El abuelo



Era setiembre, la primera quincena del mes, la despedida del verano. Con viento de tramontana, arbustos enmarañados y barcas danzando en una mar revuelta. Había caído la tarde, la gente había abandonado la playa y solo restaba el ruido admonitorio del mar arrastrando los guijarros. Al final de la cala, sobre las rocas salientes, un par de pescadores herían el agua con sus anzuelos repetidamente. Lanzándolos una y otra vez. De la mano de mi abuelo llegamos hasta ellos, y mientras entablaban una conversación banal sobre el estado de la mar y la pesca, mi curiosidad infantil se centró en el cubo de plástico de uno de ellos.

Al asomarme a su interior encontré un pez herido. Exasperado. Ahogándose. Sus branquias se expandían y contraían espasmódicamente, pero aún así sus agallas colapsaban en masa ante la ausencia de la ingravidez que le proporcionaba el medio acuoso. La espina dorsal contorsionada y tensa se revolvía en aquel limitado espacio de plástico. Sacudiendo coletazos. Repentinos y violentos coletazos. Sus golpes resonaban en el interior del cubo como las palpitaciones de un corazón arrítmico próximo al desfallecimiento.

       Al final, rendido, dejó de moverse, y fue entonces cuando me miró. Percibí el gesto. Atrapado, como si me hubiese arrojado el anzuelo que aún lucía sobre su labio, no pude evitar su mirada inmóvil. Me incomodó hasta el punto, que de tener párpados los peces, se los hubiese bajado para así deshacerme de su visión, y así esconder mi vergüenza. Huir de aquellos ojos piadosos y acusadores al mismo tiempo, que imploraban ser rescatados, ser retornados al mar. No hice nada. No me moví. Ni dije nada. Le negué la vida, como quien niega una limosna, no por falta de buena alma, sino por tener que actuar. Por tener que hacer algo, tomar una decisión que no pude elaborar. Así pues, me limité a observar como se cerraban sus branquias y expiraba. Yo sí cerré los ojos. Los cerré para borrar su imagen de mis retinas, pero al abrirlos, los suyos seguían allí. Me miraba el ojo del pez fijo hasta el improperio, condenándome por su destino. Los gritos de las gaviotas se transformaron en carcajadas despiadadas, y las piedras movidas por el oleaje en murmullos acusadores. El cielo oscureció y pareció caerse de repente, colapsando sobre el mar embravecido. Pese al ruido, se percibía el silencio. Se notaba el frío del mismo, pequeño y furtivo resonaba aquí y allá. Era una especie de amalgama, un contrapunto a la tormenta resonante en el horizonte. Era el sonido paciente e impasible de algo que espera la muerte. El silencio del que sabe que la vida le ha sido negada. El silencio que ya no me abandonaría.

Un enorme cuerpo oscuro con la piel de una ballena, lisa y aceitosa, me acosó aquella noche. Se suspendía en el aire con la ayuda de unas aletas minúsculas y ridículas que no hacían ruido al batir, y una cola que sacudía de manera inquietante y sin necesidad aparente. Pero lo peor de todo es que en su rostro lucía un enorme ojo fijo de pez. Me sobrevolaba y observaba, sin emitir sonido alguno. De eso, del ruido, ya se encargaban las gaviotas que aleteaban a su alrededor o cabalgaban sobre su dorso. Bramaban sin voz un reclamo afónico y ahogado. La escena estaba toda ella envuelta en el silencio resonante y creciente que había experimentado aquella misma tarde en la playa. Cuando desperté sobresaltado, me pareció seguir oyendo bajo mi pecho los coletazos que se resistían a lo imposible. Me atormentó aquella aparición no solo esa noche, sino unas cuantas aquel final de verano. Luego cayó en el olvido hasta bastantes años más tarde.

*****

Deberías ir a verle, me sugirió mi madre, seguro que agradece tu visita, ya sabes cuanto te quiere, añadió para mirar de convencerme.

En los últimos años habían ingresado a mi abuelo varías veces en el hospital, siempre por el cáncer que le había sido detectado más de veinte años atrás. En todo ese tiempo, ni uno ni otro daban su brazo a torcer. Ni el cáncer que no cesaba en su empeño de expandirse, ni mi abuelo en su empeño de sobrevivirle. Así pues, siempre, a los pocos días de observación, lo enviaban a casa sorprendidos por su repentina recuperación. El doctor cada vez que le firmaba el alta bromeaba con él, con el humor propio del cuerpo de médicos y su irónica manera de convivir próximos a la muerte. Aquellas recuperaciones, que calificaba de milagrosas, decía, eran dignas de estudio. Incomprensible para la ciencia, remarcaba. Las últimas veces, mi abuelo ya no solía escuchar demasiado ni sus comentarios ni sus recomendaciones, mucho menos sus ironías. Años atrás ya había modificado sus hábitos, renunciando al tabaco y reduciendo la ingesta de comidas copiosas. A sus años, se decía, ya no valía la pena regular el placer, después de todo, consideraba todos aquellos años como un gran regalo de tiempo extra. Unos años en los que las cenas se repetían de un día para otro. Hasta donde alcanzan mis recuerdos, sus cenas siempre consistieron en un arroz blanco caldoso con ajos y una tortilla francesa de un huevo y una pizca de sal. Sin variaciones: arroz y tortilla un día, arroz y tortilla al siguiente. Arroz y tortilla hasta el fin de los días. Una dieta para resistirle a la muerte. Su actitud fue siempre la vida. Como la de aquel otro anciano siciliano que me explicaría su viuda años más tarde. "Tres días. Solo tres días antes de morir, le propuse hacerme con algo de veneno y suicidarnos juntos. ¿Sabes qué respondió a mi propuesta? '¿Suicidarnos? Si quieres, tú puedes suicidarte, pero yo confío en vivir todavía un tiempo más'. ¡Tres días! ¡Sólo tres días más tarde moría el desgraciado! De eso ya hace ocho años".

        Nunca me han gustado, y en lo posible siempre he mirado de evitar ir a los hospitales, pero aquella recaída parecía realmente seria. Eso decían los otros, yo no entendía nada. No quería entenderlo. Ya llevaba unos días en el centro y a diferencia de las veces anteriores, no daba señales de recuperación, así que me dispuse a visitarlo. Lo necesitaba de vuelta en casa. Sentado en la butaca de su comedor, y yo a su lado, en el sofá, extinguiendo la tarde hablando de dibujo, libros o ciencia.

*****

El bullicio del ruido de la calle, con sus coches y peatones y de la gente concentrada en la entrada del hospital desapareció a medida que iba adentrándome en sus pasillos, hasta el punto de escuchar tan solo el eco de mis pasos, ese leve tap que producían en el suelo, y cuya presencia añadían un silencio furtivo. De repente me encontraba sólo. Me detuve, desorientado por el vacío experimentado y mareado por el inconfundible olor dulce y penetrante a hospital. Podía oír el latido de mi corazón. Sístole y diástole. Acelerando. La oquedad se hizo patente y se extendió hasta el infinito, fuera del alcance de los sentidos. Bajo el encerado suelo apareció, para inmediatamente desaparecer, la silueta de aquella ballena amorfa y aceitosa que tantas veces había perturbado mis sueños de infancia. Aquel ojo fijo, esa pupila velada acechando mis pasos, siempre condenándome por su destino. Quedé paralizado hasta que una enfermera me arrancó de aquella ilusión.

"¿La habitación cuatrocientos tres? Sí, tuerce en el próximo pasillo a la derecha, y una vez allí, la segunda puerta. Otra vez a mano derecha". Seguí sus indicaciones, hasta dar con la puerta identificada con dicho número. Habitación cuatrocientos tres. Cuatro cero tres. Tres cifras, tres cifras a las que había quedado reducido mi abuelo. Respiré hondo, hice lo posible por secar el sudor frío de las manos y giré el pomo.

El cuarto estaba con claroscuros, con las persianas a medio bajar para evitar el sol de la tarde. Cerca de la ventana destacaba una cama que yacía vacía. La presencia que confirma la carencia. La materialización de la ausencia. Dí unos pasos hacia el interior y enseguida me percaté que el suelo estaba húmedo. Un charco se extendía desde debajo del camastro. Lo seguí y fue al alcanzar el otro lado del lecho cuando lo vi. Sobre la mancha de agua estaba el pez. El pez agitando la cola. El pez de movimientos espasmódicos. El pez fuera del agua. Desorientado. Buscando un mar que le había sido arrebatado. Intentando brazadas imposibles en un medio que ya no era su mar. Hasta que, agónico, cayó de lado y volvió a mirarme fijamente. Hasta el improperio, en una mezcla de mirada piadosa y acusadora. Allí quedó tendido, y yo junto a él, sin mediar palabra, con las dos libretas de dibujo bajo mi brazo. Cautivado por todo lo que aquella mirada expresaba. Por todo lo que no quería entender. Por un imposible.
El mar.
        El imposible.




4 degustaciones:

Recomenzar dijo...

que placer el leerte
me encanta el haberte hallado un abrazo grande desde Miami

Aka dijo...

Gracias Recomenzar,
un abrazo de vuelta desde Suecia.

Carmela dijo...

Creo que ya te lo comenté en aquella serie que escribiste en los pantanos, tienes la maravillosa cualidad de dibujar con tus palabras las historias. Voy leyendo y voy visualizando todo. La escena del pez en el cubo, casi he podido sentir la agonía del pez en mi propia piel. Me encantan tus historias y creo queno podías haber escrito un final mejor para esta historia.
Cautivado por todo lo que aquella mirada expresaba. Por lo que no quería entender. Por un imposible.
El mar.
El imposible!!!

Es genial, Aka.
Un beso lleno de admiración y cariño.

Aka dijo...

Muchas gracias por tu comentario Carmela, suena muy bien lo de dibujar con las palabras :) Siendo una persona principalmente visual que siempre he requerido de esquemas y figuras para entender lo que me interesaba, no podía acabar de otra manera que dibujando con las palabras... Sin el don de la fotografía no me queda otra que edificar escenarios y momentos con palabras. Qué bello comentario el tuyo.

Un abrazo bien grande Carmela