El ir y venir del mar va borrando el trazado de huellas que recorre la playa. Eso desconcierta a la niña que jugaba a seguir su rastro desde las dunas. Sus ojos confusos observan como la arena se escapa de las pisadas para seguir a las olas. Se pregunta quién ha dejado aquel rastro. Y es más, dónde iban, y dónde van ahora las pisadas. ¿Es posible caminar bajo el mar?
–Son del Pueblo Oculto– le dice un hombre sentado desde una duna–. Les gusta pasear por la playa temprano. Cuando está vacía y nadie puede verlos.
– ¿Nadie?
–Nadie, que no madrugue mucho, mucho, mucho.
–¿Cómo de mucho?
–Tanto como un ruiseñor. ¿Los has visto nunca?– la niña niega con la cabeza–. Son pajaritos delicados, que dedican sus mejores cantos al lucero del alba.
–¿El lucero del alba?
–El lucero del alba, es la última de las estrellas en retirarse. Aguarda siempre al sol hasta desaparecer por allí. Por el oeste.
Le diagnosticaron Alzheimer hace ocho años. Sus recuerdos han sido horadados gradualmente con el tiempo. Ha aprendido ha convivir con el olvido, que habita su memoria. Se negó a pensar en la opción de la demencia ante las primeras evidencias. Su abuelo lo padeció, y recordaba como el olvido lo consumió, devorándolo todo a su alrededor. No otorgó importancia a los episodios de pérdida de atención en las reuniones familiares o las dificultades en la planificación del trabajo, pero aquel día, la ciudad se transfiguró. Las calles se remodelaban ante sus ojos. Los edificios danzaban a su alrededor configurando a cada instante un paisaje nuevo y mudado. Todo le resultaba familiar, pero no estaba es su sitio. El barrio entero se había desordenado. Horas más tarde tomó consciencia que se había perdido volviendo de aparcar el coche a dos manzanas de su casa, y decidió acudir al médico.
–…son silenciosos y esquivos. A los miembros del Pueblo Oculto, les gusta pasar desapercibidos. Habitan entre nosotros, pero no son muy habladores. Les cuesta comunicarse. En eso se parecen a nosotros. Al que seguías, lo he visto hace unas horas, cuando todavía no había salido el sol caminar aguas adentro. Seguramente para encontrarse con alguna sirena.
–¡Las sirenas no existen!
–Vaya si existen. ¿Quién te ha dicho que no?
–Un niño del cole, dice que son mentira. Historias para niños pequeños.
–Pues yo puedo asegurarte que existen. Es más, hasta conozco a una de ellas, a la…, ¿cómo se dice?…, ¡"dita" sea! Lo siento, no encuentro la palabra. A veces se me escapan.
–¿Se le escapan las palabras? A mi abuela se las come el gato. ¿Las tuyas salen corriendo?
–Más bien se esconden profundamente. Juegan al escondite conmigo. Y me cuesta mucho encontrarlas. Cada vez más.
Lidió durante meses con los botones de la camisa. Mientras los axones de sus neuronas se retorcían y anudaban, sus memorias se desfiguraban, y la vida cotidiana se transfiguraba constantemente. Las puertas del pasillo le desafiaban. Las habitaciones se trasladaban de un lado a otro, y los muebles salían a su encuentro continuamente. Nada estaba donde debía estar, y todo empezó a diluirse, a perder sus funciones, sus nombres, sus formas. Simplemente dejaron de existir, eran ilusiones esporádicas que se recreaban en sus cada vez más infrecuentes apariciones. El presente fue borrado de un brochazo. Se hizo incontenible.
–¿Señor? ¡Señor! ¿Me escucha?
El hombre vuelve a estar junto al mar. Una tarde bochornosa de verano mediterráneo en una cala pequeña y vacía, a la que el viento, casi inexistente, conduce el canto de las chicharras desde la pineda. Se relame los labios salados, y se ríe con las olas que intentan una y otra vez acariciar sus pies. Alguien grita su nombre desde el otro lado de la playa. La figura se presenta borrosa, es un recuerdo carcomido, pero la voz es inconfundible. Es la de su abuelo que le saluda con el bastón en alto. Detrás suyo aparece su hermana pequeña, y un poco más atrás, con dificultad para seguir los pasos de la niña, su abuela con las manos y el bolsillo del delantal cargado de piñas que su nieta le ha ido pasando. Les expresa su más amplia y feliz sonrisa, y les devuelve el saludo con la mano. Se decide, un último baño antes de volver. Deja que las olas alcancen sus pies que antes les negaba, cierra los ojos, y se sumerge en el agua. Silencio.
–Perdone usted si la niña le ha molestado. Vamos Inés, deja a este señor descansar en paz– la mujer estira de la muñeca de la niña y se la lleva hacia la playa.
El hombre sigue callado. Ve alejarse a la niña y no la recuerda. Pero sigue viendo a sus abuelos y a su hermana aguardándole sobre las rocas de la playa. Es hora de volver a casa se dice.