Hojas secas (VII)



–Hermann… –rogó Olga.
–¿Qué, Olga? ¿Acaso no es verdad lo que digo? Alimentamos al monstruo, convivimos con él, le aplaudimos. Se hizo tan grande que era imparable. La bestia desencadenada no paró hasta que quedó saciada. El valle es una tumba. ¡Alemania lo es! Europa entera es un cementerio. Cada día caminamos sobre nuestros muertos. Poco importa de donde fuesen, a que dios rezasen, o lo que hiciesen, son todos nuestros: los de aquí y los de allí. Les creímos cuando decían que la bestia quería asaltarnos desde las estepas del este. Alentamos sus locuras. "Si nosotros, no podemos quebrar la amenaza de la fiera, ¿quién iba a poder hacerlo?", nos preguntaron, y respondimos: ¡Nadie! Y acertamos… ¡Nadie pudo detener a la fiera! Tampoco nosotros. Nos llamaron a la "guerra total". Esa era la solución. ¡Qué ilusión ofrecer nuestra preciosa sangre en su lucha! Teníamos que darlo todo para no perderlo todo. ¿No es lo mismo? ¿No se pierde todo cuando se da todo? Nos dijeron que no era apropiado soñar con la paz, que el pueblo alemán sólo debe pensar en la guerra. "La guerra más total y más radical es también la más corta". Insuflamos el monstruo en las almas de nuestros jóvenes y les animamos a sacrificarse. Fueron a la caza de la fiera y ésta les siguió hasta casa. La llamamos y vino…

Era un ruido sordo suspendido sobre el páramo nevado. Vehículos, la mayoría camiones, circulaban pesadamente por el camino en dirección a la ciudad. Entre ellos, arrastrando sus pasos, se movían unas figuras de mirada vacía. Los ojos, como pequeñas luciérnagas, rutilaban en sus rostros opacos, sucios y agotados. Eran miradas ausentes concentradas en sus pasos. Los uniformes gastados y rotos no causaban la misma impresión que cuando vieron partir esos mismos ejércitos. Era un desfile en desbandada de miserables salpicados de barro. De Cojos, y brazos y cabezas envueltos en vendajes inmundos. Escoltaban carros cargados con heno tirados por grandes caballos polacos de crines embarradas. Chiquillos a los que las chaquetas les quedaban largas, con los cascos, demasiados grandes, bailando sobre sus cabeza, caminaban junto a hombres canosos y barbudos de uniformes recosidos. No había oficiales uniformados entre ellos. Los soldados en retirada carecen de la constitución física y las agallas de los que marchan al frente. Los mismos hombres resultaban ahora deshonrosos. Silenciosos y con una luz distintiva en la mirada. La guerra no solo había multiplicado la edad de sus rostro sino también de sus almas; apaciguadas, doblegadas por el peso de la tragedia.

El cielo sobre sus cabezas azul.
Luminoso.
La nieve era tan blanca que las figuras quedaban en el vacío.

Gustav corrió hacia ellos, se movió desesperado a lo largo de la columna, estudiando sus rostros, preguntando por su hijo. Los hombres se dejaban manosear, no reaccionaban a las grandes y curtidas manos de Gustav con las que los volteaba, levantaba el casco, agarraba por el brazo. Eran muñecas rotas. Autómatas de hojalata oxidados sin apenas cuerda para seguir funcionando. A Friedrich nadie lo conocía. Todo lo que obtenía era pequeños gestos de cabeza que indicaban negación, caídas de ojos que querían volver a su estado de ausencia, a su mundo interior anestesiado. La voz sonora deja de tener sentido, voces internas pueblan sus silencios. Juegan desenfrenadamente a reconstruir las minúsculas piezas a las que sus mentes se han visto reducidas. Son todo preguntas, un inmenso interrogante con parka, de voces rugientes que prenden sus mentes extraviadas. Las botas avanzan, paso a paso, casi arrastrándose, movidas por actos reflejos, siguiéndose las pisadas de uno a las de otro, como hilera de hormigas, sin rumbo ni dirección propia. Obedecer, cumplir, acatar, subordinarse: así la conciencia no se vuelve loca. Suprimir la elección de uno mismo. Ya tendrá tiempo más tarde, cuando las dudas, los qué, por qué, para qué, empiecen a dar respuestas, para manifestar la demencia de lo experimentado: las acciones, lo visto, lo oído, lo sentido. Vestirán de negro toda su vida, igual que sus hijos, igual que sus nietos.

Los siguió Hermann con la mirada, hasta que una a una las figuras desaparecieron engullidas por el horizonte. Gustav restaba inclinado, aferrándose con las manos a las rodillas. Le costaba respirar. El vaho escapaba de su boca. El frío estaba por todas partes. Nadie sabía quien era su hijo. Nada de él sabía desde su incorporación al ejército. De eso hacía más de un año. Quince meses y ocho días. Martina se lo recordaba cada día, en las pocas palabras que se cruzaban. Con la marcha de Friedrich llegó el silencio, luego llegó el odio.

Algo más atrás, junto al camino, habían dejado caer a una yegua moribunda. Los corvidos exploraban su cuerpo, caminaban con ganas de horadar su enorme vientre y hurgar con sus picos en sus intestinos calientes. Le asestaron un picotazo. Otro. Un quejido roznido como respuesta; el animal estaba exhausto, rendido, entregado al destino. Sus ojos, insoportablemente grandes, miraban a Gustav: ven a tumbarte junto a mi.





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