Hojas secas (VIII)



Gerhard, el padre Dintel, Hermann, Gustav, el cartero Tobias, le secretaria Greta, todos eran rumores sobre lo que aquel desfile harapiento que habían presenciado significaba. Se vivía de rumores, todo era confuso. Gerhard descolgó el marco con la fotografía del líder de la pared de su oficina; en un rincón de la habitación, brillaban trémulos los ojos de un ratón. Encorvado en la sombra, el diminuto cuerpo temblaba, el corazón, bum-bum, latía acelerado, bumbum-bumbum-bumbum, hasta que de un golpe, un gato le hundió el cráneo. Un breve sonido agudo y desagradable y un fino hilo de sangre escapándose por el hocico. La cabeza crujió entre los dientes del felino. El depredador dio unos cuantos cabeceos rápidos y veloces, vapuleando a la presa hasta que ésta quedó inmóvil. Ofrendó el ratón muerto, boca arriba, a los pies de Gerhard. Allí tenía, frente a él, el cuerpo blando del animal. Espantó al minino de una patada –¡aparta mala bestia!–, que corrió al otro lado de la casa. Cogiendo el ratón por el rabo, lo arrojó por la ventana.

Se sabe, experimentos científicos lo han confirmado, que las ratas salvajes pueden morir de ataques al corazón al ser forzadas a escuchar la grabación de una lucha entre un gato y una rata.

Toda la gente del valle, los del pueblo y los de las granjas, durmieron aquellos días sintiendo un cuchillo en el gaznate. Un filo burdo que podía rebanarlos en cualquier momento. La gente lucía medias lunas en sus brazos: se agarraba tan fuerte a si mismos. Al viejo señor Sintram lo encontró una vecina colgado de la lámpara del comedor. A sus pies una silla caída. Sobre la mesa, ligeramente apartada del centro de la habitación, descansaba la copia de "Mi lucha". Las páginas del libro alimentaron chimeneas y estufas de muchos hogares. Los rumores condenaron sus páginas a ser quemadas. Sublimación de sus letras en sombrías columnas de humo. Llegaban tiempos de abjuración.

Pronto empezarían a aparecer manchas de sangre en la nieve de las colinas que resguardaban el valle. Aquel día, mientras descolgaban el cuerpo inerte, flácido y pálido del señor Sintram, sólo los perros manchaban la nieve de amarillo con su orina.

La gente no sabía que hacer con aquella muerte, el padre Dintel dijo que no había sitio para él en el camposanto: "No se lleva a la Iglesia a aquellos que se han dado muerte, para que su sangre no mancille el pavimento del templo de Dios". Al final, la Iglesia y el pueblo decidieron negarle la sepultura cristiana, así como cualquier tipo de duelo, oraciones y misas. Como no consiguieron un ataúd, acomodaron su cuerpo en un viejo armario. No hubo comitiva fúnebre. Dos hombres abrieron una fosa en un campo abandonado, sacaron tambaleantes el armario del carro y lo bajaron al agujero con la ayuda de dos cuerdas. Las sogas chirriaban en su descenso, golpeando el armario a un lado y otro de la tumba, balanceándose en un movimiento pendular, tal y como había visto la vecina, al entrar en el comedor, hacer a la sombra del señor Sintram. Nadie acudió al acto. Los encargados de deshacerse del cadáver, el sepulturero y el matarife del pueblo, depositaron unas cuantas piedras grandes y pesadas sobre el ropero que hizo de ataúd, luego arrojaron tierra sobre la fosa hasta que, palada a palada, su vacío quedó lleno. Atizaron el suelo con las herramientas, pisaron con firmeza sobre él, asegurándose que quedaba bien compactado, y abandonaron el lugar. Fue la primera sepultura fuera del cementerio en muchos años, sólo las más ancianas recordaban el caso de una criatura que murió sin llegar a ser bautizada. Ya nadie recordaba donde descansaban los restos de aquel niño. Tampoco hoy se sabe donde fue enterrado el señor Sintram, los efectos de la muerte son demoledores, pues si al principio la resisten los recuerdos personales y la memoria colectiva de la vida de unos y otros, la niebla del olvido va borrando el rastro de la existencia de miles, millones de seres humanos. A la tumba abandonada del viejo Sintram le seguirían otras muchas fosas fuera de los lugares sagrados. Florecerían como las campanillas de invierno perforan la nieve y se exponen péndulas al gélido viento de febrero, para desaparecer al llegar la primavera. Para entonces, ya nada queda de ellas que evidencie su existencia, pero los bulbos aguardan pacientes al nuevo invierno que tiene que llegar.




2 degustaciones:

el maquinista ciego dijo...

Hace tiempo vi un documental sobre las ratas, y además de parecerme fascinantes en general -no sabía nada de ellas- lo que se me quedó grabado fue que tienen una memoria prodigiosa, 'capaces incluso de recordar la enfermedad de una de sus crías'.
Es increíble cómo esos pequeños seres, denostados por nosotros, tienen una memoria de la que nosotros carecemos. O, sin carecer de ella, al menos las ratas son capaces de aprender de lo sucedido...
Por suerte ahí están las semillas, los bulbos, todo lo que nace, crece y sucede, por encima y a pesar de nosotros, para recordarnos, cuando no queremos hacerlo, que los humanos -por suerte- también pasaremos a la historia de lo que nació, creció y se extinguió. Lo digo con amargura, pues albergamos maravillas realmente hermosas también, pero como se suele decir, 'lo malo es lo otro'. Y lo otro, que no 'los otros', es cada vez más terrible y se parece cada vez más a lo que no hace tanto sucedió en esta casa nuestra...

Un placer seguir desgranando esta historia, aunque duela.

¡Abrazo y bicos, Aka! Que el invierno resguarde tus futuras flores ;)

Aka dijo...

Los roedores, y las ratas en concreto, quizás sólo porque sepamos más de ellas que de otros, son unos animales fascinantes. Lo de la memoria es increíble, por desgracias esos estudios en su mayoría van dirigidos para encontrar soluciones de exterminio... cuando un individuo recuerda y es capaz de asociar una comida con veneno, toxicidad o enfermedad, se hace más difícil de matar, más cuando se trata de animales sociales como las ratas, donde la información corre de boca en boca... si una muere envenenada las otras ya ni probarán el veneno. Por eso se estudia tanto en ellas esa facultad, así somos en general los humanos, creemos disponer de la naturaleza y que podemos gestionar esta a nuestro gusto. Poco a poco vamos viendo que la naturaleza sigue su curso y por mucho que miremos de controlarla y hacer de ella un simple recurso para nuestro consumo o disfrute, esta siempre acaba escapando a nuestro control. Espero que así sea siempre y que el hombre aprenda a mirarla con mayor admiración y respeto.

La historia se está perdiendo, pero no se como controlarla, así que ahí va tal y como sale de momento. Por otro lado, las historias individuales de la gente me fascinan. En el colegio se nos explica, en una serie de lecciones escolares, las distintas guerras, sus causas políticas, las económicas, los agentes implicados y las batallas y hechos que decidieron la contienda, pero el pasado es mucho más vasto que la visión histórica. Es un conjunto inmenso de hechos que pueden ser conservados solo si desde el presente estamos dispuestos a adoptarlos. A insertarlos en nuestra propia memoria. Para que el pasado perdure, hay que hacerse cargo desde el presente de que esos vestigios no van a desaparecer, de que esa lección sí que la vamos a aprender; no sólo las explicaciones ad hoc de las causas de la guerra, sino los sentimientos que estas despiertan en el grueso de la población: los civiles. Pero pocas veces se escuchan las voces del pasado porque impera el olvido. Nadie quiere heredar el dolor, ni las incertidumbres, ni mucho menos las manos manchadas de sangre. Quizás así la vida presente resulta más sencilla, a mi me gusta escuchar esas historias viejas, erosionadas por la memoria, quizás no son Historia, pero son sentimientos, lo que queda de la historia en la gente que forma parte de ella.

Abrazos Maquinista, a ver si se avanza la primavera y empiezan a llegar sus flores