El origen



–Cuando era más joven creía que al envejecer a uno le llegaba la sabiduría, pero eso es una collonada. Lo único que llega es la vejez –rebufa apoyada sobre el bastón.
      
    Cada vez cuesta más seguir el paso de la abuela. Subimos por la calle de la Riereta, y tengo que frenarme, detenerme constantemente para no dejarla atrás. Un par de mujeres, con vestidos de vuelo coloridos y pañuelos a juego abiertos sobre sus cabeza, nos adelantan. A su alrededor orbitan ruidosos tres niños. El Avia levanta la mirada de sus pies por encima de sus gafas y chasquea la lengua. Reanuda su marcha. En una esquina, una par de gatos famélicos husmean una bolsa de basura que alguien ha dejado junto al contenedor. Cuando era niño me llevaba a casa de los abuelos muchos cachorros llenos de sarna que me encontraba en las calles, mis padres nunca habían querido tener en casa mascotas, pero si recuerdo bien, el que entonces me parecía enorme, gato negro de los abuelos. Así que los dejaba allí, a su cuidado, en una cajita de cartón y unas hojas arrugadas de periódico, pero cuando volvía el Avi siempre me decía que se habían escapado. Supongo que los echaban a la calle en cuanto me iba.
      –Mira –dice la abuela, mandándome detener con un suave golpe en el brazo con el bastón–, ese es el balcón. Aquí es donde vivía.
      Me limito a asentir, ahora volverá a explicar cuanto frío pasaron aquel primer invierno cuando dejaron el pueblo para instalarse en Barcelona. Pero, no, en lugar de eso, me sorprende con un nuevo dato. Allí, en el número 19, justo frente al que era su balcón, vivía mi padre. Alguna vez le había oído decir que había vivido con sus padres en el Raval, pero nunca supe donde. Todas mis memorias de los abuelos paternos están vinculadas al piso de Gracia.
      –Así, ¿mamá y papá eran vecinos?
      –Si claro, ¿cómo crees que se conocieron? A través de la ventana. En cuanto tu padre se percató de que tu madre lo miraba desde la ventana del comedor, no hizo más que exhibirse.
      –¿Papá, exhibirse?
      –Sí, allí –señala una ventana en el tercer piso–, se paseaba por su cuarto sin camiseta, con el torso desnudo y salía así también al balcón a fumar cigarrillos. Hacía gimnasia en su habitación, subiendo y bajando una barra para lucir sus músculos.
      
    Se me escapó una risita imaginando a mi padre elaborando semejante ritual, con lo tosco que es hoy en día, me cuesta verlo como un joven en celo sacando a relucir sus atributos. Siempre entendí que se habían conocido a través de un amigo común, con el cual mi padre solía jugar timbas de póquer. Allí está el disco, «el de la canción del grito», como lo llamaba yo de pequeño, ese elepé de nombre enigmático, Ummagumma, como prueba fehaciente. Aquel disco se lo había ganado en una de esas partidas al amigo común. Era el disco de mi infancia, la canción con la que subía el volumen del tocadiscos e imaginaba que una guitarra eléctrica colgaba de mis hombros mientras agitaba la cabeza ante el arranque de batería propiciado por aquel grito, angustioso e intrigante a la vez. Ese disco y el de las vacas en la cubierta, pasaron a manos de mi padre desde aquel amigo común. Los discos del celestino que unió a mis padres y marcaron mi juventud. Aquella había sido siempre la versión oficial. Nadie, ni yo ni mis hermanos, habíamos preguntado nunca por ello, pero hasta hoy, aquella había la historia de mi génesis. Mi versión. La incuestionable verdad construida alrededor de aquellos discos.
      –Tuve que sentar a La Mare, mi suegra que llevaba años de luto con nosotros, junto al balcón. Como no salía nunca de casa, en cuanto iba de compras, acercaba su balancín al portón de la terraza y allí la dejaba. Al menos ahí servía para algo. Para disuadir a los exhibicionistas, ¿sabes? Pasaba las horas escudriñando el edificio de enfrente y gritaba en cuanto los veía. Los ahuyentaba. Tendrías que haber visto como gritaba, para ayudar en casa no tenía fuerzas, eso decía, pero para gritar no veas. A veces la oía desde el ultramarinos de la esquina.
      –¿Gritando a papá?
      –También, pero no tanto a él, sobretodo a los vecinos del segundo. Era una pareja joven, ya sabes, uno de esos jipis sin valores. En verano se acostaban con la ventana abierta. Sin correr las cortinas ni bajar las persianas. Andaban desnudos todo el día. Un día a él le vi eso…
      –¿Eso?
      –Sí, eso, lo que cuelga y todo lo demás. Al Avi, le caían bien, le encantaba tenerlos como vecinos, sobre todo a ella. Lo pillé varias veces espiándola. La desvergonzada lo sabía y posaba para él. Eran unos exhibicionistas. Les encantaba ser observados, como a tu padre. Bah, suerte que nos fuimos pronto de este piso en cuanto le dieron el nuevo trabajo al Avi.
      
    Dicho eso, vuelve a fijar su mirada en la calzada y sigue con sus pasos cansinos. Hay que acabar el paseo. Otro grupo de mujeres envueltas en gasas de colores nos adelantan. Vuelve a chasquear la lengua, de ella cae un, «cómo ha cambiado este barrio».

No digo nada, pienso que estos nuevos vecinos en el fondo serían más del agrado de la bisabuela y hasta de la propia abuela, son de los que no enseñan nada y cubren todas sus vergüenzas.



4 degustaciones:

Carmela dijo...

Me resulta deliciosa la abuela apoyada en su bastón y arrastrando sus pasos por el barrio del Raval, aunque está claro que debió ser una mujer de armas tomar, y me hace sonreir su expresión de collonada ante lo que trae el envejecer: la vejez. Debe ser hermoso escuchar todas esas historias almacenadas en su memoria, saber esos pequeños detalles, la ventana de enfrente, los vecinos del segundo...pequeños fragmentos que a fin de cuenta son parte del pasado, son parte de uno mismo. Ummagumma, Pink Floy, recuerdo ese disco, su sonido que me lleva a tantos años atrás y a la simpática vaca, la reina del rock :)) quien le iba a decir a esa tranquila vaquita pastando en ese verde prado que sería tan famosa.
Una hermosa manera de narrar ese paseo por el Raval, Aka. Un placer como siempre leerte.
Un fuerte abrazo.

elmaquinistaciego dijo...

Los relatos con tu abuela son siempre de mis favoritos. Me gusta su honestidad sin doble filo, su claridad y su toque irónico (en gallego sería 'retranca', que es algo sutilmente distinto, pero no tengo palabra en castellano para traducirla...).
Qué curioso cómo nos inventamos historias sobre nosotros mismos y nuestro pasado, o incluso cómo nos las cuentan diferentes los demás y un día, por un pequeño paseo, un par de detalles, sale a la luz otro ángulo, otra verdad.
Gracias por compartir estas historias personales, son muy hermosas, y siempre las narras con tanto detalle que uno se ve ahí, junto a esos gatos, los de hoy y los del pasado, y puede ver a tus abuelos.
Yo apenas conocí a los míos, es una de mis grandes penas (de pequeña creí durante mucho tiempo que éramos una especie de 'extraterrestres', tenía la sensación de que nos habían depositado aquí, sin raíces ni pasado, y supongo que aún pervive un poco esa sensación de desarraigo en mí). A veces alguien cuenta una historia, y me encantan. Mi favorita para contar (aunque sea un drama, es verdad aunque tenga mucho de realismo mágico) es que mi abuela paterna, Amalia, estuvo casi un año metida en una caja la pobre. Una vaca por poco la aplasta y, como dijo el médico, la partió por todos lados, aunque dejó justo lo imprescindible. Como mi familia no tenía dinero para otra cosa, lo único que se les ocurrió para inmovilizarla y que soldara todo aquello fue meterla en una caja, como si fuera un ataúd, con un agujero para hacer sus necesidades, y la tía Mercedes cuidó de ella con gran cariño durante unos ocho o nueve meses. Pasado ese tiempo, rompieron la caja, con el corazón en vilo porque no podían saber cuál sería el resultado. Por suerte, lo roto había soldado y, aunque anduvo encorvada y con dificultad el resto de su vida, pues eso, podía andar ;) Es una historia triste, pero fantástica, pena que yo sólo recuerde a mi abuela vestida de negro, pequeñita, dándonos a mí y a mi hermano cien pesetas y 'unha cunca de leite' (una taza de leche) recién ordeñada las pocas veces que llegué a visitarla con cuatro o cinco años, antes de que muriese.
Y ya me enrollé (es que me encanta contar esta historia jejeje)

Lo dicho, me gustan mucho las abuelas en general, y la tuya en particular :)

Un abrazo y buen fin de semana!

Aka dijo...

Si Carmela, sigue siendo una mujer de carácter, demasiado a veces, pero imagino que sin ese carácter quizás no hubiese sobrevivido a lo que sobrevivió. Lamentablemente cada vez le cansa más salir de paseo, antes lo hacía siempre, cada día, el barrio era su vida, salir de compras y pasar rato en cada local hablando con los propietarios, o con los vecinos que allí se agolpaban haciendo cola para comprar un trozo de carne o algo de pescado, se conocían todos y esa era su red social de entonces, pero de eso ya hace años, como dice, se han ido muriendo todos, primero los maridos, conformándose una especie de asociación de viudas y luego poco a poco todas las amigas, y las que no, han dejado el barrio para irse al cuidado de los hijos en otros sitios. Son 95 años los suyos, demasiados, dice a veces, pero que le den lo que le toca, que no le quiten ni un sólo día, añade siempre, le queda el placer del café y una buena comida, con la familia si es posible.
Si, esa vaca que mira curiosa a la cámara en el verde pasto, sin quererlo se ha convertido en un icono, al menos entre algunos :) Si los anímales cobrases derechos de imagen sin duda sería una de las vacas más ricachonas, con un prado gestionado a su gusto.
Un abrazo Carmela, un gusto verte siempre por aquí. Que tengas una buena semana.

Aka dijo...

Ostras Maquinista, la historia que cuentas de tu abuela Amalia parece realmente sacada de un relato de realismo mágico, dentro de la tragedia, que imagino fue mucha, resulta fascinante escuchar ahora, con el tiempo, como el humano se sobrepone a sus dificultades y los límites del cuerpo, su capacidad de regeneración, y este caso la capacidad inventiva para suplir la carencia de recursos. Sinceramente, el relato me ha parecido increíble, me ha conseguido arrancar una sonrisa una vez superado el shock de visualizar a una mujer aplastada bajo el peso de una vaca. Con lo adorables que me han parecido siempre en los campos, con el tiempo les he ido cogiendo respeto. Recuerdo en el Cap de Creus, una primavera que estaba con unos amigos por allí de excursión, que una tarde apareció, de la nada, junto a nuestra tienda la que bautizamos como la "vaca loca". Se escondía en el bosque, tras los árboles como si jugase al escondite y de vez en cuando salía corriendo hacia nosotros, creando una estampida entre nosotros, luego se detenía, giraba sobre si misma y volvía a refugiarse al bosque, así varias veces. No sé si jugaba u odiaba a los humanos, pero sí que pueden ser animales peligrosos. Otra vez fui yo quien, sin saber como, tuve que correr y trepar por el tronco de un árbol, con mochila y todo, al sorprenderme con una vacada en estampida corriendo tras de mi por el mismo sendero que yo llevaba. Aún así, siguen siendo animales que despiertan mi simpatía, en realidad me cuesta imaginarme a algún animal a día de hoy que pueda decir que no me agrade u odie. Y ahora soy yo quien me he enrollado :)
Muchísimas gracias por compartir la historia de la abuela Amalia, me encanta que te encante constarlas, también a mi me gustan las historias de abuelas, o de familiares en general, todo y que las abuelas/los, tienen esa nostalgia, ese punto de permitirnos vivir en otros tiempo, cuando la vida era muy diferente a la que conocemos, y al mismo tiempo aferrarnos un poco en el tiempo, entendernos a través de ellos aunque seamos muy diferentes. Como dicen en la India "same same, but different".

¡Un abrazo y muy buena semana!