, le había dicho, “vestía igual que esta mujer. No sólo ella, sino muchas de las de su edad que vivían en la villa lo hacían. A medida que fueron muriendo, sus creencias y con ellas sus vestimentas fueron desapareciendo. No creo que queden muchas personas que hoy en día crean en esas cosas”.

Aún así, viéndola sentada junto a las tumbas antiguas no podía dejar de establecer un vínculo entre ambas. Las dos eran parte de un pretérito misterioso y desconocido para Evren. Unos mundos tan extintos, como las praderas verdes de los llanos de las que hablaba su madre. Un ayer desvanecido, del cual aquella mujer resurgía como una singularidad. Una presencia fuera de lugar. Algo que la intimidaba.

Se limitó a llamar a Köle a través de su dispositivo y volvió a casa.

**** **** ****              

–¿Has hablado con tu padre últimamente?
–No. ¿Tu?
–Tampoco, ¿por qué debería hacerlo?
Yady tan siquiera levantó la vista del plato. Siguió comiendo.
–No sé, ¿por qué debería hacerlo yo entonces?
–Porque eres su hija. Pensé que quizás te habría llamado. Debería mostrar más interés por ti.
–Pues ya ves que no.
El silencio se extendió entre las dos mujeres. La mesa que las separaba, más que un espacio común parecía una zanja. Tan profunda como el gran barranco que había engullido las aguas de los páramos llevándolas hasta niveles freáticos inalcanzables.
–De todas maneras, no importa mucho –añadió Evren.
–No deberías decir eso.
–Pero es cierto, mama. 
Una nueva pausa.
–¿Sabes?, de vez en cuando me pregunto para qué sirve un padre.
–Evren… algún día deberías llamarlo.
–¿Para qué? 
–Para hablar. Sólo para eso.
–No necesito hablar, mama.
–Todos necesitamos hablar.
–No. No todos.
Evren se levantó de la mesa y dejó el plato en el fregadero.
–Gracias por la cena, mama. Estaba muy rica. Me voy a dormir –depositó un ingrávido beso sobre la frente de la anciana que seguía sentada–. No limpies los platos. Lo hará Köle.

Evren entró en el dormitorio y se encontró con Aske durmiendo al pie de la cama. Decidió no echarla. Miró el monitor de su ordenador en negro. Bajó con la yema de los dedos por el cordón neuronal amagado entre su cabello. Lo tuvo un rato entre sus dedos. Entre la oscuridad de la habitación y el negro mudo de la pantalla. Al final se sumergió en las sábanas, en posición fetal para no darle con los pies a Aske y se durmió casi en el acto.

Yady fregó los platos. Los secó uno a uno con un trapo y los devolvió a la estantería. Siguió luego frotando la olla que dejó bocabajo sobre el fregadero. Pausadamente caminó hacia el dormitorio. Las luces se fueron extinguiendo a su paso, introduciendo la noche en la casa.

En el patio Köle observaba el firmamento. El cielo, un desierto de día, tan despoblado, revelaba en la noche el universo y su vastedad. La oscuridad era el vestido del mundo. La bóveda celeste había sido empapelada con postales de otros tiempos. El androide identificó un nuevo punto de luz, un destello que tuvo lugar hace miles, quizás millones de años y que llegaba hasta él haciendo presente el pasado. Nada de esto debería existir, reflexionó en silencio, no era una deducción suya, lo argumentaban los científicos, lo había leído en alguna parte, la Física no había encontrado la asimetría que debía existir entre materia y antimateria para evitar que ambas se destruyesen. Son imagen y reflejo, opuestos idénticos. ¿Qué asimetría salvó en el principio de los tiempos al Universo a no ser engullido por sí mismo? ¿Cómo pudo la materia imponerse sobre a antimateria? ¿Como pudo dar forma a todo lo que lo rodeaba, incluso a sí mismo? Köle se hacía muchas preguntas, aunque desconocía la razón de las mismas. Desconocía la fuente de su curiosidad. Era un impulso. 




Rabdomantes (seis)



A Aske le encantaba ser cepillada. Tumbada en el patio, junto al pequeño huerto con los dos árboles, en una mancha luminosa producida por el sol del atardecer, exponía su lomo arqueado, levantando el trasero, para que Evren centrase en esa zona el paso de las púas. Cuando había quedado satisfecha con el raspado en esa zona se giraba sobre su espalda, rindiéndose con las cuatro patas en alto, ofreciendo su fornido pecho al cepillo. El millar de micro-robots yacían en la parcela de luz, atrapando energía solar en una de sus alas que llevaban instaladas a modo de paneles solares. 

Evren se aplicaba en la limpieza de Aske. Deshacía los nudos de su pelaje y retiraba los restos de espigas. Examinaba minuciosamente entre los dedos que no tuviese ninguna herida, que se le hubiese clavado alguna estructura vegetal que pudiese causar una nueva infección. La perra se dejaba hacer pacientemente. No había palabras entre ellas. Evren no las necesitaba. El contacto, la presencia de una y otra lo abarcaba todo. Era el mejor y el único de los posibles lenguajes entre ellas. El rascado en la parte posterior de las orejas era la señal de que la sesión se daba por finalizada. Entonces Aske se levantó, se sacudió, emitió un estornudo de lo más humano y salió corriendo en busca de Yady, la madre de Evren, de quien esperaba que le hiciese entrega de una buena porción de comida. Evren se dirigió a su habitación a finalizar su informe del día para la Oficina.

–Espera Aske, ahora no puedo –Yady andaba ocupada removiendo las cebollas y las guindillas que se freían en la olla–. ¡Köle! –aguardó un momento– ¡Köle! ¿Puedes venir un momento?

Al poco apareció Köle. Era un androide asistente, un modelo sencillo, lejos de la sofisticación y apariencia humana que se le había concedido a los primeros autómatas. La creación de robots con aspecto de hombre o mujer, había sido debatida por teólogos y sociólogos durante años con opiniones contradictorias, unos a favor, otros en contra. Los diseñadores, al margen de los conflictos éticos y morales, optaron por la similitud, por el afán de copiar, bien por falta de poder imaginar nuevas formas o por el antropocentrismo reinante que consideraba a los humanos la forma triunfante de la naturaleza. La que la selección natural había llevado hasta su perfección. Sin embargo pronto descubrieron que el aspecto físico limitaba las posibilidades de los propios autómatas. Que un robot humaniforme sólo podía hacer las mismas cosas que un humano. Mejor, más deprisa, con menos fallos, pero lo mismo en el fondo. Aún así, como sucede siempre, no fueron ni los teólogos, ni los sociólogos, ni los psicólogos, ni los diseñadores, quienes marcaron las pautas, sino esa entidad imprecisa que desde hace años se denominaba, “el mercado”. La demanda. El dinero. Las ventas. Los beneficios acabaron moldeando el aspecto de los robots que convivían con las personas. Los más antropomorfos habían generado cierta repudia entre la población, una reacción negativa que había forzado a los fabricantes a prescindir en la mayoría de los casos de los rasgos humanoides.  

A Köle lo componía un esqueleto y músculos artificiales azulados, sin artificios ni pieles sintéticas que escondiesen su naturaleza mecánica. Su anatomía se había inspirado en la de los grandes primates, con capacidad para desplazarse tanto sobre sus cuatro extremidades, gozando así de una mayor estabilidad, como para erguirse sobre dos patas cuando las tareas lo requerían, liberando así sus manos para desarrollar todo tipo de tareas domésticas. Su cabeza era cónica, un enorme ojo-cámara central azulado, que monopolizaba todo su rostro. Carecía de expresión alguna y de lenguaje corporal. Su voz, era de un timbre metálico cálido. Inalterable, siempre apacible.

En cuanto Aske lo vio entrar por la puerta se lanzó a dar vueltas a su alrededor, a cuatro patas era casi tan alto como ella. Köle miró, analizó la escena y, sin esperar orden alguna, se dirigió a la alacena donde guardaban el pienso de Aske, llenando con ello su plato. La perra olisqueó el cuenco. Miró al androide y meneó, casi imperceptiblemente, la cola. Finalmente se abalanzó sobre la comida. Köle, viendo que el cuenco del agua andaba casi vacío lo rellenó bajo el grifo y lo dispuso junto al de la comida. Aske levantó el morro de la comida y miro brevemente a Köle. Los ojos claros de la perra se cruzaron con el azul fulgente de la lente del androide. Fue un momento, un acto fugaz de comunicación entre ambos. Luego, pasó la lengua sobre sus bigotes y volvió al pienso. 

–¿Puedo ayudar en algo? –preguntó dirigiéndose hacia Yady, quien seguía pendiente del sofrito.

Primero, la anciana despachó al robot con un gesto pausado de mano, un par de golpecitos al aire como quien espanta a una mosca, pero cuando éste se disponía a retirarse, lo detuvo.

–¡Espera! Podrías acercarte un momento a la playa y, si encuentras, traer algunas algas.
–¿Cuántas necesita?
–¿Cuántas? No sé cuántas. Las que puedas. Trae un buen puñado. Al freírse quedan en nada. 
–Entendido.

Köle salió al patio. En el rincón donde la madre de Evren guardaba los utensilios para cuidar el huerto encontró un cubo de plástico rojo. Se lo enganchó en la espalda y caminando a cuatro patas salió a la calle. Aske lo vio pasar, dejó de prestar atención a la comida y miró con sus ojos bien abiertos a Yady. La mujer seguía de espaldas, removiendo las cebollas para evitar que estas se quemasen, las cocía poco a poco para que caramelizasen. Aske lanzó un ladrido. Cuando consiguió que la mirase, movió el rabo enérgicamente y dio un giro sobre sí misma. “Ves si quieres”. Antes de acabar la frase Aske corría tras Köle.

**********

Evren escribió la conclusión del informe: “No hay agua en el cuadrante 37.206101:32.573999”. La sentencia iba precedida de otra donde se especificaba en función de los datos recopilados por las pulgas, la probabilidad de encontrar agua. La conclusión debía ser binaria: “Si hay” o “No hay”, siendo la misma la mayor responsabilidad del agente rabdomante enviado a la sección, al cual sin embargo se le exigía adjuntar todos los datos en bruto para ser incluidos en la base de datos. Releyó la decisión tomada y presionó la tecla de “expedir”. Tanto el informe como los parámetros recogidos en el campo fueron remitidos a la Oficina. Se echó atrás, acomodándose sobre el respaldo de la silla. 
“Recibido” decía el monitor.
Le llegó el aroma dulzón de la cebolla caramelizada desde la cocina y cayó en la cuenta que apenas había comido en todo el día. La tripa se hizo saber. Más allá de su conciencia, el sistema digestivo se había activado, transmitiendo señales, puras sensaciones. Recorrió el pasillo guiada por el olor. Se detuvo junto al marco de la puerta.

Su anciana madre seguía de espaldas concentrada en el sofrito. Al verla, le vino a la cabeza la imagen de un cardo seco. Un cuerpo áspero y agreste, al mismo tiempo que delicadamente quebradizo. Espinoso y delicado, capaz de ser doblegado por un golpe de viento. Permaneció allí un rato, mirándola cocinar. De pequeña había pasado horas sentada en un taburete apreciando la espalda de su madre, mientras aguardaba la cena entretenida con su consola. La estampa difería poco de la de su memoria. La luz, los olores, esas cosas no habían cambiado, pero las sensaciones no eran las mismas. El tiempo confería a un escenario idéntico una perspectiva diferente.
Miró el cuenco de Aske. Quedaba comida. Dirigió una mirada a lo largo del pasillo que llevaba al patio. No vio nada, ningún movimiento. Se aclaró la garganta y entró en la cocina.

–¿Y Aske?
–Ah, ¿ya estás aquí? –preguntó Yady volviéndose momentáneamente–. Ha bajado a la playa con Köle hace un rato. Lo he mandado a buscar unas algas para la cena. Será muy inteligente, pero eficiente, recolectando algas, no mucho…
–Le falta práctica mama, eso es todo. Lleva su tiempo aprender donde crecen. En cuanto tenga más datos y experiencia ya verás como gana en eficacia.
–Si tu lo dices. ¿Me acercas un bote de tomate?
–¿Dónde los guardas, aquí?
La madre miró el armario que Evren estaba apunto de abrir.
–No, en el otro.
La estantería superior estaba atestada de tarros de cristal, muchos de ellos con tomate, triturado y preservado en aceite aromatizado con diferentes hierbas. Otros contenían pimientos rojos laminados, otros berenjenas, otros corazones de alcachofas y otros tipos de cardos, todos ellos debidamente etiquetados con su contenido y fecha de elaboración. Las mismas etiquetas y la misma letra meticulosa que su madre empleaba en esos casos desde que tenía memoria. La grafía algo trémula, pero la misma. Los mismos detalles al cerrar las letras, en sus uniones y en los números arábigos que los databan. Cogió uno y lo dejó sobre la cocina. Al alcance de su madre.
–¿Me lo abres?
Lo abrió y lo dejó en el mismo sitio. La anciana vertió su contenido en la olla. Su contenido se revolvió ante la intromisión de aquel nuevo elemento. Fue un quejido instantáneo. Algo breve. Un burbujeo que liberó un nuevo aroma, uno ligeramente ácido combinado con la intensidad del laurel. La esencia de un hogar. La madre siguió dando vueltas al contenido con el cucharón.

–¿Puedes salir fuera y decirle a Köle que traiga lo que tenga?