Villa Borghese


Chssst. Una castaña estalló, y cayó a los pies de un banco. Dos palomas grises caminaban paralelamente diciendo con la cabeza sí, sí, sí. Agujas de pino alfombraban la retícula de senderos, y a trechos aparecían esas ancianas que se encuentran repetidas en todos los jardines públicos del mundo, que limpian mucho el asiento antes de sentarse en él, si se sientan. La soberanía de la luz era responsable de las manchas móviles y del mobiliario de hojarasca y ramas caídas. Un lustroso mastín pasó corriendo, retrocediendo, transportando al sol en un costado, preguntándose: ¿he mordido un olor?

Bruno había peleado toda la noche con su corazón, y al día siguente se encontraba borroso, deleznable. Tenía el aire de estupor de esa gente que se observa en un espejo mientras bebe. Bruno acudía cada tarde al mismo rincón destrozado donde leía a Descartes y comía fruta alternadamente. "El tiempo de mi vida puede dividirse en una infinidad de partes, cada una de las cuales no depende en modo alguno de las demás; y así, de que yo haya existido antes no se infiere necesariamente que deba existir ahora": releyó el párrafo dos veces. En un momento determinado, la fruta se terminó y Descartes continuaba, por lo que Bruno se levantó con gesto hosco, casi ofendido, y se vio que caminaba a grandes pasos hasta el límite del parque y una zona despoblada donde un chopo solitario pierde el tiempo.

¿Qué ocurría cuando alguien moría dejando un libro a medio leer?



Eloy Tizón
Velocidad de los jardines (1992)
Editorial Anagrama, Barcelona, 142pp













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