El patio de luces (4)




Buscando por el barrio un lugar donde huir del reducido espacio de la habitación, entré en un local libanés que anunciaba, en la pizarra blanca reclinada sobre la pared, shawarmas a tres euros. Ojeé el interior desde la calle. Era un sólo espacio estrecho y alargado, con no más de siete mesas pequeñas dispuestas en dos hileras, todas ellas vacías en aquel momento. La sencillez del recinto, decorado con unas fotos antiguas, en blanco y negro de paisajes y calles libanesas de un pretérito siempre embellecido, y un par de tapices de patrones geométricos tradicionales, hizo que resolviera dejar de buscar por las calles y dejase descansar allí mis piernas. Debían ser las tres del mediodía, supongo que sería más apropiado decir que eran las tres de la tarde, pero en mi horario subjetivo, lo que definía la mañana de la tarde era el momento del almuerzo, dejando ese estrecho limbo temporal que corresponde a la comida, a lo que se conoce como mediodía. Un tiempo indefinido difícil de categorizar en mis adentros, como me sucede con el presente, esa transición eventual que se interpone entre el pasado y el futuro, dos entidades más fáciles de definir e identificar que el "ahora" que fluye y se escapa, incluso de su propia definición. Quizás porque el presente, la inmediatez, como experiencia directa del sujeto, está inexorablemente ligado a uno mismo. Igual que el término "mediodía", que en mi subjetividad, no encajaba con ninguna hora marcada por el reloj, sino que oscilaba en la franja horaria en función de mi experiencia digestiva. El mediodía me alcanzaba, cuando mi actividad matinal se detenía para alimentarme.

En ese momento sólo había un trabajador allí dentro, un marroquí, alto, magro y enjuto. Un hombre seco, de facciones afiliadas, con una nariz grande que dividía el rostro de marcados pómulos y pronunciadas protuberancias óseas alrededor de los ojos. Un denso bigote canoso y despeinado, como la cabellera que poblaba su cabeza más allá de su extensa frente, ocultaba su labio superior, me hicieron pensar inmediatamente en el escritor Mohamed Chukri y aquella frase que leí en alguna entrevista y, curiosamente, me había quedado grabada: "Si no les gustan mis libros, que vayan a protestar al que se inventó Marruecos y se inventó mi vida". Era la respuesta a la reacción por parte de críticos y lectores, a la obra del autor, que consideraban degradaba la imagen de Marruecos en sus novelas biográficas, con su inconfundible estilo directo y crudo, brutal, sin temores a las consecuencias que despertasen sus letras. Seco, diría, como su fisionomía y a la que el hombre del establecimiento de Gracia me había recordado. 

El jornalero acababa todas sus frases con la palabra "amigo". "¿El shawarma de pollo o de cordero, amigo?" "¿Cerveza de barril o botella, amigo?" "¿Salsa picante, amigo?" "¿Enciendo el aire acondicionado, amigo?". El sudor era visible a medida que se escurría cuello abajo, todo e intentar secárselo continuamente con un trapo, mientras la carne de cordero se cocinaba en la plancha. Con el bochorno instalado en la calle, la idea de trabajar todo el rato a la calorina del fuego parecía más una mortificación que una simple tarea. Le mostré mi compasión por tener que trabajar con esas temperaturas junto a las llamas, pero despachó mis comentarios con un, "sí, mucho calor, amigo". Entregado el bocadillo y la cerveza salió un momento a la calle, donde echó mano de un cigarrillo. Seguía siendo el único cliente del local. Dentro no se estaba tan mal, las paredes de piedra amortiguaban el sofoco exterior, donde el aire era denso, inmóvil, zarandeado en ocasiones por un hálito candente que parecía querer marchitar cualquier atisbo de vida. Pensé que aquel hombre acabaría de secarse completamente mientras consumía su cigarrillo, y que al salir no encontraría más que un cuerpo apergaminado y acecinado sujetado por la pared, que el más mínimo golpe de viento se llevaría calle abajo.

Consumido el shawarma, decidí aprovechar la quietud del establecimiento para deleitarme en mi lectura en compañía de la cerveza bien fresca. No había leído más de seis o siete páginas cuando un nuevo cliente hizo aparición por la puerta. El encargado, entró tras de él, el viento seco no lo había empujado como un rastrojo reseco por el callejón. "¿Qué deseas, amigo?" "Un par de shawarmas. Uno de pollo y otro de cordero. Y una cervecita bien fría, por favor". Era un hombre joven, en sus treinta como mucho, de complexión atlética y sorprendentemente dinámico para las temperaturas que marcaban los termómetros. Bajó hasta las mesas, donde yo estaba, y se sentó junto a la mía. "Vengo a hacerte compañía, compañero, sino te importa". Le hice saber que no me molestaba, si bien para entonces ya se había despachurrado sobre el asiento, con piernas y brazos abiertos para ventilar tronco y extremidades. Seguí concentrado en las páginas del libro. El muchacho emitió un sonido de satisfacción casi orgásmico tras el primer trago de cerveza. "Joder, qué rica. Que bien sienta algo fresquito con el calor que pega, ¿no?" Asentí casi sin levantar la vista del texto, con la prontitud de alcanzar el siguiente punto y aparte antes de cerrar el libro. El muchacho tenía ganas de conversar. No podía oponerme a ello. Mi conciencia me impedía ignorar aquella posibilidad. Llevaba años quejándome que en Suecia, donde había vivido últimamente, era imposible que un desconocido te dirigiese la palabra, como para ahora ignorar aquella oportunidad. Memorizado el punto donde detenía mi lectura, cerré las solapas y dejé el tomo sobre la mesa.

Para mi sorpresa, su primera pregunta fue sobre el libro. Se interesó sobre el libro y si estaba bien. Recuerdo que era "El libro de mis vidas" de Aleksandar Hemon. Me está gustando, me limité a decir. No llevaba mucho leído, así que tampoco podía hacer una evaluación muy crítica del mismo, tampoco creo que la esperase, pero de alguna manera, le dije, me siento algo identificado con las sensaciones expuestas por el autor. El libro era una recopilación de escritos personales, en los que el autor transcribe sus experiencias, desde su juventud en la ciudad de Sarajevo, cuando todavía formaba parte de Yugoslavia en los años ochenta, hasta mediados de los noventa cuando abandonó la ciudad, por una beca de estudios en Estados Unidos, y a la que no volvió nunca más al verse asediada durante los años que duró la guerra de Bosnia. Hemon escribía sobre el desarraigo de tener que iniciar una vida nueva en una ciudad, la de Boston, y una cultura completamente diferente a la de los Balcanes. Entendía la necesidad impetuosa de buscar nuevas familiaridades que le permitiesen asentarse sobre el nuevo lugar, la añoranza mentirosa de lo dejado atrás. Eran ideas y pensamientos, que también había tenido que confrontar viviendo en el extranjero, aunque no por unas circunstancias tan trágicas como las suyas. Lejos de la familia y de los amigos de la juventud, uno siente la necesidad de tejer una nueva red social que sustituya la dejada atrás. 

La siguiente pregunta a mi respuesta, fue inevitablemente, pues yo mismo me había delatado, sobre la vida en Suecia. Ahí nunca sabía, muy bien que responder, así que creo que eché mano de alguna de las frases hechas que tengo memorizadas, mostrándome lo más neutro posible. Le mencioné algunas de las bondades del país, de su maravilloso, casi utópico sistema social, en cuanto a estudios, derechos laborales, hospitales y ayudas de cualquier tipo. Le describí casi un paraíso socialista donde todo parecía funcionar como un engranaje perfecto sin fallos. Una enorme maquinaria social escandinava pero, con un único fallo. O llámese sacrificio. O consecuencia de esa perfección. La anulación de la vida social. Acostumbrados a que el Estado respondiese a todos sus problemas, al que alegremente, o eso decían, contribuían, las relaciones sociales y humanas se habían desvanecido. El vecino era prescindible, como mucho una carga cuando hacía ruido, el amigo, quedaba relegado a pequeños y aislados encuentros los fines de semana y con semanas previas de planificación, porque la improvisación no tenía cabida. La familia también había quedado sustituida por unas instituciones que cuidaban del niño pequeño, con guarderías públicas gratuitas, bajas maternales y paternales de año y medio, los abuelos eran atendidos solícitamente por los agentes sociales en las residencias públicas, y así un sin fin de ejemplos más, en los cuales demostraba que las bondades del sistema social habían dado lugar a una sociedad paradójicamente socialista e individualista. Sin esperar aquella consecuencia, la creación de un gobierno paternalista y eficaz, había dado lugar a que todos viviesen aislados, siendo las instituciones las que mantenían la cohesión comunitaria. Rápidamente pasaba a comparar con la situación en España, con el descalabro de sus instituciones tras años de crisis, los casos de corrupción, el paro y las condiciones laborales, que forzaba a que las relaciones con las amistades, los familiares o los vecinos, se siguiesen cultivando, aunque en ocasiones fuese sólo por necesidad. No existe un lugar perfecto, concluí, todos tienen sus cosas buenas y sus cosas malas.

"Sí que existe el lugar perfecto. Lo tengo claro. Ese es mi pueblo: Níjar", certificó el muchacho completamente convencido justo antes de pegarle un mordisco al shawarma de pollo. "¿Conoces Níjar?" Asentí. Claro que lo conocía, tenía la estampa de aquella villa de casas blancas deslumbrantes, asentada en las cumbres de Sierra Alhamilla. Apenas recordaba sus calles, pero las visualicé con pendientes agudas que zigzagueaban para superar el desnivel de la cordillera a cuyos pies se extendía el Parque Natural de Cabo de Gata más allá de un océano de plásticos en primer plano que cubría los invernaderos de la región. Me sorprendió que alguien pudiese declarar con esa contundencia que la vida de su pueblo era idílica. Sentí cierta animosidad ante aquella seguridad, fruto de codiciar un reposo espiritual como aquel. Un lugar libre de contradicciones, exenta de expectativas, y por tanto de decepciones. Me dejé llevar por una quimera, mientras él seguía hablando sobre su maravilloso Níjar al tiempo que el shawarma de pollo iba menguando. 



3 degustaciones:

Carmela dijo...

Jopelín, Aka, me tienes enganchada a tu escritura. No solo a la historia en si, sino a la forma tan amena y descriptiva que tienes para ir desgranándola. La entrada de hoy me ha parecido maravillosa. Casí olía el olor del shawarma de pollo y sentía la frescura de la cerveza. La descripción del camarero, del local y la descripción de la vida en Suecia. Me ha encantado.
Algo de lo que describes de Suecia lo sabía pero no creía que era tan fuerte el aislamiento social en el que viven. Como bien dices, todo tiene su parte buena y su parte mala, pero creo que me ahogaría en una sociedad así.
Ese bar, sin venir a cuento, me recordó algunos de los estableciemientos del barrio turco por el que estuve paseando :))
Mañana me voy hasta el sábado a mi refugio de los Caños de Meca, necesito estar en la playa (a la que apenas he ido este verano, apenas tres días mal contados) antes de empezar el lunes con el trabajo. Volver de un viaje tan bueno como el que he hecho y encararme con la rutina necesita de ese pequeño oasis.

Esperaré con ganas tu próxima entrada :))

Un abrazo de mar

Carmela dijo...

Se me olvidaba, me ha encantado la música. :))

Aka dijo...

Pues seguire escribiendo Carmela :)

Lo de Suecia, pues imagino que variará mucho de la experiencia individual de cada uno, e incluso del momento en que se le pregunte a uno. He conocido a gente muy maja allí, y en general diría que son gente afable y generosa, pero para ello hay que acudir a ellos, tienen la "costumbre" de no inmiscuirse en la vida ajena, así que raramente te preguntarán si estás bien, o necesitas ayuda, consideran eso una intromisión y algo así como un "insulto" a tu individualidad o capacidad para resolver tus propios problemas... si necesitas ayuda, se supone que la pedirás. Viniendo de aquí donde la gente suele mostrar su preocupación cuando te ven cabizbajo o afligido, choca e incrementa la sensación de aislamiento de uno, no porque no se preocupen, pero porque lo expresan de manera diferente, con otros tiempos, siguiendo otras pautas, lo que hace que aun siendo "culturalmente" tan iguales, a veces nos sintamos allí realmente alienígenas... todo lo contrario de lo experimentado en Turquía por ejemplo, donde uno se siente tan extraño por la ropa, la religión, el modo de vivir en general, pero tan próximo y tan similar en lo humano.

Espero que estés aprovechando bien estos días de "vacaciones" en tu refugio playero tan lleno de amaneceres y atardeceres. Disfruta de los paseos para recargar las pilas antes de volver al nuevo curso :)

Un abrazo bien fuerte