Las cubiertas



En cuanto él entró en la habitación sin avisar, ella corrió a refugiarse al amparo del libro que estaba leyendo. Sentada en su butaca, se aferró a sus cubiertas como si fuesen un salvavidas, cerca del corazón, oprimiendo el título contra su pecho para que no escapase de allí. Revelar la lectura sería revelar una parte de si misma, desnudarse ante él, no quiso nunca ceder aquel espacio de intimidad a aquel hombre. Aquel era el rincón de privacidad que se reservó siempre por si necesitaba reiniciar su vida.
Él ignoró aquel gesto tantas veces presenciado y sin mediar palabra se dirigió a la ventana. La abrió, estudió su alféizar unos segundos y abandonó la habitación como entró, sin decir nada. Con la mirada inclinada, las pupilas perdidas en cualquier cosa, menos en aquella figura que seguía enrocada tras su fortaleza de papel. Volvió al minuto con una figura tallada en forma de ave de presa y un tubo de pegamento, para volver a asomarse a la ventana. Ella siguió atentamente cada uno de sus movimientos, sus idas y venidas. Al silencio tendido entre ambos se había sumado el de una calle poco transitada, interrumpido a momentos por el fragmento de la conversación de unos transeúntes, el sonido mecánico del costurero de abajo y el zureo de unas palomas. 
–¿Qué haces? –preguntó ella al ver que su interrupción se dilataba en el tiempo.
–¿Tú qué crees?
–No sé, ¿interrumpir mi lectura?
–Siempre estás con tus libros –respondió él con medio cuerpo fuera de la ventana.
–Te vas a caer. 
–No, descuida, no voy a caerme. No te librarás de mi tan fácilmente.
–No digas tonterías –aún abrazando el libro se irguió, curiosa por saber que es lo que lo mantenía tan ocupado en "su" ventana–. ¿Vas a decirme qué haces?

Se volvió hacia ella llevándose una mano a los riñones. Ahora la miraba, allí de pie, resguardada tras su lectura. En líneas generales, su cuerpo conservaba las formas femeninas, pero, visto desde aquella distancia, ya dejaba ver los estragos de la edad. Si la piel colgaba arrugada en la barbilla y en la unión del pecho con los sobacos, en la garganta y entre los pechos, la misma piel, parecía haberse vaciado confiriéndole la apariencia de unos sacos achatados e inútiles. Pese a las pérdidas y aumentos debidos a la edad, el cuerpo de ella, en sus ojos, seguía teniendo una feminidad que parecía no querer agotarse. 

–Poner fin a tus quejas –respondió todo satisfecho.
–¿Qué quejas?
–La de las palomas. Llevas semanas…
–Meses.
–Vale, meses, lo que sea, quejándote que su ruido no te deja concentrarte en tu lectura. Ya no te molestarán más.
–¿En serio? –ella se desplazó hasta donde él estaba para comprobar que había hecho. Se asomó a la ventana, en cuyo alféizar lucía, entre excrementos momificados de paloma, la figura del ave de presa– ¿Esto? ¿Esto es todo? ¿La figurilla de un pajarraco?
–No es un pajarraco. Es un halcón.
–Ya bueno, ¿y?
–Las palomas temen a los halcones. Si ven uno aquí no se atreverán a posarse –se defendió él, aunque era consciente que de poco le serviría. En algún momento, atrás en el tiempo, el miedo de ella había ganado la partida entre ellos. Desde un inicio ella se había protegido de la tristeza, protegiéndose así también de la felicidad. Ésta no había gozado nunca de la libertad suficiente para manifestarse entre ellos. De una manera incomprensible, la habían mantenido cautiva. 
–No va a funcionar –aseveró ella–. Enseguida verán que no se mueve.
–Si que funcionará.
–No lo hará. Pronto se pasearán sobre el alféizar y hasta se cagarán sobre tu temido halcón. ¿No podías haber puesto unas varillas como todo el mundo?
–Esto es mucho mejor, ya verás –estaba molesto. Se preguntó porque había aguantado aquello tanto tiempo. Por un instante pensaba que él era el más perjudicado por los temores de ella, que nunca se había atrevido a amarlo, luego, se convencía que la peor herida era la de ella. Que guardándose se lo había perdido todo. A él y a sus hijos. Todo menos las inofensivas ficciones de los libros. Los envidiaba con frecuencia, por la facilidad con la que sus letras se colaban en una vida, que a él le había sido siempre vetada.
–Ya puestos podías haber limpiado el alféizar antes de enganchar a este triste pajarraco aquí –añadió rascando uno de los excrementos secos sobre el marco de la ventana.
–Ya lo haré.
–Seguro, dentro de unos meses –apuntaló ella.
–No, cuando no estés aquí encerrada con tus libros. Para no molestarte.
–Muy considerado. 
   

En aquel momento, una deyección verde-fluorescente y fétida cayó del cielo sobre los hombros del halcón impotente. Ella se limitó a emitir un: ¡ajá! y sin más volvió a su butaca. Rendido, recogió el tubo de pegamento del alféizar y abandonó en silencio el cuarto cerrando la puerta tras de sí. Ella rebufó descomprimiendo el libro de su pecho para volver a su lectura. Escudada en su ficción, quedó encerrada en su mundo de condicionales que nunca fueron. Abrazaría. Diría. Haríamos. Disfrutaríamos. Pero no abrazó. Ni dijo. Ni hizo nada, porque el miedo al sufrimiento se lo había arrebatado todo. Desde el primer momento, su relación fue una colección de condicionales, a la espera de algo mejor, mientras prefería vivir en su presente en continua repetición, dejándose llevar por la inercia. Para lo otro, para entregarse a las pasiones sin riesgos, estaban los libros.      






El origen



–Cuando era más joven creía que al envejecer a uno le llegaba la sabiduría, pero eso es una collonada. Lo único que llega es la vejez –rebufa apoyada sobre el bastón.
      
    Cada vez cuesta más seguir el paso de la abuela. Subimos por la calle de la Riereta, y tengo que frenarme, detenerme constantemente para no dejarla atrás. Un par de mujeres, con vestidos de vuelo coloridos y pañuelos a juego abiertos sobre sus cabeza, nos adelantan. A su alrededor orbitan ruidosos tres niños. El Avia levanta la mirada de sus pies por encima de sus gafas y chasquea la lengua. Reanuda su marcha. En una esquina, una par de gatos famélicos husmean una bolsa de basura que alguien ha dejado junto al contenedor. Cuando era niño me llevaba a casa de los abuelos muchos cachorros llenos de sarna que me encontraba en las calles, mis padres nunca habían querido tener en casa mascotas, pero si recuerdo bien, el que entonces me parecía enorme, gato negro de los abuelos. Así que los dejaba allí, a su cuidado, en una cajita de cartón y unas hojas arrugadas de periódico, pero cuando volvía el Avi siempre me decía que se habían escapado. Supongo que los echaban a la calle en cuanto me iba.
      –Mira –dice la abuela, mandándome detener con un suave golpe en el brazo con el bastón–, ese es el balcón. Aquí es donde vivía.
      Me limito a asentir, ahora volverá a explicar cuanto frío pasaron aquel primer invierno cuando dejaron el pueblo para instalarse en Barcelona. Pero, no, en lugar de eso, me sorprende con un nuevo dato. Allí, en el número 19, justo frente al que era su balcón, vivía mi padre. Alguna vez le había oído decir que había vivido con sus padres en el Raval, pero nunca supe donde. Todas mis memorias de los abuelos paternos están vinculadas al piso de Gracia.
      –Así, ¿mamá y papá eran vecinos?
      –Si claro, ¿cómo crees que se conocieron? A través de la ventana. En cuanto tu padre se percató de que tu madre lo miraba desde la ventana del comedor, no hizo más que exhibirse.
      –¿Papá, exhibirse?
      –Sí, allí –señala una ventana en el tercer piso–, se paseaba por su cuarto sin camiseta, con el torso desnudo y salía así también al balcón a fumar cigarrillos. Hacía gimnasia en su habitación, subiendo y bajando una barra para lucir sus músculos.
      
    Se me escapó una risita imaginando a mi padre elaborando semejante ritual, con lo tosco que es hoy en día, me cuesta verlo como un joven en celo sacando a relucir sus atributos. Siempre entendí que se habían conocido a través de un amigo común, con el cual mi padre solía jugar timbas de póquer. Allí está el disco, «el de la canción del grito», como lo llamaba yo de pequeño, ese elepé de nombre enigmático, Ummagumma, como prueba fehaciente. Aquel disco se lo había ganado en una de esas partidas al amigo común. Era el disco de mi infancia, la canción con la que subía el volumen del tocadiscos e imaginaba que una guitarra eléctrica colgaba de mis hombros mientras agitaba la cabeza ante el arranque de batería propiciado por aquel grito, angustioso e intrigante a la vez. Ese disco y el de las vacas en la cubierta, pasaron a manos de mi padre desde aquel amigo común. Los discos del celestino que unió a mis padres y marcaron mi juventud. Aquella había sido siempre la versión oficial. Nadie, ni yo ni mis hermanos, habíamos preguntado nunca por ello, pero hasta hoy, aquella había la historia de mi génesis. Mi versión. La incuestionable verdad construida alrededor de aquellos discos.
      –Tuve que sentar a La Mare, mi suegra que llevaba años de luto con nosotros, junto al balcón. Como no salía nunca de casa, en cuanto iba de compras, acercaba su balancín al portón de la terraza y allí la dejaba. Al menos ahí servía para algo. Para disuadir a los exhibicionistas, ¿sabes? Pasaba las horas escudriñando el edificio de enfrente y gritaba en cuanto los veía. Los ahuyentaba. Tendrías que haber visto como gritaba, para ayudar en casa no tenía fuerzas, eso decía, pero para gritar no veas. A veces la oía desde el ultramarinos de la esquina.
      –¿Gritando a papá?
      –También, pero no tanto a él, sobretodo a los vecinos del segundo. Era una pareja joven, ya sabes, uno de esos jipis sin valores. En verano se acostaban con la ventana abierta. Sin correr las cortinas ni bajar las persianas. Andaban desnudos todo el día. Un día a él le vi eso…
      –¿Eso?
      –Sí, eso, lo que cuelga y todo lo demás. Al Avi, le caían bien, le encantaba tenerlos como vecinos, sobre todo a ella. Lo pillé varias veces espiándola. La desvergonzada lo sabía y posaba para él. Eran unos exhibicionistas. Les encantaba ser observados, como a tu padre. Bah, suerte que nos fuimos pronto de este piso en cuanto le dieron el nuevo trabajo al Avi.
      
    Dicho eso, vuelve a fijar su mirada en la calzada y sigue con sus pasos cansinos. Hay que acabar el paseo. Otro grupo de mujeres envueltas en gasas de colores nos adelantan. Vuelve a chasquear la lengua, de ella cae un, «cómo ha cambiado este barrio».

No digo nada, pienso que estos nuevos vecinos en el fondo serían más del agrado de la bisabuela y hasta de la propia abuela, son de los que no enseñan nada y cubren todas sus vergüenzas.