Hojas secas (V)



Su marcha por donde había venido, constituyó otro momento desaprovechado. ¿Por qué no corrí entonces a buscar la escopeta? Deberían ser sus huesos los que reposasen en la ciénaga. Gustav se había atormentado con esa idea por años. Horas enteras que había dedicado a planear un pretérito ya inalterable. Recurría a sus memorias de aquellos meses, obsesionado con los detalles. Esos detalles en los que podía haber actuado diferente desencadenando así otros futuros. Cualquier otro, daba igual el que se imaginase, era mejor que aquel al cual las circunstancias los había acabado arrastrando a todos ellos.

Cuando se reencontró con él, el domingo que siguió a la visita, debería haber acabado con su vida. Seguirlo al finalizar la misa y saltar sobre él, eso lo hubiese cambiado todo. Degollar a la hiena y arrojarla a los lodos. Tenía tantos enemigos en la comarca, que difícilmente hubiesen dado con él. Al final la culpa hubiese caído sobre algún impuro de la zona. Así era siempre. Esa era la justicia divina de esos tiempos. La rabia de la fiera desatada, que reía y rebuznaba por el país a redoble de tambor, desgarraba preferentemente a los mismos. Muchos fueron los que se aprovecharon de sus coces coléricas, ¿por qué no iba a aprovecharse él también? Nada se lo impedía, no sería la primera vez, cuando el insulto y la humillación se ejecuta desde el poder, se habilita al pueblo para hacer lo propio. El golpeo de los timbales era parte de la nueva naturaleza instaurada. La realidad que hizo nido en muchos hombres. Pero Gustav, no se planteó la posibilidad ese día. En lugar de eso, aguantó la risita farsante y los gestos impostores de Gerhard.

En la pequeña parroquia junto al río, cada domingo de congregación se repetía la misma escena. Todos actuaban igual: sobrellevaban sus abusos en silencio y soledad. El cinismo de Gerhard alcanzaba para cada uno de los allí reunidos. Cuando el padre Dintel hacía mención a los judíos en su sermón, algo que hacía con mucha frecuencia, miraba a éstos de reojo. Les confirmaba así que su secreto estaba a salvo, siempre y cuando, aceptasen sus chantajes. Aquellos que tenían algún antepasado sospechoso escuchaban cabizbajos las violentas diatribas del cura. Ha llegado la hora de la verdad, repetía cada domingo, la humanidad debe elegir de nuevo entre la apariencia y la realidad, entre germanismo y judaísmo, entre el todo y la nada, entre la verdad y la falsedad [*]. Sus palabras caían como latigazos sobre los feligreses. Los que ocultaban algo, imploraban, a ese mismo Dios, al que invocaba el cura, o a cualquier otro, para que su secreto no se diese a conocer. Imploraban por el silencio de Gerhard. Quien sabe cuántas oraciones le dedicaron en la noche de sus hogares antes de entregarse al sueño. Con la caída del sol el musitado sonido de las plegarias poblaba el valle. Tanto mendigar para al final: nada. Se los llevaron. Como el viento se lleva las hojas secas. La fiera, malherida y acorralada, los desgarró de las tierras antes de que le diesen muerte.

Quien no pueda odiar al diablo, tampoco puede amar a Dios. Quien ama a su pueblo debe odiar al destructor de su pueblo, odiarle desde lo más profundo de su alma. ¡Cuándo la luz se pelea con la oscuridad, no hay pactos que valgan! Sólo cabe la lucha a vida o muerte, hasta la destrucción de la una o de la otra. Por eso esta guerra era el único final posible [*]. Así recordaba el sacerdote, desde la altura de su púlpito, con las manos señalando el cielo, a los feligreses el sentido de la guerra y la necesidad de sacrificio. Por parte de todos, sin excepciones. Aquel día, Gustav sintió que aquellas palabras iban expresamente dirigidas a su persona. Que el propio Gerhard había escrito la plática al predicador con el fin de dedicarle, desde su banco una de sus sonrisas con sorna. Escondía cuchillas entre sus dientes. Cuando al acabar la ceremonia le preguntó, en un susurro siseante, si se había repensado su propuesta, Gustav, en una reacción inconsciente y tozuda, reafirmó su negativa. No le entregaría sus tierras.



[*] Extractos de discursos de Dietrich Eckart, mentor de Hitler y uno de los más importantes ideólogos iniciales del nazismo. Los textos se han obtenido del libro: El Reich sagrado del historiador Richard Steigmann-Gall publicado en su versión inglesa por Cambridge University Press en 2003. La ilustración pertenece a un libro infantil anti-semita en cuya leyenda en alemán puede leerse: Cuando veas una cruz recuerda el horrible asesinato cometido por los judíos en el Gólgota (o el Calvario, como es más conocido en castellano el lugar a las afueras de Jerusalén donde Jesucristo fue crucificado). 

2 degustaciones:

el maquinista ciego dijo...

Qué terribles estos pequeños mundos que son nuestras cloacas mentales, en los que cabe todo. Y qué terrible que a esta hora, esto mismo esté sucediendo en tantas partes y en tantas vidas. El ser humano es lo que es, para bien y para mal, y nuestra escala de grises se difumina tan fácilmente como la muerte llega y lo funde todo a negro...
En Budapest, lo más escalofriante de la House of Terror (Museo del horror nazi) era lo plausible, la facilidad con la que esa realidad se convirtió en lo cotidiano. Había una pared llena con un mural repleto de fotos de personas y una sola pregunta: ¿sabrías decir quiénes fueron los verdugos y quiénes las víctimas?... así de simple y terrible: tan sencillo como estar a un lado u otro de una línea, como tener una palabra de más o de menos en una partida de nacimiento, como caerle mejor o peor a un vecino...
Sigo esperando el avance del relato con ansia, aunque no augure nada bueno...
Un fuerte abrazo, Aka.

Aka dijo...

No he estado en el museo de Budapest, pasé una vez noche allí, volviendo de Sarajevo en tren, y me desde entonces pienso en volver un día de estos para dedicarle un tiempo... todo lo que recuerdo es frío, el frío cortante centroeuropeo que se cuela y sube por la médula, todo y que no era más que mediados de octubre. La pregunta del museo es terrible, y demuestra que con pocas excepciones, cualquier persona puede decantarse por verdugo o víctima... Muchas veces he discutido con amigos, sociólogos y antropólogos, que es lo que hace que uno incluso cuando su vida está en riesgo opte por mantenerse del lado de las víctimas, de conservar su moral férrea incluso en la peor de las condiciones, y nunca saben dar respuestas concisas. Al mundo académico sigue resistiéndosele la complejidad humana, lo cual me agrada enormemente, temeroso del día que reduzcan nuestras acciones y decisiones a algoritmos, cuya fría perfección sin duda nos pondrían más cerca de los verdugos que de las víctimas.
Besos y un fuerte abrazo, Maquinista.