Hojas secas (II)



El visitante llamó a la puerta. Insistió enseguida. El cielo había empezado a despachar agua. Aquella noche, la tristeza del invierno, otras veces bella, era fría y despiadada. Volvió a golpear la madera hasta que finalmente se abrió y el hombre apareció en el rellano. El recién llegado emitió un simple sonido ronco, como el de una tubería atascada que bloquease su lenguaje. ¿Quién hay ahí fuera?, preguntó ella, desde su silla junto a la chimenea. Él, aferrado a la apertura de la entrada, chasqueó la lengua y con un movimiento de cabeza indicó a la visita que entrase, dándole la espalda. Es Gustav, el vecino, le contestó volviendo a su silla.

La mujer se levantó para darle la bienvenida y ofrecerle su lugar junto a la llar. A la refulgencia bailarina del hogar, las sombras parecían nadar por las arrugas y las cicatrices, que los latigazos de la vida habían dejado sobre el rostro de Gustav. ¿Una taza de té?, dijo ella, al tiempo  que busca entre la penumbra del armario la vasija de porcelana. Gustav, se limitó a emitir otro sonido ronco y ahogado, luego, más relajado, extendió sus piernas ante las de él, Hermann, para calentarse los pies. Anidó en sus manos, aradas como los campos en invierno, la humeante taza que Olga le ofreció, y dejó que el azul triste de su mirada, se extraviase en las llamas del fuego. Daba la impresión que sus ojos, como gotas de agua, iban a evaporarse. Diluirse en un mundo que no pertenecía a aquel presente.

Eran tres siluetas silentes zarandeadas por la lumbre. La estancia parecía una bestia negra descomunal y la claridad de la chimenea su corazón batiente. De tanto en tanto, Hermann suspiraba. Gustav sorbía té. Olga cerraba los ojos. Soplaban las brasas de los recuerdos, aquellos anteriores a aquella serie de horrores. El tiempo pasaba, poco a poco, lo iba distanciando todo y el pretérito cada vez abarcaba una parte mayor de sus vidas, pero aquellos días parecían ser ayer, aquella misma mañana, aguardarles fuera, al otro lado de aquellas paredes. Orientarse en el pasado nunca es fácil, y sin embargo sus pasos volvían siempre sobre aquel nudo de sus vidas. Siempre al mismo punto. No parecía cansarse de soplar y soplar sobre sus brasas para que el recuerdo prendiese. Las ascuas requieren aire para que el fuego no muera, el aire es su combustible. Allí estaban, la monstruosidad y la barbaridad, cabriolando de nuevo sobre la pira del hogar. Por eso no necesitaban hablar. Lenguaje y palabras resultan redundantes cuando se está visualizando lo mismo.

Fue en otro invierno, uno que no se fue nunca, cuando los tres hendieron los musgos de la ciénaga. Con pico y pala removieron la turba escarchada que crujía bajo sus pies, y dejaron que las oscuras aguas subyacentes acogiesen su pecado. El suelo gruñía cada uno de sus movimientos, balanceándolos, tirando quejicoso de sus pies hacia abajo, cual animal lastimero que no desea ser abandonado. Quisieron creer que el hielo se lo tragaría, que aquel horror, su monstruosidad, desaparecería en el impenetrable fluido; pero habían despedazado sus conciencias, y eso, ni la acidez de la turbera, ni la nieve que el invierno extendería sobre su fosa, podían abarcarlo. Aquel hoyo lo había roto todo, era el punto y final del acto que engendraría sus peores pesadillas. Aún, años más tarde, sentados junto al fuego, recordaban que antes de abandonar la ciénaga rezaron. Sus ojos como gotas de lluvia, extraviados entre la vida y la muerte de aquellos tiempos, se llenaron de la nada. Con sus plegarias buscaron fuerzas en Dios que los liberase del pecado. ¿Cómo podía ser Dios de ayuda alguna? Obviamente no fue Dios quien creó el pecado, sino al contrario.




2 degustaciones:

Carmela dijo...

Es maravilloso como vas construyendo la historia, Aka, una se va zambullendo en esa atmósfera que crean los tres sentados frente al fuego y termino con los pies hundidos en la ciénaga.
Me ha encantado.
Un beso grande y Feliz 2017!

Aka dijo...

Gracias Carmela.
Un beso y feliz 2017